sábado, 11 de diciembre de 2021

Pescaderas

.                                                                                                                    Diseño Tanci


¡Doña Constanza! ¡doña Constaanza! ¡doña Constanzaaaa!, gritaba cha Domitila como a unos  cincuenta o cien metros antes de alcanzar la casa granja de labor. Y aquella mujer abnegada, fuerte y ligera con la cesta cuadrilonga hecha de caña a la cabeza, descargaba su carga sobre unas piedras que rodeaban a la era que estaba justo al lado de la casa familiar. Doña Constanza, al oír el llamado de cha Domitila, salía presta al encuentro, secándose las manos en el delantal que siempre llevaba como atuendo. ¡Ande, Doña Constanza, déjese un kilito! Le aconsejaba cha Domitila a sabiendas de que lo que le ofrecía era un producto de calidad superior.

 

¿Qué lleva hoy,  Domitila? Así que,  Domitila, apartando el musgo que cubría el pescado que estaba bien colocado en la cesta  dijo: pues hoy traigo chicharros, bogas y fulas y no están demasiado chicos… y los acariciaba con ternura con sus manos huesudas y rojas como si de prendas de gran valor se tratara y como si le costara desprenderse de ellos. Y a la luz del sol se veían platear aquellos pequeños pejes tersos y brillantes. Al lado de ellos, y arrimadito a una esquina de la cesta, cha Domitila tenía también un frasco de cristal transparente lleno de lapas en vinagre y salmuera que había cocinado la noche anterior.


¡Ande, déjese un kilito, Doña Constanza! ¡Mire qué fresquito está el pescado, lo trajo ayer al mediodía mi marido que salió con la barca desde los claros del día! Y Doña Constanza, a la que tanto le gustaba el pescado, siempre le dejaba no sólo un kilito sino hasta dos o más.


¿No deja lapas? Éstas están recién cogidas de “antier” por mi hijo el mayor que se metió a remover las piedras para que le salieran más grandes.


A doña Constanza no le hacían mucha gracia las lapas y si se echaba a la boca un par de ellas, ya no comía más. Y estaba con esas dos lapas al remuelo dentro de la boca hasta que conseguía amorosarlas mascándolas una y otra vez hasta que por fin conseguía tragárselas. Pero al resto de los de la casa sí que les gustaba, sobre todo a la hija pequeña, por lo que doña Constanza accedía y dejaba unas buenas pocas también para los demás. El peso al ojo, y cha Domitila las iba sacando con una cuchara  del bote y depositándolas en un  lebrillo menudo de color amarillo con unas hojas verdes pintadas, hasta que doña Constanza le decía que parara.


Estas mujeres fueron, desde mi punto de vista, unas de las primeras mujeres emancipadas para la época en que les tocó vivir. Desde muy jóvenes se echaban a recorrer caminos y veredas con su carga a la cabeza que normalmente era de 25 a 30 kilos aproximadamente.


Subían desde la costa de Santo Domingo en La Guancha, hasta llegar a las medianías pregonando su mercancía. ¡Pescado! ¡Pescadooo! ¡Pescado frescooo! ¡Al pescado frescoooo!


Los maridos practicaban una pesca artesanal y ellas colaboraban con la venta del pescado para llevar algo más de sustento a la casa.


Alguna vez existía entre la vendedora y la compradora el trueque. Pescado por papitas, pescado por frutas, pescado por bubango o calabaza, pescado por higos pasados, castañas o almendras. Así, la bajada de estas mujeres marchantas y barqueras no era más ligera ya que su cesta volvía llena de regreso a casa.


Tenían habilidad y limpieza en la colocación del pescado en la cesta barquera. En el fondo de ella ponían unas hojas anchas de platanera bien limpitas y lavadas, encima colocaban los musgos frescos recién sacados de la mar y sobre ellos ponían el pescado haciendo tandas distintas según la clase de pescados que vendían ese día…pejes verdes desconfiados, escurridizos gueldes, alguna morena traicionera pero sonriente. Sobre ellos y para cubrirlos bien, otra camada de musgos fresquitos y sobre esos musgos y como protección total de la cesta, un paño grueso de algodón o tela de arpillera que tapaba toda la cesta, asomando las puntas por las asas de la cesta. El pescado llegaba absolutamente fresco a su destino.


Ni viento ni sol ni lluvia ni frío ni inclemencia alguna hacían parar a estas mujeres cuyo trabajo era tanto fuera de su casa como dentro de ella. Toda su prole esperaba a que llegara para disponer las tareas del hogar, aunque casi siempre una hija, la mayor normalmente, ayudaba en estos menesteres.


Nunca se vieron a estas mujeres valerosas y aperreadas apocarse ante el clima o las dificultades de ese tiempo de desigualdades sociales. Al contrario defendían sus garbanzos con la dignidad y el arrojo que toda emprendedora, como se las denomina hoy en día, desarrollaría. Ellas fueron, no solo mujeres independientes que recorrieron casi todos los caseríos y barrios de las zonas altas de la isla, sino también desafiaron a los estereotipos aceptados de: “la mujer en casa y con la pata quebrada”. Esto no iba con ellas.


