viernes, 25 de diciembre de 2020

Arbolitos


                                                                                                                      

                                                                                                                    Foto Tanci





En la espesura

las flores del verode.

Llegó el invierno.

sábado, 19 de diciembre de 2020

El convido


                                                                                                                   Foto Tanci


Sólo tenía cincuenta o cincuenta y cinco años y aparentaba una mujer vieja o yo, con mis pocos años, así lo percibía. Porque se era vieja cuando las mujeres vestían de luto. Envuelta en ropa oscura de la cabeza a los pies. Pañuelo para tapar la cabeza,  blusa, falda, medias de punto grueso… y sobre la blusa y la falda negras como la noche oscura del alma, y sirviendo  como contraste, un delantal al que se le permitía ser  canelo para aliviar el riguroso luto. Pero en mi interior yo sabía que ella no era vieja por su temperamento y porque siempre nos regalaba una sonrisa picarona y estaba dispuesta a aceptar ciertas travesuras de sus nietos que le causaban asombro y alegría.

Mi abuela me llevaba cogida de la mano, cálida y tierna, hasta llegar a la tienda de Fefa. Un local grande, de paredes altas, pintadas de blanco, recubiertas de estanterías y vitrinas de cristal llenas de prendas y mercancía. Paños para la cocina, cogederos para los calderos, manteles, sábanas blancas, mantas, rollos de telas de un único color y estampadas con diseños discretos de florecitas o de rayas, ropa interior de mujer y caballero, pañuelos de mano y para la cabeza… El orden era lo de menos porque su dueña sabía perfectamente el lugar de cada cosa que se le pidiera, aunque cada cosa no estuviera en su lugar.


-Fefa, dame media docena de paños de cocina de algodón.

-Tengo unos preciosos que me llegaron nuevos.

Y allá iba Fefa a abrir un enorme paquete de papel canelo de estraza para mostrar el artículo. ¡Y sí que eran bonitos! Me llamaba la atención sus diseños, todos ellos cargados de frutas de intensos colores o bien signados con  animalitos delicados como pájaros, tiernos cervatillos, florecillas o  formas geométricas; todos ellos sobre un fondo de felpa normalmente de color  blanco.

Tras los paños de cocina, venían las sábanas también blancas a las que se les aplicaría de manera artesanal y cosida a mano una  tira bordada con diminutas florecillas. Ese era el embozo que quedaría decorado y personalizado.  ¡Y mantas! Que no falten las mantas, cálidas, suaves, esponjosas y por supuesto blancas, impolutamente blancas, de cuatro, cinco o seis rayas. Venían en sus correspondientes bolsas de papel fino transparente nada cercano todavía al plástico. Por fuera de la bolsa y adherida a ella venía la figura de un gato medio recostado y mostrando su panza reluciente.

-Toque, toque Doña Constanza, son de buena calidad y calentitas que da gusto.

-Dame tres de un cuerpo que el invierno es largo y  ya sabemos que… mantas, paños y bragas nunca son muchas.

- Hablando de bragas, ponme media docena de las altas de algodón también, y otra media docena de las modernas para mi hija.

Y allá iba Fefa danzando de esquina a esquina del local y siendo dueña de su propio negocio. Buscando aquí y encontrando allá la mercancía solicitada formando una especie de torre de prendas sobre el mostrador de madera oscura y  cristal. A través de él se veían collares plásticos, monederos, zarcillos de enganche con modelo tropical, medias, calcetines… y todo lo habido y por haber.

Sin perder detalle a todo este movimiento, me quedaba casi sin pestañear, hasta que me empezaba a desesperar porque ir a aquella tienda no era solo ir a conseguir y comprar los artículos necesarios, sino que se alargaba la compra entablando una conversación que yo veía improductiva  empleando demasiado tiempo. También es verdad que en esos momentos yo dejaba de ser el centro de atención… -¿Ha tenido noticias de su gente de Venezuela? ¿Cómo están todos? ¿Cómo les va?

-Parece que este invierno lo vamos a tener bien pasado por agua… el pasado sí que lo tuvimos bastante seco. Y así pregunta tras pregunta y respuesta tras respuesta que me llegaban a poner de mal humor.

¿Pero qué tanto tenían ellas qué hablar? ¿Y qué tanta conversación pegando la hebra? Mientras, la dueña de la tienda iba formando un gran paquete envuelto con aquel papel canelo y fuerte, haciendo un dobladillo por cada extremo. Para una mayor seguridad en el transporte le colocaba alrededor un hilo de cordón apretado, finalizado con un doble lazo. Aquel paquete de grandes dimensiones y bien afianzado lo llevaría mi abuela a la cabeza sobre un rodillo de tela.

