viernes, 25 de diciembre de 2020

Arbolitos


                                                                                                                      

                                                                                                                    Foto Tanci





En la espesura

las flores del verode.

Llegó el invierno.

sábado, 19 de diciembre de 2020

El convido


                                                                                                                   Foto Tanci


Sólo tenía cincuenta o cincuenta y cinco años y aparentaba una mujer vieja o yo, con mis pocos años, así lo percibía. Porque se era vieja cuando las mujeres vestían de luto. Envuelta en ropa oscura de la cabeza a los pies. Pañuelo para tapar la cabeza,  blusa, falda, medias de punto grueso… y sobre la blusa y la falda negras como la noche oscura del alma, y sirviendo  como contraste, un delantal al que se le permitía ser  canelo para aliviar el riguroso luto. Pero en mi interior yo sabía que ella no era vieja por su temperamento y porque siempre nos regalaba una sonrisa picarona y estaba dispuesta a aceptar ciertas travesuras de sus nietos que le causaban asombro y alegría.

Mi abuela me llevaba cogida de la mano, cálida y tierna, hasta llegar a la tienda de Fefa. Un local grande, de paredes altas, pintadas de blanco, recubiertas de estanterías y vitrinas de cristal llenas de prendas y mercancía. Paños para la cocina, cogederos para los calderos, manteles, sábanas blancas, mantas, rollos de telas de un único color y estampadas con diseños discretos de florecitas o de rayas, ropa interior de mujer y caballero, pañuelos de mano y para la cabeza… El orden era lo de menos porque su dueña sabía perfectamente el lugar de cada cosa que se le pidiera, aunque cada cosa no estuviera en su lugar.


-Fefa, dame media docena de paños de cocina de algodón.

-Tengo unos preciosos que me llegaron nuevos.

Y allá iba Fefa a abrir un enorme paquete de papel canelo de estraza para mostrar el artículo. ¡Y sí que eran bonitos! Me llamaba la atención sus diseños, todos ellos cargados de frutas de intensos colores o bien signados con  animalitos delicados como pájaros, tiernos cervatillos, florecillas o  formas geométricas; todos ellos sobre un fondo de felpa normalmente de color  blanco.

Tras los paños de cocina, venían las sábanas también blancas a las que se les aplicaría de manera artesanal y cosida a mano una  tira bordada con diminutas florecillas. Ese era el embozo que quedaría decorado y personalizado.  ¡Y mantas! Que no falten las mantas, cálidas, suaves, esponjosas y por supuesto blancas, impolutamente blancas, de cuatro, cinco o seis rayas. Venían en sus correspondientes bolsas de papel fino transparente nada cercano todavía al plástico. Por fuera de la bolsa y adherida a ella venía la figura de un gato medio recostado y mostrando su panza reluciente.

-Toque, toque Doña Constanza, son de buena calidad y calentitas que da gusto.

-Dame tres de un cuerpo que el invierno es largo y  ya sabemos que… mantas, paños y bragas nunca son muchas.

- Hablando de bragas, ponme media docena de las altas de algodón también, y otra media docena de las modernas para mi hija.

Y allá iba Fefa danzando de esquina a esquina del local y siendo dueña de su propio negocio. Buscando aquí y encontrando allá la mercancía solicitada formando una especie de torre de prendas sobre el mostrador de madera oscura y  cristal. A través de él se veían collares plásticos, monederos, zarcillos de enganche con modelo tropical, medias, calcetines… y todo lo habido y por haber.

Sin perder detalle a todo este movimiento, me quedaba casi sin pestañear, hasta que me empezaba a desesperar porque ir a aquella tienda no era solo ir a conseguir y comprar los artículos necesarios, sino que se alargaba la compra entablando una conversación que yo veía improductiva  empleando demasiado tiempo. También es verdad que en esos momentos yo dejaba de ser el centro de atención… -¿Ha tenido noticias de su gente de Venezuela? ¿Cómo están todos? ¿Cómo les va?

-Parece que este invierno lo vamos a tener bien pasado por agua… el pasado sí que lo tuvimos bastante seco. Y así pregunta tras pregunta y respuesta tras respuesta que me llegaban a poner de mal humor.

¿Pero qué tanto tenían ellas qué hablar? ¿Y qué tanta conversación pegando la hebra? Mientras, la dueña de la tienda iba formando un gran paquete envuelto con aquel papel canelo y fuerte, haciendo un dobladillo por cada extremo. Para una mayor seguridad en el transporte le colocaba alrededor un hilo de cordón apretado, finalizado con un doble lazo. Aquel paquete de grandes dimensiones y bien afianzado lo llevaría mi abuela a la cabeza sobre un rodillo de tela.

Yo era feliz cuando ya nos despedíamos. Pero una vez subida la carga a la cabeza, Fefa, con un ligero grito le pidió a mi abuela que volviera para atrás.

-Doña Constanza, espere, espere un momento.

 Mi abuela retrocedió apenas unos pasos y esperó mientras  aquella mujer sacaba de debajo del mostrador unos tres o cuatro pañuelitos tersos, bien planchados y bordados a punto cruz diminuto, o bien signados, a veces pintados, y se los regalaba a mi abuela poniéndoselos dentro de uno de los  bolsillos de aquel delantal canelo que le llegaba por debajo de las rodillas. Tanto mi abuela como Fefa se congraciaban con una sonrisa benevolente y agradecida; la una porque sabía lo buena vendedora que era y la otra por haberle realizado una nada desechable compra y para que volviera.

- “Nunca la mañas pierda”.

- Ahí tiene el convido, Doña Constanza. Mis ojos no daban crédito ante aquel regalo que Fefa le ofrecía a mi abuela antes de que se fuera. Eso y el sonoro beso que nos estampaba a las dos hacían que mi enfurruñamiento desapareciera tras esperar estoicamente a la larga compra acompañada de una larga conversación. Fefa me agarraba la cara con las dos manos como para que no me escapara y me daba un beso en cada cachete y que yo sentía sincero y cariñoso.

Una vez en la carretera,  la mano cálida y  trabajada de mi abuela volvía a apretar la mía dirigiéndome y dirigiéndonos a paso lento hacia la casa familiar para volver caminando por aquellas veredas recortadas de magarzas, tréboles y ortigas que nos picaban nada más pasarle la mano o rozarnos las piernas. Y entre medio escuché de labios de mi abuela y como para sí misma decir: ¡Qué buena negociante es Fefa!