Ellas y sus familias fueron supervivientes de un tiempo en que por ser pasado, nunca fue mejor.

martes, 30 de noviembre de 2021

Utillaje ( soga, gancho, pala y sacho)

Lo que más me gustaba, a la hora de escachar las uvas en tiempo de vendimia, era cuando mi abuelo me levantaba en brazos después de descalzarme y me metía dentro de la tina grande que estaba repleta de racimos de uvas ¡Estaba tan llena que llegaban hasta tocar la viga de pino que atravesaba de extremo a extremo el lagar! Me resultaba extraño enterrarme allí, sentía mis pies, mis piernas y mis brazos pegajosos, pero veía cómo los hombres se metían y pisaban sin ningún pudor ni repudio. Se trataba, sin más, de pisar esa fruta tan fina y delicada para que soltara su jugo. Mi abuela siempre me decía que con la fruta y las cosas de comer no se juega ni se tira al suelo. Sin embargo, pese a que en esta ocasión sí estaba permitido o tal vez por eso mismo, se asemejaba a un juego propiciado por los adultos en el que se afanaban en conseguir un reto entre todos y no tanto en ganar. Allí estaban varios hombres con sus pantalones de color caqui, beige o canelo arremangados por arriba de las rodillas, descalzos, ensartados en una danza casi interminable de sube y baja, entra y sale, salta y pisa, estruja por aquí, zapatea por allá. Probablemente cuando mi abuelo, alzándome en volandas por mis delgados brazos, me metía dentro de la tina del lagar, la mayoría de aquellas uvas, estaban ya medio escachadas, porque de no haber sido así, me hubieran llegado hasta el cuello toda vez que a los hombres les subía por encima de sus rodillas.

Allí dentro y sabiéndome protegida y querida por todos los peones y allegados, aprendí que pisar uvas no sólo estaba autorizado, sino que además para los que llevaban a cabo la faena, era una fiesta grande, participando desde el primer momento y desde primeras horas del día en la recogida de la uva, pasando por el acarreto para llevarlas hasta el lagar, pisarla y exprimirla, para luego llevar el sabroso líquido en los pequeños barriles hasta la bodega dando varios viajes hasta llenar de mosto las barricas de doscientos o quinientos litros preparadas y limpias. Yo me ponía a tiro para colaborar en la medida de lo posible y entre juego y juego: lleva este paño y este cuchillo hasta el lagar, o vete y trae los vasos sucios para enjuagarlos.
Las conversaciones de los adultos se colaban en mis oídos intentando definir y entender el significado de cada una de sus expresiones:
“Parece que este año lo tenemos mejor que el pasado, D. Vicente”, le decía Pedro, el hombre de confianza de mi abuelo. “La uva está granada y tiene un color amarillito como dorado, está bien madura” contestaba mi abuelo satisfecho ante tal apreciación. “Sí, la cogimos en su momento, si dejamos pasar una semana más, la uva se hubiera reventado por la lluvia…”
“Pues si el mosto hierve a su debido tiempo y no se duerme a la mitad del fermentado, este año saborearemos un estupendo vino”, decía otro allegado que contribuía afanado en la tarea de la vendimia.
Así y todo, el proceso siempre era el mismo cada año, viniera la uva buena, no tan buena e incluso con mala cosecha. Sólo que cuando los racimos no maduraban todo en su conjunto y al mismo tiempo, había que desechar las uvas verdes y podridas para no mezclarlas con las maduras. Las verdes se hacían en otro pisado. Ese era el verdillo.
Mientras tanto el sacho, la pala y el gancho debidamente lavados y colocados sobre uno de los gruesos muros de la tina grande o bien en una de las esquinas del cuadrilátero, estaban preparados para su uso.
Para mí, aquellas herramientas suponían que una primera parte de la vendimia ya se había efectuado. Había que pasar entonces a la ejecución de la torta que se formaría justo debajo de la viga y en el mismo medio de la tina, juntando todos los bagazos y los racimos ya despalillados y elevando la torta hasta completarla en su totalidad. Entonces se pasaba a desenrollar la soga, la gruesa soga. Me maravillaba ver aquel tamaño de cuerda porque donde único lo había visto con semejante grosor y tan largo era en los lagares. Las otras sogas, las de hacer jaces de hierba, de leña, de pinocho o para la carga de cestos en las bestias, eran muchísimo más delgadas y no tan largas.
Al desenrollar esta soga había que limpiarla de telas de araña, pequeños bichillos que habían hecho del entramado de la cuerda su hogar, de alguna suciedad que se hubiera depositado en los recovecos de la soga, así como amorosarla con las manos mediante el lavado con agua limpia extendiéndola poco a poco. De esta manera era como si la soga, que permanecía colocada sobre la viga durante un año, se desentumeciera, se desperezara y estuviera presta para participar en su tarea.
Las manos de un solo hombre no podían manejarla y era necesario que dos o tres hombres se ayudaran para meterla a camino, una vez que todos los bagazos del suelo se hubieran reunido con el sacho y recogidos con la pala para amontonarlos sobre la gran torta. El truco estaba en ir arropando y apretando la torta con esta soga, haciéndola en el centro y desde su base en el piso, dándole vueltas sobre sí misma y en bucle hasta llegar a la parte superior. Ahí el trozo de cuerda que quedara libre se enterraba en medio de la torta. Así la soga venía siendo como un traje protector en forma de espiral hasta culminar aquella torre cilíndrica de uvas despellejadas y estrujadas. Por eso había que colocarla bien sin dejar resquicio alguno entre vuelta y vuelta para que una vez bajada la viga sobre la torta, le cayera todo el peso junto con el de la piedra. No, no era fácil manejar aquellos 15 o 20 metros de soga gorda del grueso del cabo de un sacho o tal vez más. Aquí la labor colaborativa era imprescindible y nadie se negaba a echar una mano o a arrimar el hombro en el momento en que se requería y era necesario.
Cuando la torta había sido prensada yo veía caer suavemente el líquido que rodaba como finos hilillos dorados y brillantes a través de la enrollada soga y bajaban hasta el suelo de la tina grande para llegar hasta la tina pequeña pasando por el caño que las comunicaba. Aquellos pequeños borbotones de líquido se abrían paso a través de los estrechos resquicios que dejaba la soga. Ese era el momento en que se probaba de nuevo el mosto y más que nada se daba a probar a los niños que tenían un paladar mucho más dulce y sensible. Recuerdo el sabor fino, suave, delicado y aterciopelado del jugo como jamás había probado. Tal vez el denominado “Néctar de los Dioses”, empezaba desde ese momento a hacerle justicia a este mosto, incluso sin fermentar, sabiendo que para la obtención del vino tan apreciado, todavía eran necesarios varios pasos más.
Había pues que hacer una segunda torta más reducida que la anterior. Pero para esto había que volver a desenrollar la soga, deshacer la torta que había quedado apretada como una barra de gofio amasado y esparcir con el gancho, con las manos y con el sacho, todo aquel apelotonamiento por el suelo de la tina ya que esta vez había que despojarla de los esqueletos de los racimos de uvas y dejar solo las pieles y alguna que otra pepita entre los bagazos. El proceso sería idéntico que el previo. Por eso yo aprovechaba entonces para ir a jugar con mis hermanos en los alrededores del lagar.
Pero viendo cómo los hombres hacían y deshacían ambas tortas, podía calcular como entre la primera y la última realizada, se iba reduciendo el tamaño por un lado y la cantidad de líquido que salía en forma de hilillos en la última era ínfima. Pero supe que todo aquel esfuerzo contribuiría a exprimir al máximo los racimos de uva con tal de sacarle la última gota de jugo.
Pese a mi corta edad, pude comprender, viendo el proceso, cómo se pasaba de una gran cantidad de uvas a unos orujos mínimos aplastados y servibles solo posteriormente como compost yendo a parar a la pequeña montaña de estiércol que estaba preparada, no muy lejos de allí, formándose para beneficiar al terreno. Algo así como el santuario de coches de desguace preparados hoy en día para ser aplastados y transformados en un amasijo cúbico de hierros para ser reciclados. Solo que de este amasijo de hierros y una vez aplastados por las máquinas, no se verán salir aquellos finos y brillantes hilillos de néctar que tanto me atraían y que una vez transformado daría el mejor vino elaborado artesanalmente. Cosas de los nuevos tiempos de desguace y material acumulado inservible.
 