Yo era feliz cuando ya nos despedíamos. Pero una vez subida la carga a la cabeza, Fefa, con un ligero grito le pidió a mi abuela que volviera para atrás.

-Doña Constanza, espere, espere un momento.

 Mi abuela retrocedió apenas unos pasos y esperó mientras  aquella mujer sacaba de debajo del mostrador unos tres o cuatro pañuelitos tersos, bien planchados y bordados a punto cruz diminuto, o bien signados, a veces pintados, y se los regalaba a mi abuela poniéndoselos dentro de uno de los  bolsillos de aquel delantal canelo que le llegaba por debajo de las rodillas. Tanto mi abuela como Fefa se congraciaban con una sonrisa benevolente y agradecida; la una porque sabía lo buena vendedora que era y la otra por haberle realizado una nada desechable compra y para que volviera.

- “Nunca la mañas pierda”.

- Ahí tiene el convido, Doña Constanza. Mis ojos no daban crédito ante aquel regalo que Fefa le ofrecía a mi abuela antes de que se fuera. Eso y el sonoro beso que nos estampaba a las dos hacían que mi enfurruñamiento desapareciera tras esperar estoicamente a la larga compra acompañada de una larga conversación. Fefa me agarraba la cara con las dos manos como para que no me escapara y me daba un beso en cada cachete y que yo sentía sincero y cariñoso.

Una vez en la carretera,  la mano cálida y  trabajada de mi abuela volvía a apretar la mía dirigiéndome y dirigiéndonos a paso lento hacia la casa familiar para volver caminando por aquellas veredas recortadas de magarzas, tréboles y ortigas que nos picaban nada más pasarle la mano o rozarnos las piernas. Y entre medio escuché de labios de mi abuela y como para sí misma decir: ¡Qué buena negociante es Fefa!

domingo, 29 de noviembre de 2020

La torta

"Me basta con el vino dorado y viejo,una manta con olor a invierno,diecisiete almendras nuevas y tus manos..." (Beatriz Mazliah)

                                                                                                                   Foto Tanci


Llegando octubre sabíamos que la fiesta de la vendimia en aquella casa rural estaba servida y bien asegurada. El día 12 de octubre no había escuela y pese a que casi el verano estaba dando sus últimos coletazos, siempre era un día radiante de sol y calor. Mis padres, cerrando el negocio, nos llevaban a todos en el pequeño coche Ford Anglia de color azul, llenaban una cesta de madera tipo barca con diversas viandas cubierta con un paño bordado blanco impecable y que mi madre se encargaba de colocar  encima. Una vez puesta en el maletero del coche, nos trasladábamos por las carreteras de curvas cerradas e interminables hasta llegar a la casa de la abuela para ayudar a vendimiar. Nosotros no éramos menos en esta tarea. Nos movíamos entre mandados, recados y  el acarreto de algún cesto, tijera de podar, cuchillo, paño, botella, vaso o bandeja que se necesitara, además de otros artilugios o herramientas que se utilizaban en las  huertas y bajo las parras. Los pequeños éramos los artífices de  ese ir y venir desde el lugar de la recogida de la uva en las huertas diseminadas en los alrededores de la casa, hasta el sitio sagrado del pisado; el lagar. Nunca nos cansábamos y cuánta más algarabía había, más nos afanábamos en nuestros juegos. Pensábamos que nadie estaría pendiente de alguna travesura como era jugar con la manguera a chingarnos o llenar los cubos con agua… hasta que la abuela mandaba a parar.  Ahí era cuando nos pedía nuestra colaboración animándonos a que lleváramos alguna garrafa o vaso de cristal hasta el lagar…

A nuestro entendimiento y mediante nuestros cándidos corazones apreciábamos el esfuerzo de nuestros mayores a través de aquellas gotas de sudor que caían por todo el rostro, patinando lentamente entre las barbas y bigotes  no rasurados de los hombres. Salidas como de un manantial, se perfilaban, brillantes, también  a través de las esterillas de sus sombreros de paja. Los otros, los de tela de  paño envejecido por el uso, empapaban una y otra vez esas gotas e iban dejando un surco húmedo con  una tonalidad más destacada que el resto del sombrero. Si el sombrero era gris, la franja destacada de humedad se tornaba gris oscuro. Si el sombrero era canelo, esa franja era de un canelo mucho más oscuro.

Mi abuelo portaba sombrero canelo pero cuando se metía en la tina para pisar las uvas se lo quitaba y lo dejaba enganchado en una de las horquetas que estaban apoyadas en uno de los laterales del lagar. Pero de igual manera le rodaban aquellas pequeñas gotas relucientes que se deslizaban por la frente y la nariz, mientras que sus cachetes tomaban una tonalidad rosa encendida. Su tez se mostraba más tersa y resplandeciente... pese a su barba de días.

