sábado, 26 de mayo de 2018

Correcaminos



                                                                                                                                       Diseño Tanci 








Este gallito
me hace sonreir.
Es muy veloz. 

sábado, 19 de mayo de 2018

Frío

                                                         Foto Tanci



Abrigadita.
La casa tiene frío
Aguja y punto. 
                                                

martes, 1 de mayo de 2018

De fajinas, pinocho y crin




                                                                                                                         Foto Tanci


          

La primera tortícolis que recuerdo haber tenido sería cuando yo contaba con 7 u 8 años. Mi hermana y yo saltábamos en una de las dos camas de madera tallada que mi padre había encargado a un carpintero. El somier de ambas camas era metálico formando hexaedros unidos unos con otros y que nos hacía recordar a las celdillas de las abejas para depositar la miel. Esta estructura metálica la hacía flexible y elástica una vez que se cubría con el colchón de muelles hecho de alambre, hierro, tela y algodón. A su vez se amoldaba al cuerpo hasta que por el continuo uso aparecían los alambres a través de la tela acolchada en la que estaba envuelta la estructura del mismo colchón. Entonces había que pensar en comprar uno nuevo.

Pero en casa de la abuela había otro tipo de colchones. Colchones hechos a mano. Yo los recuerdo de una tela color perla gruesa y firme llamada de muselina. Se confeccionaba con varios lienzos de tela unidos unos a otros hasta formar una gran bolsa del tamaño del catre. En medio de esa gran bolsa se dejaba una abertura algo similar a las braguetas de los calzoncillos de los hombres que se cerraba con cintas que se unían entre sí con nudo y lazo como cuando uno se acordona los zapatos. El asunto era lograr que esa abertura pudiera cerrarse o abrirse a conveniencia. En el momento de hacer el relleno del colchón allí estaba yo fisgoneando  los movimientos  de las manos de mi abuela y de mi tía. Me mandaban a traer poquito a poco las hojas secas que recubría la piña de millo y que estaban colocadas sobre una manta limpia debajo del cobertizo. Una vez seca la fajina,  se rajaba en tiras muy finitas de tal manera que se adaptarían mejor a la bolsa del colchón y no molestara tanto a la hora del descanso. Esta tarea requería habilidad en los dedos, cosa que yo no tenía dada mi corta edad, pero estaba diestra para cargar la fajina desde el patio hasta la habitación.

También se rellenaban estos colchones de pinocho, siendo la hoja del pino canario y que, de forma natural, cae al suelo cuando se seca. Era menester recoger este pinocho para su uso de las primeras hojas que caían al suelo ya que era más fino y más suave y de esta manera no traspasaba la bolsa que los protegería.

Por último recuerdo también el relleno llamado crin, de fibra también natural y que provenía de las crines de caballos y yeguas. Éste se vendía a granel y al peso en las ventas de abastos.

Una vez acompañé a mi abuela, cogida de su mano, a casa de una vecina que vivía mucho más alejada del lugar donde se concentraban las casas. En el momento en que llegamos, la dueña estaba justamente aireando su colchón, pero éste no era de la misma tela de los que yo había visto en la casa de mi abuela. Aquel colchón era de tela de arpillera color canelo oscuro  y adornada con unas rayas anchas azules a lo largo de cada unión. En aquel momento fui consciente que era la misma clase de tela gruesa, tosca y áspera de los sacos de 100 kilos que se usaban en las casas de labranza para el acarreto de papas, hierba o el mismo estiércol que se depositaría en los terrenos para su abono. Allí y cogida de la mano de mi abuela, pude entender bajo mi mirada infantil que la economía de aquella casa no le podía permitirse usar colchones elaborados con tela de muselina color perla. O bien de aquella otra tela de color gris claro adornada también con listas azules.

Las fibras vegetales que rellenaban aquellos colchones iban bajando de grosor a medida que se hacía uso del mismo.

Pero había una faena especialmente atractiva y lúdica a mis ojos. Era el proceso de estofado y oreo del colchón, de tal manera, que tanto el olor como la humedad desapareciera al tiempo que volviera la gran bolsa a coger una muy singular forma abombada y, si se quiere, mullida.

Esperaba yo a que me mandaran a por la escoba ya que había de hacerse a mano utilizando esta para hacer llegar a las cuatro esquinas la materia del relleno ya que con los simples brazos no era posible distribuirlo. Por eso también otras veces me mandaban a traer una horqueta de brezo de mayor largo que el cabo de la escoba. Partiendo de ahí se vestía la cama. Una manta que recubría todo el colchón a modo de forro. Sobre ésta una sábana blanca y fina de algodón. Y luego sobre ella otra sábana blanca generalmente adornada con algún bordado hecho a mano o bien tira bordada comprada  hecha. Luego vendrían las mantas de lana.

Pero antes de vestirlas se nos daba permiso a los niños para que saltáramos encima de la cama a fin de equilibrar y distribuir  la fajina y el pinocho en todo el colchón.

Ahora puedo entender de donde provenía la costumbre mía y de mi hermana de saltar sobre las camas, bajo pena de ser castigadas dado que los nuevos colchones, los de las camas de madera y no los de  los catres, no eran colchones de pinocho, ni de fajina, ni de crin. Eran los nuevos colchones de muelles. Mejor diversión no había para un niño que la de saltar alegre e inocentemente y sin miedo alguno sobre una cama. Aquella tortícolis que se me produjo por semejante jugueteo, me duró meses. Todavía restalla un poco cuando el frío hace su aparición.