 
 

 

 

 









martes, 16 de noviembre de 2021

Camuflaje

 

                                                                               Foto Tanci




          El ajimez.
        Mirar y no ser visto.
          Un gran invento.

domingo, 31 de octubre de 2021

Tras la mata de coral

 

                                                                                                    Foto: Pedro Delgado


Jimena lo maneja todo. Tanto quiere manejar y tanto aprende queriendo participar, que en un momento de descuido en que los mayores preparaban el almuerzo, descubrió las pequeñas sillitas inestables de tijera tipo camping que estaban escondidas detrás del mueble alacena. Rápidamente se hizo con dos de ellas sin decir nada a nadie. Es cierto que, por su tamaño y estructura, podía perfectamente asirlas y acarrearlas sin esfuerzo ni peligro alguno. Cuando ya las tenía agarradas entre sus manitas para sacarlas al patio, su madre la pilló y, peleándole porque no había pedido permiso, le indicó que las colocara donde mismo las encontró. Pero ella, llorando, insistía tercamente en sacar las sillitas. Sólo quería usarlas tal y cómo había aprendido la única vez que se sentó en ellas.
Una vez y sólo una vez, esas dos sillitas sirvieron para avistar pájaros a escondidas para luego seguir vigilándolos durante un pequeño periodo de tiempo.
Jimena había aprendido que se utilizaban, y tal vez sin pensar en otro uso, para espiar a los pájaros detrás de unos matojos, y que aquellos alegres cantores iban y venían revoloteando al comedero dónde había una cierta cantidad de mixtura de alpiste y otras semillas.
No muy lejos del comedero había también un bebedero con agua muy limpia donde las aves, felices, cantaban, piaban y gorjeaban en absoluta libertad. Y Jimena ya lo sabía y lo había experimentado. Pero su madre no se acordaba. Cuando la madre descubrió la finalidad por la que ella quería sacar aquellas sillitas al exterior, y bajo la explicación a media voz y entre llantos entrecortados de la niña, no pudo más que ceder atónita ante la rotunda decisión de la niña.
Y allí, en el patio de cemento, sentadas detrás de un macetón cargado de una preciosa mata de coral, Jimena tranquila y sin llanto a mi lado y, mientras me susurraba al oído y en voz bajita, escondiéndose detrás de las estilizadas y frondosas ramas: ¡mida, mida, allí hay uno que vino volando y oto que ya está comiendo! El mayor gozo, en ese preciso momento, era ver a los pájaros hacer una fiesta entre el comedero y el baño. Sí, porque no muy lejos del comedero habían unas pequeñas piscinitas que se elaboraron sobre un canalón metálico para el riego. Allí los pájaros se bañaban y se sacudían con alegría y firmeza. Nos parecía estar ante una danza clásica salpicados por el agua que batían entre sus alas.
Jimena me repetía con su corto vocabulario: “escóndete pada que no te vean y no se asusten y se vayan…” Mientras yo sonriendo y casi empurrada agachaba la cabeza como podía con mi dolor de cervicales, haciéndole caso a su sugerencia ya aprendida.
Por un instante, y desviando la atención del movimiento nervioso de las aves, Jimena fue consciente de que su cara estaba pegada detrás de aquellas florecillas blancas y rosadas del coral, y pidió permiso bajando su voz para quitar con sus deditos dos ramilletes menudos para regalárselos a su mamá y a su abuela. Y lo hizo, cambiando por un rato su actividad.
Jimena siempre termina enterneciéndome porque consigue, con todo lo que va aprendiendo, ser una persona diáfana. Tal vez estas acciones me hacen volver a tener fe en el ser humano.
Jimena sólo tiene tres años y medio y ya es capaz de enseñar y recordar lo olvidado por muchos adultos.