Después de haber hecho la descarga  de los cestos que llegaban llenos hasta el borde de racimos dentro de la tina,  y  una vez que la mayor parte de la uva se había pisado y  despachurrado, entonces los hombres hablaban  de empezar a hacer la torta. Ésta era la parte antepenúltima de la vendimia dentro del lagar  y para ello había que estrujar con los pies a modo de danza y casi como un zapateado  la uva,  los restos de pieles, semillas y bagazos.

La torta  me sonaba, como  algo dulce y comestible… y es que lo era, pero demasiado grande, robusta y compacta…  Sólo que su función era otra. Quedaría aplastada bajo el peso de la gruesa y larga  viga para entresacar al máximo hasta la última gota de mosto. Aquella masa en principio deforme y apenas redonda y  abultada,  de casi metro y medio de diámetro y más de un metro de alto, formada de bagazos, uvas pisoteadas y aplastadas, iba conformando una especie de tartaleta justo debajo de la gruesa viga de pino que cruzaba, por la mitad y en lo alto, la tina grande del lagar. Me maravillaba con qué maña se juntaban, mediante un sacho, todos los restos de pieles y orujos que quedaban pegados en el suelo, esquinas y paredes del habitáculo cuadrado y cómo con la pala se ayudaban para recoger los montoncitos que acercaban al lado de la incipiente torta para colocarlos sobre la misma,  a la vez que se iban recortando y palmoteando los posibles salientes de ese redondel.  Debía quedar bien centrada debajo de la majestuosa viga que haría de prensa. Para ello y para que quedara justo en el centro ese redondel o torta, se dejaba caer  desde cada uno de los  laterales de esa viga,  tanto por un lado como por el otro, unos cuantos bagazos haciendo las veces  de plomada de  albañil. Así se sabía por dónde aplicar el recorte  de un lado o del otro de tal manera que quedara proporcional y equilibrada en altura y en anchura. 

Mis ojos no se apartaban de semejante laboriosidad. Con asombro veía cómo la remataban poco a poco pues apretaban y emparejaban empleando sus manos hábiles y robustas,  a la vez que la comprimían hábilmente con los nudillos y con las manos. Más bien parecía que acariciaban un gran pastel de frutas. Ahora solo faltaba arropar ese gran pastel mediante la soga, gruesa, redonda y larga;  tanto, que el trabajo lo realizaban entre dos hombres arrollando y ciñendo en espiral desde la  base hasta la parte más alta dejándola abrigada y vestida por completo.

Yo esperaba, atenta, el momento en que lentamente la viga iba bajando, y veía como daban vueltas y más vueltas al husillo que lo atravesaba  una horqueta gruesa  a través de un agujero. Hasta que por fin la viga llegaba hasta la torta para apretarla todo lo más posible contra el piso, logrando que la piedra con todo su peso, quedara levantada en el aire ejerciendo de  contrapeso a la viga que escacharía la torta hasta lo máximo. Así quedaría elevada la piedra durante horas hasta que a través de los resquicios de la soga y bajando hasta el piso se veía brotar y deslizarse el líquido brillante, claro y dulzón que rodaría hasta pasar por la canaleta de madera yendo a parar a la tina pequeña. Yo observaba ese momento en que los hombres lo probaban poniendo un vaso en esa canal que comunicaba las dos tinas y que en un momento recogían casi lleno para probarlo. Mi abuela nos tenía prohibido acercarnos en esos momentos en que la piedra flotaba.

Entre tanto y entre los allí presentes la conversación giraba en torno al gusto, sabor y paladar de ese jugo recién exprimido.

-No tiene  mal cuerpo- decía uno.

–Parece que este año está más dulzón- decía el otro.

– Sí, el verano ha sido bastante soleado- aseveraba otro…

 Y yo sabía que algún sorbo dulce y fresco de ese elixir llegaría como ofrecimiento especial hasta mis labios.

Mientras, un poco más abajo del lagar, sobre la mesa alargada y rectangular del comedor de la casa familiar, mi abuela, mi madre y mis tías preparaban el almuerzo para todos los reunidos a la fiesta de la vendimia. El olor a pescado salado conjuntamente con las papas bonitas arrugadas y recién sacadas del fuego impregnaba la cocina.  En el centro de la mesa una botella llena de mojo colorado y a los lados dos bandejas con el gofio amasado partido en rodajas daban un toque de color exótico. Todo regado, cómo no, con vino blanco de la cosecha  del año anterior. De postre unos suculentos y bien escogidos racimos de uva dorada que mi abuela, experta ella, se  encargaba en seleccionar. El almuerzo se prolongaba con una amena charla hasta que el café burbujeaba…

Entretanto en el lagar, la piedra permanecía sola, muda, sin manos que la columpiara. Así  se quedaba el tiempo necesario hasta que no saliera  ni una gota a través de los resquicios de la torta. Apenas si acaso, se balanceaba levemente por una suave y  ligera brisa fresca que llegó y  la besó.

