martes, 31 de mayo de 2022

Casa de la claridad






.                                                           Fotos Tanci



La casa sola sobre el mar,
dentro del mar, por fuera.
Vivir en ella, toda
la luz enfrente verla
caer en la mañana honda,
la luz arriba clamorosa
un bosque desleído.
Adentrarme por ella.
Infinito ramo de luz
ilumine la casa sola
dentro del mar, lámpara
celeste, ramo que prenda
fuego a todo, incendie
la oscuridad del día,
la claridad del día,
hombre de pie en el mar,
la tierra mansamente
allá en el exterior
de la casa oceánica,
celeste casa sola.


                                 (Manuel Padorno) 

martes, 24 de mayo de 2022

A mi corazón el domingo


.                                                                        Foto Tanci




A MI CORAZÓN EL DOMINGO

Gracias te doy, corazón mío,
por no quejarte, por ir y venir
sin premios, sin halagos,
por diligencia innata.
Tienes setenta merecimientos por minuto.
Cada una de tus sístoles
es como empujar una barca
hacia alta mar
en un viaje alrededor del mundo.
Gracias te doy, corazón mío,
porque una y otra vez
me extraes del todo,
y sigo separada hasta en el sueño.
Cuidas de que no me sueñe al vuelo,
y hasta el extremo de un vuelo
para el que no se necesitan alas.
Gracias te doy, corazón mío,
por haberme despertado de nuevo,
y aunque es domingo,
día de descanso,
bajo mis costillas
continúa el movimiento de un día laboral.

De «Mil alegrías —Un encanto—», 1967

WISLAWA SZYMBORSKA (Prowent, actual Kórnik, 2 de julio de 1923 – Cracovia, 1 de febrero de 2012)

miércoles, 4 de mayo de 2022

La cruz de la casa del Lomo Blanco


 


                                                  Fotos Tanci


Cada vez que aquella niña flaca, desgarbada y de pelo ensortijado miraba desde el patio empedrado de la casa hacia el pequeño corredor de tablas de tea, veía en lo alto la cruz de madera, colgada en la parte exterior de aquel balcón rematado por tejas árabes. Siempre estuvo allí acompañada de una lata mediana desteñida, vacía y ferrugienta de lo que fue, en su momento, el recipiente destinado a la fruta en almíbar, paladeado, casi exclusivamente, por algún habitante de la casa que se encontraba destemplado, alguien con fiebre, malo del estómago o simplemente inapetente. El caso es que esas latas de fruta en almíbar no abundaban en demasía y cuando se compraban para paliar  tal indisposición, acto seguido se les daba un uso práctico, porque se convertían en recipientes de distintos tamaños para sembrar alguna planta que luego se adosaría a la pared lateral de  piedra y barro de la cocina de leña. Pero también, en uso privilegiado, servían de jarrón de las flores de la cruz del corredor el 3 de mayo, Día de la Cruz.  Siempre la veía allí, colocada y atada con un cordón de pita y un rústico lazo en la parte inferior de la cruz,  haciendo las veces de jarrón.

Desde lo alto de aquel corredor se podían divisar los naranjos, el limonero, los robustos ciruelos, el almendrero, los duraznos despuntando, los nísperos de oro, jugosos… y el lagar, permanente, firme y destacado. También se veían las hortalizas, como las lechugas, tomateras y zanahorias que, conjuntamente con los bubangos y coles, venían creciendo con fuerza  formando  parte de un indescriptible paisaje bucólico. Recrear la vista era recrear el olfato, porque aquellos productos de la huerta formarían parte de suculentos caldos, potajes, guisos y compuestos de sabores y olores que han quedado impresos en su memoria.

Para el Día de la Cruz era fácil hacer acopio de  distintas flores y hojas verdes que embellecían aquella humilde cruz. Al lado de la atarjea que pasaba justo a la vera del camino que llevaba a la casa, estaban las orejas de burro. Detrás del poyo donde se descansaba a la fresca después de terminar las tareas agrícolas, estaban las helechas, frondosas y espigadas. Un poco más allá, adentrándose en las huertas y pegados a las paredes de piedra, colgaban los verodes de color verdoso y morados. Si se hacía necesario proporcionar a todo este enrame un toque de color, se completaba con los geranios rojos, blancos y rosados que crecían en los laterales de las huertas más próximas a la casa. También se podía contar con la mata de las chicharacas salvajes que, con sus pequeñas flores de  tonalidad morada, salpicaban aquel elaborado ramo de motas incandescentes.

Nunca supo por qué en casi todas las casas y en el exterior de estas, o en los cruces de caminos, o a las entradas de las veredas que llevaban hasta la casa más escondida, había plantada una cruz que era respetada por todos. Lo cierto es que cada año se las engalanaba con los más finos y delicados enrames de plantas y flores. Alguna vez oyó cuentos de labios de los más antiguos del lugar, que aseguraban que esas cruces servían para protección de los hogares y para espantar a alguna bruja a la que se le ocurriera aparecer por los alrededores de las casas o caminos.

El origen, pues,  se pierde en la noche de los tiempos. Pero lo que está meridianamente claro es que el manejo de la selección de la feraz naturaleza, variada en formas y colores, era la mayor muestra de la sensibilidad y gusto de los moradores de aquellos pagos alrededor del ritual anual. Era una forma espontánea y creativa de declarar la pasión por la vida y las costumbres. Era, al fin y al cabo, una  manera hermosa e inocente de mantener un mínimo de ilusión. Hoy permanece esa costumbre en grandes y chicos que se recrean con ella, y es la mejor manera de percibir que algo intangible nos une: la tradición y el cariño de los que en su día estuvieron y que hoy, por continuidad, afecto y herencia, seguimos manteniendo.