lunes, 4 de octubre de 2021

Trazas y bichos

 

 

                                                                    Fotos Tanci ( Cosecha.Verano 2021)
 
 
 
Los veranos eran cálidos y alegres en aquella casa. Los destellos de colores entremezclados se filtraban a través de las hojas de los árboles cuando el sol empezaba a descender entre el olor penetrante a leña quemada al atardecer. El aroma de la vegetación tanto seca como verde o recién cortada, me embriagaba hasta quedarme quieta, casi extasiada, en cualquier rincón de las huertas o bajo cualquier peral o ciruelero.
Los domingos eran los días en que la abuela aprovechaba para llevar a cabo aquellos trabajos en los que se necesitaban más manos para ayudar en las tareas del campo: segar el trigo, trillar, recoger las piñas de millo, plantar o recoger papas, la vendimia…
Tras la dura faena, el mantel planchado a cuadros rojos y blancos se extendía sobre la mesa larga y sobre él se depositaban las papas bonitas arrugadas, el caldero grande con el pescado salado, el pan crujiente, la botella de vino para los adultos y la jarra de agua para los niños. Las papas eran seleccionadas: grandes, amasadas y con la piel de color canelo algo rojizo y llenas de ojitos enterrados por todo su cuerpo.
Después del almuerzo, los adultos seguían el trabajo, mientras que los niños nos afanábamos en nuestros juegos. Meternos en las huertas totalmente sembradas de millo era una auténtica odisea. Nada se nos prohibía. Había que tener cuidado, eso sí, con que las hojas verdes y fuertes del palote de millo nos llegaran a los ojos y nos penetraran. Muchas de ellas estaban abatidas por su largura y su peso, y pese a que los tallos eran muy altos y podían superar hasta los dos metros de altura, las hojas más cercanas al suelo nos llegaban a la cara, a los brazos y al cuello.
Cortaban por sus filos como si de un cuchillo o navaja se tratara. Aunque no recuerdo haberme cortado nunca, llegó a rozarme alguna vez y pude sentir aquella arista larga en la cara, en las manos, en un brazo y hasta en el cuello. No podíamos creer cómo una simple hoja vegetal cortara la piel de esa manera, así que, sin que nos vieran, probábamos entre nosotros para constatar si en verdad cortaban. Y sí, llegamos a notar aquel ligero escozor en nuestras manos y brazos.
La abuela nos advertía de que tuviéramos cuidado, pero nosotros nunca le decíamos que habíamos estado experimentando, pero ella, por algún extraño sortilegio, siempre lo sabía… Ahora soy consciente de cómo lo sabía. La mayor prueba de que habíamos estado retozando dentro de la plantación y que las hojas nos habían cortado, aunque levemente, eran las ganas irrefrenables de rascarnos los brazos al caer la tarde. Cuando nos metíamos en los surcos donde el millo se había elevado soberbio hasta el cielo, corríamos a lo largo, cerrábamos los ojos y a tientas nos guiábamos por el camellón dónde estaba plantado.
En los palotes que tenían altura considerable, por esa circunstancia, crecían hasta dos y tres piñas de millo, bien repletas de grano. Unas veces el millo salía de color colorado y otras veces era amarillo y había piñas en las que el grano salía mezclado y hasta matizado.
Cuando las barbas de la piña de millo estaban todavía tiernas y tenían un color amarillo clarito, brillante y casi transparente, y estaban aún endebles, era el momento de palpar la piña para saber si los granos ya estaban llenos. Y si era así, se arrancaba de un tajo para luego añadirla tierna al potaje, para cocinarlas con papas: peladas, arrugadas, partidas barqueras o trosquiladas… pero antes se quitaban los restos de trazas que, en todo caso, aparecieran entre los granos.
Sin salir del pie de las enaguas de mi abuela, veía con qué gran facilidad desfajinaba la piña de millo tierno para que quedara despojada de sus hojas. Y me la enseñaba blanca, colorada, amarilla y a veces con granos entreverados como aquellos dientes de oro que, en tiempos pretéritos, sustituían a las piezas naturales deterioradas.
Yo esperaba pacientemente el momento en que mi abuela encontrara el garachico dentro de alguna mazaroca y que, con la alegría que le caracterizaba, me lo pusiera delicadamente en una de mis manos indicándome que no me haría daño pero que no lo apretara entre mis dedos. Confiada absolutamente en su palabra, hacía lo que me decía, no sin un cierto temor ya que notaba cómo se retorcía con el sólo contacto de mis dedos. Aquello no era otra cosa que la crisálida que se forma en la piña de millo. A mí me parecía como una cápsula de medicamento pequeña de color canelo pero, en este caso, y a diferencia de las cápsulas de medicamento, ésta terminaba en pico coronado con un punto negro, mientras que el resto del cuerpo era más abombado y como si tuviera algunos pequeños anillos o michelines. Hallar ese diminuto y brillante estuche era como descubrir un pequeño tesoro. Si alguna vez daba la coincidencia de que no estaba cercana a mi abuela cuando ella lo encontraba, aunque si por los alrededores de la casa, bien que se encargaba de llamarme para depositármelo en el cuenco de la palma de mi mano.
Apretarlo suavemente y que el bicho empezara a moverse por la parte afilada, era como asistir de espectadora a una sesión de contorsionismo en cualquier circo de capital o de barrio, solo que a mí me parecía que se desarrollaba en el diminuto país de Gulliver. Cuando, superando el miedo al pequeño bicho, lo poníamos entre nuestros pequeños dedos, el asunto se reducía a formular una simple pregunta, a la espera de que el bicho nos diera su respuesta con signos o señales bastante notorias.
Garachico, garachico… ¿Dónde queda Puerto Rico? Pa,llí, pa,llí, pa,llí o ¿pa,llí? cómo si estuviéramos señalando cuatro esquinas de una habitación. Y el garachico al sentirse apenas apretado por nuestros dedos o simplemente por el calor que ellos desprendían, se balanceaba de un lado a otro retorciéndose sobre sí mismo hasta que paraba mediante una ligera inclinación por su parte picuda, señalando una dirección cualquiera. Y nosotros éramos simplemente felices porque el garachico contestaba siempre señalando a cualquier punto determinado, creyendo que nos hacía caso dentro de nuestro pensamiento infantil. Luego sigilosamente nos movíamos hacia la dirección en que terminaba de apuntar y fijábamos la vista para descubrir Puerto Rico…
Cuando fuimos un poco más mayores, aprendimos en la escuela los cuatro puntos cardinales y ya formulábamos incluso otro tipo de adivinanza o pregunta con mayor conocimiento, empleando el vocabulario de norte, sur, este y oeste. Y entonces nos creíamos que por esta razón el garachico sería más exacto en sus respuestas. Nos creíamos exploradores experimentados con aquella suerte de brújula encapsulada en nuestras manos. Aquella crisálida, regalo de mi abuela, fue el inicio de la habitual búsqueda, piña tras piña, en el desfajinado del millo cada verano en noches de terral y luna llena. Un tesoro escondido en algunas mazarocas de millo y que duró muchos años… tantos que, todavía cuando cae una piña de millo entre mis manos, inicio la búsqueda por ver si corro en suerte de encontrarlo… y entonces:
Garachico, garachico ¿ Pa´ dónde queda Puerto Rico?
Pa'l norte, pa'l sur, pa'l este o ¿pa'l oeste? Y esta vez sí, con propiedad.