 




                                                                                                                   Foto Tanci

 

    "Vino, enseñame el arte de ver mi propia historia como si esta ya  fuera ceniza en la memoria"

                                                                                                                          (Jorge Luis Borges)

                                                                                                                                                                           
 

sábado, 14 de noviembre de 2020

Expansión

                                            Foto Tanci

El drago que plantó mi padre crecía  hacia el cielo extendiendo sus robustos brazos y entrelazando sus gruesos dedos, respirando también hacia las entrañas de la tierra. Sus raíces rojas empezaron a asomarse, tímidamente, a  través de las paredes de piedra y barro, a través de la jardinera que fue hecha con firmes muros de bloques, cemento y arena expresamente para él,  protegiendo sus raíces y parte de su tronco. Diríase que se sentía incómodo, ya que empezó a empujar decididamente, a pasos agigantados,  y aquellas raicillas retorcidas como si fueran sogas enmarañadas, y aparentemente enclenques en un principio, se convertirían poco a poco en un entramado de  abultadas venas, asomándose fuertes y fibrosas entre los resquicios que servían de respiradero en su base. Cada vez se volvían más gruesas, resquebrajando y tirando muros, tejas  y parte del techo abovedado que forma la vieja construcción artesanal del horno para la elaboración de tejas. También se atrevió a rajar su mismo lecho que otrora se le realizó desde su base para su mayor confort y habitabilidad. Hoy, habiéndose  hecho un adulto fuerte y dejando atrás su adolescencia canija, y yo diría que pretendiendo aparentar un poderío arrogante y poseído, sigue empujando enhiesto y firme, hacia el firmamento como queriendo exhalar la mayor parte de oxígeno de su alrededor  para sí mismo, acaparando y monopolizando con sus intrincadas raíces, su propio entorno... Ni el centenario horno de hacer tejas de barro que lo acompaña, ni el antiguo lagar que está a su lado, pueden con su fuerza y presión. No han podido doblegarlo, ni tan siquiera tranquilizarlo…su pretensión es infinita.

Él, en medio de las dos construcciones, se ha empeñado en codiciar más terreno que el que en su momento le asignaron. Habrá que pararle las patas sin que se sienta dañado en lo más profundo de su interior rojizo. Tal vez habría que canalizar su empeño por ambicionar terrenos anexos y mostrarle otro camino interior de mayor profundidad, arraigo y conformidad, mostrándole un lugar libre e idóneo donde pueda seguir empurrando sus raíces a la vez que siga su andadura y evolución con humildad. Tarea ardua y difícil, pues nos ha indicado mediante varios avisos que seguirá creciendo y expansionándose con el paso de los años a su ritmo y según su propia naturaleza... El tiempo lo dirá.

viernes, 30 de octubre de 2020

Intendencia

                               

                                                                              Fotos Tanci

El lugar no podía ser mejor para llevar a cabo nuestras incursiones. Los cuatro muros de piedra y barro bien rematados con cal y arena con una finísima capa exterior tanto por dentro como por fuera y sobre los muros rectangulares, daba un aspecto limpio y adecentado al sitio. No temíamos saltar esos muros de unos 60 cm de alto y unos 30 de ancho con tal de caer dentro de la inmensa tina. Allí dentro otro mundo era posible. De forma cuadrangular y atravesada la estancia a la mitad y en lo alto por una gruesa viga de madera de pino, nos protegíamos del exterior mientras nuestra imaginación volaba para alcanzar nuestros sueños. Simples y pueriles sueños.

Había que barrer el suelo de la casa que siempre acumulaba piedrecillas, tierritas caídas de sus laterales y alguna otra hoja depositada por el viento. Una vieja manta de listas de colores hacía de división de las dos viviendas. Allí, colgada y atada a la viga con badanas que hurtábamos de los manojos preparados por la abuela para atar la viña, allí éramos vecinas y vecinos. Las viejas latas vacías de sardinas  en aceite nos servían de calderos y los pequeños trozos de tejas rotas encontrados en los alrededores del horno, eran nuestros platos y nuestras tazas. Cuando encontrábamos, por un casual, algún trozo de plato vidriado con restos de florecillas pintados, lo empleábamos como vajilla de lujo. ¡Era un tesoro¡ No dudábamos en hacer un pequeño fuego con lascas de cañas rotas y hojas secas del cañaveral cercano. Sobre tres piedras bien dispuestas y que hacían de fogón en forma de triángulo, depositábamos nuestros calderos. El potaje era el menú principal. Se componía de trocitos de coles bien picadas, algunos trocitos de papas, unos granos de lentejas, agua y unos granos de sal. Nos bastaba con ver encendido el fuego y saber que el agua estaba tibia. Ese era el momento de apartar la lata de sardinas del fogón y probarlo. A nuestro paladar todo estaba bueno, aunque los granos de lentejas siempre quedaban duros. ¿Por qué sería? Todos conveníamos en que los potajes de la abuela sabían a gloria. A ella le quedaban de muy buen sabor, tiernos y comestibles.

Pero aquellos eran nuestros guisos, pese a que la abuela nos tenía prohibido jugar debajo de la viga del lagar. Nosotros nos escapábamos hasta allí donde colocábamos las frutas y las verduras sobre alguna tablilla  medio rota que encontrábamos en algún rincón del granero o del pajero. Unas piedras de base y sobre éstas unas tablas mal trazadas y ya teníamos la alacena armada. ¡Qué difícil era encontrar un mantel aparente para servir los platos con la comida! Nos la ingeniábamos con extender una gran hoja de col abierta sobre una piedra grande y alargada que hacía las veces de mesa. Sobre el mantel y hasta no servir la comida, permanecía un pequeño frasco de cristal de penicilina rematado con unas flores amarillas del oloroso hinojo.

¡Vecina ya tengo el potaje hecho!, venga “pa' cá” y lo prueba a ver qué le parece. Y la vecina daba unos cuántos toques sobre la manta de rayas de colores haciendo el tun, tun con la boca y apoyando los pequeños nudillos sobre la tela de lana que aleteaba por los toques. ¡Tun, Tun! ¡Pase, pase! Siéntese y ahora mismo le pongo un platito. Pero… ¿Qué es esto que trae? ¡Huevos! ¡Qué maravilla! Y sacando la vecina unas piedrecillas redondeadas de sus bolsillos los depositó presta sobre el mantel verde. -Si, si… di con el nido de la quícara-  -Fui tras ella hasta que la vi meterse detrás del peral de  peras canelas y allí, en la misma esquina donde se enmarañan unas varas de  viña rastrera, allí tenía el nido. Por poco no lo encuentro, si no llega a ser que ando diestra siguiéndole el paso  ¡Bien escondidos que los tenía!

No se vaya y comemos juntas, mañana haré una papitas fritas con dos huevos de esos.

Ahora pienso que, tal vez, había cierta connivencia entre la abuela y los nietos porque nunca apareció por el escenario de los juegos a ver qué se estaba cocinando allí. Pero cuando el atardecer llegaba y en el lagar no había luz para más juegos, regresábamos alrededor de ella. Solo en ese momento preguntaba  si habíamos hecho fuego y dónde habíamos andado en toda la tarde… Nosotros negábamos lo del fuego pero ella empleaba a fondo su nariz indicándonos que le llegaba cierto olorcillo a humo… Cabizbajos intentábamos salir del apuro contándole mil y una batallas inventadas, otras reales. Yo notaba como una sonrisa picarona y graciosa aparecía en el rostro de la abuela a la vez que se le achinaban sus ojos. Nosotros nada contábamos sobre el pequeño fuego. Pero ella remarcaba la pregunta ¿No habrán hecho fuego dentro del lagar? Y pese a que limpiábamos con agua los restos de la pequeña  fogalera, estoy más que segura que ella sabía lo que allí se cocía de cuando en cuando.

Tal vez, lo mejor era el aprendizaje que nos hacía medir hasta donde se podía prender fuego o apagarlo en su justo momento, hasta donde no nos cortábamos con la navaja, hasta donde manejábamos la escoba que era mayor que nosotros… Hasta donde el compartir, el agasajo y la camaradería eran nuestras señas de identidad, hoy mantenidas a perpetuidad.

¡Vecina! ¡Vecina! pase pa’dentro y descanse un rato.


miércoles, 21 de octubre de 2020

Tiempo extraño

 

                                                                                    Foto Tanci





Tienen color
las nubes de algodón. 
¿Habrá tormenta? 

domingo, 4 de octubre de 2020

Octubre


                                             Foto Tanci




Vieja ventana

de madera cariada. 

El sol de octubre. 

domingo, 20 de septiembre de 2020

Asilvestradas



                                                 Foto  Tanci





Se extienden solas

como plantas silvestres. 

Comparten patio. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Plantar y crecer

 




 La platanera. 