Volcán

 

 

 


 

 

 

Brama el volcán

sepentea la lava

el mar la abraza

sábado, 18 de septiembre de 2021

Regalo



                                                                                                                                                                                                                            Fotos Tanci



 
 
Sol de septiembre
al bajar la ladera.
¡Vaya espectáculo!

sábado, 11 de septiembre de 2021

Una postal de verano de felicidad


 

" Cuesta mucho tiempo aprender a sonar como uno mismo" ( Miles Davis)


Esta pudo haber sido la penúltima foto de mi abuelo. Con su sempiterno sombrero, a la derecha de la foto, es una de las pocas en las que sale. Bondadoso y discreto, no solía querer fotografiarse. Siempre tenía algo que hacer. 


A la derecha mi abuela, que pasó de tener el pelo blanco (de rubia) a blanco (de canas), con los ojos más azules que jamás he visto. La inglesita, la llamaban. Es una de las pocas fotos en que viste de color, tantos lutos guardó: por padre, por madre, por hija, por marido, por sobrino, por hermano, hacía con frecuencia el recuento. 


Mi madre al lado, moderna y estilosa, con mi hermano, aún un bebé, en brazos. A su lado Pedro Vargas, que fue como un hijo supliendo a los hijos embarcados. 


Casi con entera seguridad era verano, porque los restos de paja de trigo o legumbres que quedan en la era no engañan, ni las caras de felicidad mía y de mi hermana tampoco. El verano era época de correrías, frutas, libertad, excursiones al montito del Lomo Blanco, juegos de agua en la cercana atarjea y ayuda al trabajo adulto, que asumimos con el placer del juego y del aprendizaje.

 

Mi tía Amalia aún no se ha ido a Venezuela, lo que hizo recién casada por poderes con mi tío Juan, boda en la que mi abuelo hizo de novio, y esa sería su última foto. A ambos lados de ella, mi hermana Tanci y yo. A mi lado, mi amiga Carmen Nieves Reyes y delante, mi amiga Susa. Debía ser un día laborable porque tiene una maleta de clase delante. Es un poco extraño, porque entonces mi madre debía estar en su negocio del Barrio de la Salud.


Detrás, la fronda de los perales, la hierba luisa y el romero. Los perales aún debían tener alguna fruta. Enredando, el Moro, aún cachorrillo, un perro trasplantado al Lomo Blanco desde el Barrio de la Salud.


(Texto Fidela Velázquez)


#honorygloria a esas generaciones gracias a quienes hoy somos lo que somos.

#graciasinfinitas


lunes, 23 de agosto de 2021

Vida

 

                                                                                                      Foto  Tanci



Crece el helecho

sobre un árbol cortado.

¿Un tronco seco?

jueves, 22 de julio de 2021

Cabello

 


                                                                                                                     Foto Tanci


Con las pantanas

elaboramos dulce.

Cabello de ángel .

domingo, 11 de julio de 2021

Tachos: guelfos y majalulos


La primera vez que tuvo contacto directo con aquel animal fue en una de las calles todavía sin asfaltar de su barrio.