Sembrada en medianías,

ha dado fruto.




viernes, 4 de septiembre de 2020

Septiembre

 

                                                                                                                                                                                                                      Foto Tanci



Este aire fresco

me está sentando bien. 

Es natural.




miércoles, 12 de agosto de 2020

En cualquier lugar del bosque

                                                                                                                Diseño Tanci   (Tinta y acuarela sobre papel) 




 "La avaricia, la falta de respeto a la naturaleza, el egoísmo, la falta de imaginación, la rivalidad interminable y la falta de responsabilidad han reducido el mundo al estado de un objeto que se puede cortar en pedazos, agotar y destruir"

                              (OlgaTokarczuk)



lunes, 3 de agosto de 2020

Mimo

                                                    Foto Tanci

"Y todo en derredor se desvanece, menos ese anhelo que queda en el aire y en mi pecho"
                                         (Clara Janés)

sábado, 25 de julio de 2020

Resolver el acertijo


                        Diseño Tanci
                       (Tinta y acuarela sobre papel) 

A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver.

                             (Milan Kundera)

sábado, 18 de julio de 2020

Tinta verde



Se tomó el café después de haber almorzado de manera copiosa. Era su rutina habitual después de comer. Recoger y sacudir las miguitas de pan del mantel a cuadros verdes y blancos en tela de vichy, doblarlo, limpiar el hule con un paño humedecido, mientras que oía la radio sin querer levantarse de la silla para pasar al salón… Concentrada en la audición  con los nuevos datos, tomó un bolígrafo de cuerpo rechoncho, nada esbelto, mitad plateado y mitad blanco entre sus manos. Era éste un bolígrafo parecido a los primeros y antiguos usados por ella en sus tiempos de escuela. Si por un casual eras poseedor de uno de éstos, eras rico.  Estaba cargado, a su vez, con cuatro minas o compartimentos de distintos colores en su interior; rojo, negro, azul y verde. Por fuera y en la parte superior del cuerpo, cuatro botoncillos plásticos de esos mismos colores, podían darte acceso a elegir el color que deseabas, siempre y cuando bajaras ese botón hasta el tope para que, de esa manera, asomara la punta de la mina elegida por el extremo inferior. “¡Menudo un mecanismo!” Pensó, acariciando el bolígrafo entre sus manos. Se entretuvo jugando con él, mirándolo y, al instante, de manera  mecánica y espontánea, hurgó dentro de un pequeño cestito de finas cañas entramadas que estaba a un lado de la mesa de la cocina, donde guardaba algún recorte de recetas, unos caramelos variados, o algún prospecto de cualquier medicamento que, en su momento hubiera tomado. Halló un cartoncillo rectangular de color blanco que estaba aparcado en el fondo del cesto, le dio la vuelta y leyó: “Equisania Relax”, infusión de plantas tradicionalmente utilizadas para ayudar a relajar en estados de tensión y estrés pasajero y favoreciendo a la vez el reposo nocturno. Agradable sabor a limón, tila, pasiflora, hierbaluisa, espino blanco, melisa y valeriana. “Mm, no está mal, ni me acordaba que esto estuviera rodando por aquí, después de tanto tiempo”. Se dijo. Le dio la vuelta al cartón  y vio que estaba completamente libre e intentó escribir el título del libro que, en ese preciso momento, recomendaban por la radio y del que oía su crítica a la vez que su reseña. Escribió el nombre con tinta azul, pulsando el botoncito correspondiente a la elección de este color. Una vez escrito el título, volvió a observar el bolígrafo y se retrotrajo de nuevo a su infancia cuando tuvo uno similar en apariencia y con los mismos colores. Fue una adquisición memorable. Un regalo de cumpleaños hizo que ese tesoro cayera en su haber y hoy volvió a juguetear con los botones de la misma manera que lo hiciera en su infancia. Eligió esta vez el color negro y apoyando la mina sobre el cartón, rayó persistentemente de un lado a otro intentando que saliera la tinta…no lo logró. Siguió rayando con más fuerza y energía hasta que empezaron a asomar leves rayones de color negro intermitentes para poco después seguir con líneas continuas. Lo mismo hizo con el rojo dando el mismo resultado. Pero al intentarlo con el verde, no podía entender que no corriera con la misma suerte, pese a que los rayones firmes e insistentes se tornaron en círculos cada vez más profundos y precisos, haciendo levantar pequeñas lascas de papel. No lo logró. Por más que lo intentara. “El verde sigue siendo el color esperanza”. Pensó. 
De repente y de un arrebato se levantó y de dirigió hasta la cocinilla de gas, encendió el fuego pequeño y arrimó el bolígrafo cercano a la llama, insuflándole el calor que se desprendía,  hasta que empezó a  oler a plástico sollamado. Cesó en este intento y volvió a la tarea de intentar rayar el cartón que sirviera de experimento… y… ¡Sí! Esta vez consiguió el trazo ovalado y continuo de línea verde. Sonrió levemente por el logro. Esta mina  larguirucha, flexible y, aparentemente, medio endeble, necesitó esa mano de aliento y calor que hiciera suavizar y, de paso, animar el flujo de su cometido.