Se escapó de su casa para verlo de cerca dos calles más abajo de su domicilio. Cuando lo tuvo en frente se pensó dos veces acercarse más de la cuenta a él, tal era su altura y su envergadura aunque deseara tocarlo y acariciarlo, sobre todo su cabeza que le parecía graciosa. Se le hacía amigable cuando lo miró directamente. También él clavó sus ojos en ella, y terminó tranquilizándola ya que le parecía que tuviera una mirada de expresión comprensiva. Daba la sensación de que su sonrisa era permanente, con su labio inferior ligeramente abatido pero lleno de pelitos que, por un momento, le recordaron a determinadas mujeres mayores en las que, por su edad, les va creciendo algunos pelillos rebeldes escondidos bajo su barbilla, pero con los que no hay rechazo alguno, si acaso ternura. También los tenía en sus mofletes. Movía su cabeza con parsimonia de un lado a otro como si de un balancín lateral se tratara pero en cámara lenta. La boca era grande, a su parecer, y los dientes enormes, mal colocados y amarillos. Se fijó también  en  los ojos  que eran alargados y peinaba unas pestañas más bien extensas y esto lo hacía más interesante aún, como no queriendo hacer migas con nadie mirándote de soslayo. Le llamaba la atención sus mandíbulas oscilantes sin dejar de rumiar continuamente aunque no lo vio comer  nunca…

De sus cortas orejas  empinadas le salían unos pelillos pero se veía que tenía un buen oído porque al menor ruido volteaba su cabeza para saber de qué se trataba. En su nariz tenía dos ranuras algo brillantes, como si estuvieran húmedas.

Cuando con largos y lentos pasos llegó tras su dueño a la entrada de la casa medio construida, portaba dos grandes cajones de madera, uno a cada lado de su cuerpo, de gran anchura y que tenía una compuerta por debajo atada con una  fina soga retorcida. Cuando el camellero tiraba de ambas  sogas, de repente se abrían las tapas de los dos cajones y bajaba una gran cantidad de arena que quedaba en dos grandes montones entre las cuatro patas musculosas del animal, a la vez que un polvillo fino se elevaba hasta perderse en el aire. El camellero no la dejó acercarse y le impuso, apenas con su mano, una especie de acotamiento imaginario por lo que entendió que de allí no se pasaba, intuyendo ella que algún peligro podría haber y mientras le decía… 

—Quita pa’llí que éste ya no se revira como un guelfo pero hoy no tiene buen día y está malhumorado y como siga obstinado te suelta un par de  patadas qué… y si le da, luego va y te escupe…

Cuando dijo lo de escupir,  debió notarse la expresión de sorpresa en su rostro porque no podía imaginarse un rumiante escupiendo como lo hacen las personas y menos que le llegara la escupitina a la distancia en la cual se encontraba… pero de nuevo el camellero se dirigió a ella para tranquilizarla y  acercándose agachado a su altura le dijo: 

   —Tú no te preocupes pero no te acerques mucho al majalulo que, si no lo molestas,  es un animal tranquilo y  casi siempre tiene buen humor— dijo el camellero—. Haciéndole saber  lo inteligentes que eran pero también lo impredecibles que podrían llegar a ser, llegado el caso.

Como demostración lo sacó de entre la arena recién depositada entre sus patas, y  dirigiéndolo hacia un  lado y haciendo un chasquido con su boca, de nuevo, al tiempo que tiraba de las bridas, le indicó que se sentara: 

¡Fuche! ¡Fuuche! ¡Fuuuuche!  ¡Qué te fuches te digo, tozudo!

Y aquella mole se inclinó primero doblando sus patas delanteras,  apoyando sus rodillas sobre el suelo, para dejar caer todo su cuerpo sobre las traseras, quedando sentado completamente.

Ella abrió, exageradamente, sus ojos color miel esbozando una sonrisa nerviosa que debió ser por la admiración de verlo en el suelo sentado,  llegándole al camellero el mensaje,  por lo que repentinamente la alzó en brazos y sin mediar palabra, la montó sobre la corcova del animal postrado… Mayor alegría no pudo haber habido para aquella niña que se imaginaba al trote por desiertos y dunas de arenas rubias y cambiantes al más puro estilo de Lawrence de Arabia…

—Acarícialo, tócalo, cógelo del pelo — le dijo, mientras no la soltaba de la mano para su mayor seguridad… Fue lo suficiente para que percibiera su pelo fuerte, grueso y de color castaño. Una vez que la bajó de su giba y lo hizo levantar  mediante un tirón de bridas musitando de nuevo  el chasquido de su boca, se dio cuenta  de que su cola se parecía a una soga como las que cerraban los dos cajones que portaba, aunque algo más gruesa y más larga.

Siempre se le quedó el interrogante de saber desde dónde acarreaban la arena por un lado, y de dónde provenía aquel camello que dio tantos viajes para hacer acopio de la  suficiente arena como para ejecutar una de tantas casas terreras que iban poblando aquel concurrido y popular barrio capitalino. 

Con el tiempo y en la escuela, aprendió que no era un camello propiamente dicho sino que a los de una sola joroba los llamaban dromedarios. Ese dromedario canario llamado “tacho” llegó a ser el animal más codiciado, símbolo de prosperidad y estatus social. Tan cercano y necesario entre los campesinos y que ha estado presente en los últimos siglos en las islas y en los campos canarios.

Igual que aquel que aparecía dibujado en la cartilla de lectura cuando aprendió sus primeras letras trabadas: DRO-ME-DA-RIO.

Pero ella prefería seguirlos llamando camellos, le era más cómodo y cercano ese vocablo

Y por si fuera poco, le gustaba que los tres Reyes Magos de Oriente cabalgaran sobre esos tres animales, lujosamente adornados con sus capas tejidas en seda y lino de distintos colores. Con una sola peta, le parecían a ella unos camellos más bellos, esbeltos y estéticos.



viernes, 9 de julio de 2021

Hojas






 Con solo una hoja

de la calabacera,

me hago un paraguas






miércoles, 30 de junio de 2021

Rosa rosae

 

                                                                              Foto Tanci

       


Sabe la rosa

que la lluvia es su amiga

sin condiciones.

sábado, 5 de junio de 2021

Día Mundial del Medio Ambiente

    
                                                Diseño Tanci



Un bien común: el agua. Compartida y sin despilfarramiento forma parte del ciclo vital. Día Mundial del Medio Ambiente.( Lavaderos en La Vera. San Juan de la Rambla.Tenerife.Islas Canarias)


Diseño Tanci.Óleo sobre bastidor.

domingo, 30 de mayo de 2021

Aromas








 
Exuberancia.
El olor a retama
lo impregna todo.







sábado, 1 de mayo de 2021

Alongada


                                                                      Foto Tanci 






Sin esperarla,
la florecilla malva
se elevó sola


domingo, 18 de abril de 2021

Nostalgia


                                                                                           (Diseño Tanci)

                                                                  (Óleo sobre lienzo en proceso)



 Nostalgia


Ahora estoy de regreso.

Llevé lo que la ola, para romperse, lleva

—sal, espuma y estruendo—,

y toqué con mis manos una criatura viva;

el silencio.

Heme aquí suspirando

como el que ama y se acuerda y está lejos.



(Rosario Castellanos)



miércoles, 14 de abril de 2021

Perchas al uso

 


                                                                                                                                        Foto Tanci

 

                                      

Mientras paseaba por aquella playa semiurbana de arena fina de origen volcánico  se le pasó por su cabeza si la misma monotonía y costumbres del lugar  continuarían después de tantos años. Se paró en la antesala de aquel espectacular e inabarcable océano  donde los deportes náuticos competían  haciendo piruetas entre las olas y contrastando los vivos colores de sus telas al vuelo con el azul intenso del cielo. A lo lejos parecían una cascada de confetis de colores bailando entre ellos.

Esta visión la espabiló junto  al viento estimulante  que acariciaba su rostro. Así se dejó llevar por sus pensamientos alejados  de la algarabía que había a su alrededor. Tal fue su ensimismamiento. Sigue siendo una playa para todas las edades, pensó. Puedes nadar, jugar con las olas, dejar que el sol bañe tu piel, caminar por la extensa playa o simplemente tenderte en la arena dorada, y sobre todo sentir esa desconexión. Por eso, y de forma instintiva, una vez alcanzada la playa, se descalzó y  enterró sus pies castigados en la arena mojada haciendo un hoyo con ellos, como si quisiera librar un combate de fuerza del que  tendría que salir victoriosa. Se sintió privilegiada. No solo no había monotonía sino que todo gesto, todo movimiento, toda acción rompía la rutina que tanto pavor le provocaba últimamente.

Ese excelente lugar  le estaba ofreciendo además el encuentro con su interior, esa lectura personal e intransferible que tú y solo tú puedes lograr aunque la niegues, aunque quieras escabullirte.

Entre tantos pensamientos decidió permanecer en la playa que lleva el nombre de “Leocadio Machado” y que está entre playa Grande y playa de La Tejita. Su nombre le viene dado por la inspiración que allí encontró, el que fuera profesor de Náutica y doctor en Derecho, para escribir su novela El loco de la playa, allá por el año 1925.

 

                                                                                          Foto Tanci

 

En esta playa existen pequeñas calas de arenas amarillas que permanecen amparadas por alerones abrigados de roca blanca tipo caliza. Los vientos alisios que azotan esta zona la mayor parte del año y principalmente en el verano, hacen que la gente busque la pequeña protección de estos rincones, casi vírgenes, para disfrutar de los beneficios del mar, del sol y del aire puro cargado de yodo y  de iones negativos.

En esos pequeños resorts y en un tramo de esta playa es posible desconectarse, respirar aire limpio y soñar. No cuesta nada. Tampoco soñar cuesta. No hace falta mucho; una mochila con la toalla, unas cholas  para caminar y el bañador que en esta zona es bienvenido ya que las calas nudistas están más alejadas y  a ambos extremos de esta playa. Una  de estas calas está en La Tejita y al pie del maravilloso cono volcánico de Montaña Roja. La otra está al lado del murallón de Montaña Pelada.

Pero esos recovecos protegidos con muretes esculpidos de manera natural por las propias mareas, resguardan a los bañistas no solo del implacable sol y del viento, sino que a su vez hacen de punto de encuentro social sin apenas proponérselo.

Tanto la mochila, como la toalla y las cholas, como un cesto con la merienda o un patinete de algún niño, tuvieron la necesidad de  permanecer colgados mientras sus propietarios se daban su baño tranquilamente. El cálculo de la subida de la marea en este entorno muchas veces no es previsible para cualquier neófito, y según el tiempo de permanencia en el mar podría ser que cuando regresaras, ni estuviera la toalla, ni la mochila, ni las cholas ni, como en este caso, cesto ni  patinete.  Es como si la marea lentamente los hubiera arrebatado de la arena donde habían quedado aparcados, arremolinándolos a su amaño y casi enterrándolos.