domingo, 5 de julio de 2020

La tanquilla y la bañadera de zinc


                                                  Fotos Tanci


La piscina de mi infancia era la tanquilla de lavar la ropa. Tenía forma alargada y estaba hecha de mampostería con arena traída del barranco del pueblo limítrofe y de cemento. Quedaba a la altura de la cintura de la gente mayor. Dos grandes y pesadas piedras molineras casi rectangulares componían la parte inclinada donde se batían y estrujaban sábanas blancas y las  mantas de rayas de algodón y las piezas que componían nuestra vestimenta así como la de los adultos. ¡Qué arte tenía la abuela para restregar cada una de las piezas después de haberles pasado varias veces  con la pastilla de jabón entreverado azul y blanco! Parecía que la abuela, con aquella pastilla, acariciaba cada prenda repasándola varias veces, tanto por un lado como por el otro; con rapidez y no con falta de  energía, impregnando y dejando  pequeños restos o lascas  de jabón sobre la ropa. Una vez colocada la pastilla a un lado de la tanquilla y sobre un pequeño soporte de madera hecho artesanalmente, estrujaba la prenda con una mano y con las dos, varias veces, torciéndola y retorciéndola sobre las piedras de ojos huecos de las que nunca salía un lamento… 
Era un espectáculo ver el movimiento de sus manos al unísono con el jabón y la prenda  entre sus dedos y  sus caderas meneándose con un delicado y rítmico vaivén a modo de danza, similar a la de los elegantes danzones caribeños.
Al final ese baile terminaba cuando la abuela cogía por un extremo la ropa que ya había sido estrujada y la atizaba contra la piedra grisácea que se tornaba de un gris mucho más oscuro y brillante al estar en contacto con el agua. Me sorprendía al ver que la ropa nunca se quejaba como lo hubiera hecho yo si hubiera alcanzado unos buenos azotes; más bien el sonido que salía era una suerte  de chapoteo musical con secos y sonoros tonos de percusión.
Eliminar el jabón y la espuma de la pieza en el agua que había sido renovada para tal efecto, era el antepenúltimo paso de esa tarea doméstica. Había  que retorcerla quitándole el exceso de agua después de haber sido enjuagada, al tiempo que la abuela la sacudía en el aire intentando que parte de sus arrugas desaparecieran. La ropa limpia y olorosa  pasaba, después,  al barreño de zinc que descansaba  paciente sobre el piso empedrado. 
Cuando la abuela había terminado la colada ese día, se cargaba el barreño a la cabeza y lo llevaba hasta la era próxima que distaba unos cien metros más o menos de la pila de lavar. Allí, en la era, se improvisaba una tendedera con dos horquetas de brezo que, a modo de rogativa, extendían sus dedos hacia el cielo. De extremo a extremo de cada horqueta se colocaba una liña amarrada y bien tensada y que, vista desde el aire, hubiera sido una secante perfecta sobre esa circunferencia. El tendedero era de quita y pon ya que llegando la época de la trilla en el verano, había que ingeniar otros monturrios de piedras donde fijarlo. Las pequeñas piezas de ropa  se depositaban sobre las varas  de viña secas que estaban amontonadas en un rincón cercano a la era. No hacían falta pinzas ya que quedaban trabadas entre los pequeños palos delgados y cruzados entre sí.
Sabíamos, mis hermanos y yo, que una vez la abuela terminaba, podíamos nadar libremente en la piscina alargada de esquinas romas y batirnos en competición, con chapoteos de pies y manos, imitando el estilo de crol y braza desafiándonos a ver quien llegaba primero… El de mariposa ni lo conocíamos.
Las mariposas, para nosotros, no iban más allá  de las que día tras día revoloteaban alrededor de los huertos que rodeaban la casa de la abuela.  Seguíamos con nuestra mirada el aleteo nervioso de estos frágiles insectos. Nos atraían sus colores y la perfección de su simetría. Mientras, ellas, seguían su curso saltando de flor en flor o de col en col.  

lunes, 29 de junio de 2020

Mitad de la vida


                                                                  Foto Tanci


Mitad de la vida

Porque las mañanas son rápidas y su sol quebrado
porque el mediodía
en su desnudo fulgor rodea la tierra.
La casa compone una por una sus sombras
la casa prepara la tarde
frutos y canciones se multiplican
desnuda y aguda
la dulzura de la vida.

(Sophia de Mello Breyner Andresen)

viernes, 5 de junio de 2020

Aquellas canalizaciones de agua


                                                   
                                                                           (Lavaderos en San Juan de la Rambla)


La atarjea que pasaba por detrás de la casa granja de mis abuelos llevaba agua dos veces por semana. Aquella madeja cristalina y cantarina corría suelta y loca y a toda velocidad por los laterales de algunos caminos y veredas llenas de berros y hierbas frescas que, espontáneas, crecían al paso del agua desde la boca de la galería en que se abría a una hora determinada, hasta llegar a las huertas donde debía emplearse para el riego de hortalizas, verduras y árboles frutales. Su recorrido acababa cuando se finalizaban los minutos que habían sido pactados y contratados entre el canalero y el dueño del terreno.  A mis ojos aquello era pura magia. El agua salía a borbotones de un lugar inimaginable, rodando  a través de largas y serpenteantes canalizaciones hechas unas veces, según tramos, de bloques seccionados de tosca blanca pegados unos tras otros, y otras, aplicando piedra y barro o argamasa en distintas partes del recorrido haciendo que el agua no se desbordara en ningún punto. Nunca supe, por aquel entonces, ni  de dónde provenía el agua ni quién la enviaba. Estaba más preocupada en el juego y la experimentación que  en otra cosa.
Podía mojar mis manos menudas, casi libremente, a la vez que quedaban rugosas y blancas después de tanto tiempo jugando con ella.
 Una modalidad de juegos entre mis hermanos y yo era  la de los barcos. Mis hermanos se colocaban al inicio de una parte de la atarjea que estaba abierta hacia el exterior, y depositaban un trozo de tronco o un  corcho de pino que flotando se dejaba llevar por la corriente. Algunas veces era un boñigo que estando seco y fibroso flotaba de mejor manera. En el otro extremo estaba yo, cuyo objetivo era el de, simplemente, hacer parar el barco que venía lanzado a toda velocidad. Así intercambiábamos los papeles de barco práctico arriba y atraque de barco de cabotaje abajo, según conveniencia y arreglo entre hermanos, pero siempre permaneciendo expectante a que el barco apareciera en el otro extremo de la construcción canalizada para poderlo atajar. Era un logro saber que llegaría, pero no podíamos calcular ni los segundos, ni la velocidad, y tampoco podíamos divisarlo en su recorrido ya que había una parte de aquella atarjea que permanecía tapada por el paso del camino que hacía de entrada hasta la casa.
 A mi hermana, unos años mayor que yo, le gustaba más emplear los boñigos porque al flotar y deslizarse más rápido sabía ella, con mayor experiencia que yo, que al llegar a puerto podían escurrírseme entre los dedos y no atraparlos… Cuando me oía chillar en lamento, bajaba  victoriosa a ver qué había pasado. Por mi parte yo le daba explicaciones de que el agua iba tan rápido que no había podido pillarlo. Y tranquila ella, me convencía de que la siguiente vez podría, pero a sabiendas de que emplearía un trozo de palo o madero más pesado que el anterior. ¡Y cierto! Ahí estaban mis dedos, casi engarrotados del frío del agua y después de tanto tiempo de hacerlos permanecer en ella, cogiendo el nuevo y flamante navío que después de atravesar ríos o mares llegaba sin ningún problema.
Mi hermano, al que desde siempre le gustaba experimentar, cogía una piedra pesada y gruesa y la depositaba en medio de la atarjea con el único objetivo de ver crecer el agua a la llegada del obstáculo saltando fuera de su canalización encharcándose él y encharcándonos nosotras que observábamos a su lado la  total y absoluta decisión de obstaculizar el recorrido. Cuando veía que aquello de desbordaba en cuestión de segundos quitaba la piedra de inmediato y ahí continuaba el agua circulando libre a través del canal. Teníamos bien aprendido y grabado a fuego lo del ahorro del agua y, pese a nuestros juegos infantiles, poca fue la cantidad que se derramó en el intento de obstaculizar la atarjea.
Al toque de llamada para merendar se terminaba el arribo y atraque de los barcos, pero intuíamos que llegaría la consabida regañina por parte de la abuela que sabía que esa noche y en la cama habría concierto en tos mayor dependiendo de la fortaleza de nuestros pulmones. No sé por qué de los míos salían melodías que parecían agazapadas y con sonidos de tuba y que durarían mucho más tiempo que la de mis hermanos. Cuestión de genética y fortaleza.

                                                                        Fotos Tanci