Así es que alguien, alguna vez, tuvo la feliz idea de llevar a una de esas calas un martillo y algunas alcayatas y clavó una  de ellas o varias en la pared de tosca blanca. El perchero fue improvisado y útil en un momento determinado. Sin embargo me quedo pensando quien más utilizará esas alcayatas en posteriores y repetidas veces, una vez pasado este primer uso. Y me da por pensar que no estuvo nada mal la idea  de poner en  práctica  este improvisado perchero  porque a partir de aquel momento, siguen las alcayatas clavadas en el farallón, nadie se ha atrevido a arrancarlas, lo cual prueba el uso funcional de los clavos y el respeto por alguien que se molestó y tuvo la feliz idea de colocar esas tachas para hacer comunal y público algo de lo que cualquier bañista puede beneficiarse. Y más allá de este simple gesto, me queda la esperanza y el optimismo de que muchas cosas, tal vez más de las que soy consciente, no están perdidas todavía, y es que compartir arena, playa, sol y alcayata no tiene precio, pero sí tiene el gran valor de la generosidad comunitaria.

 

 

 

 

 

 

viernes, 2 de abril de 2021

Hierro

 



Entre volcanes, tierra quemada, mar bravío, plataneras y thriller, "Hierro" me reactivó.

Tierra singular, amistosa, familiar y entregada a un respeto por sus costumbres y su medio ambiente que va más allá del conservadurismo y del ecologismo.

"Hierro" fue la idea original en la que muchas mujeres, o algunas, nos viéramos reflejadas en muchos aspectos  que se han venido trabajando y reivindicando desde mucho tiempo atrás, involucradas desde siempre en una filosofía de vida y construcción enérgica constante de  acción que está por encima del sistema. "Hierro" me conquistó.


( Diseño Tanci.Tinta y acuarela sobre papel)

viernes, 26 de marzo de 2021

Recuerdo

 

                                                                 Fotos Tanci                                                          

   



Noventa y dos hoy.

En el jarrón foniles.

Por tanto, gracias.

domingo, 21 de marzo de 2021

Primavera


                                                                                   Foto Tanci


 

Sola en el patio.

Cualquier día de marzo

tengo una flor. 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Hace cuarenta años

 

 


 

Aquel 23 de febrero de 1981 yo era muy joven. La experiencia la estaba ganando lentamente y sin prisas en la escuela de la vida.  La estaba adquiriendo en el día a día, pero empleándome bien a fondo en mi profesión.

¡Qué tiempos!


 Hacía poco que estaba trabajando en una escuela rural de un municipio del sur. Más concretamente en una escuela unitaria en un barrio de ese municipio. La población de aquel barrio y otros de distintos municipios del sur, crecía desmesuradamente. El aeropuerto del Sur, Reina Sofía, había sido estrenado apenas tres años antes de 1981.  Se avecinaban tiempos de mucho desarrollo y la construcción de apartamentos, locales comerciales e inmuebles iba ganando terreno y sentando las bases del boom del turismo que no tardaría en llegar. Muchas familias se trasladaron desde otras islas a vivir y a trabajar al sur de Tenerife y el número de alumnos crecía tan rápidamente que las escuelas unitarias no eran suficientes para dar cabida y acoger a todo el alumnado. Se duplicaron jornadas escolares. Jornada de mañana y la de tarde-noche. Se procedió a alquilar salones o locales apenas levantadas las cuatro paredes con dos huecos de ventanas, en los que por la noche se guardaba un camión, jeep o pequeña guagua del propietario del local, y por el día se colocaban los pupitres y las sillas ocupando todo el salón para impartir las clases y donde el olor a gasolina o petróleo permanecía impregnado, durante la jornada escolar, en el ambiente y en las paredes de cantos blancos del inmueble. Para cuando terminaba la  jornada de la escuela  por la tarde-noche, las sillas y pupitres debían ser retirados y colocados junto a las paredes y alrededor del garaje para que el dueño del local guardara su vehículo. Había permanentemente una gran mancha de aceite mezclado con gasolina en el suelo. Y así pasaron unos tres o cuatro años, día tras día, hasta que con la llegada de la democracia, se fueron construyendo los nuevos centros escolares. Mi aula-salón la componían 45 alumnos de entre 8 y 9 años. Este local-garaje no tenía servicios ni para la maestra ni para los alumnos, aunque ellos lo tenían más fácil que yo. A la hora de salir a hacer sus necesidades iban detrás de las pencas que rodeaban en gran extensión la escuela y allí podían, alegremente y como si de un juego se tratara, evacuar. Yo debía aguantarme hasta llegar a mi casa.


Aquel 23 de febrero de 1981, a mi me  pilló en el sur de la isla. Fueron mis primeros años de servicio como maestra interina. Concretamente en Arona. En un barrio llamado Cabo Blanco. Yo compraba a menudo una revista titulada Mundo Obrero donde se daba cuenta de las luchas, reuniones, asambleas, logros y no logros de trabajadores y asalariados. Tenía varios números coleccionados en la llamada “casa del maestro”  y que yo ocupaba como vivienda habitual. Esa tarde fui de visita a la casa de una compañera de trabajo. Era mayor que yo y con más experiencia en lo personal y en lo profesional. Fue la que me comunicó lo de las movilizaciones que ya se escuchaban a través de las ondas de la radio sobre las seis de la tarde. En su casa hablamos de lo que se oía y de lo que se estaba cocinando en Las Cortes,  así como en las calles de Valencia, Madrid y otras regiones que dudaban anexionarse a la tentativa de golpe de estado. Al tiempo que estábamos muy atentas  a las noticias a través de las ondas, valoramos y medimos lo que se nos venía encima y lo que podría llegar a pasar con esta delicada situación y las consecuencias de esta conspiración. La Constitución, carta fundamental de nuestro estado de derecho y de nuestras libertades, podría esfumarse en apenas un abrir y cerrar de ojos. Como docentes estaríamos en el punto de mira. Pensamos en las consecuencias que podría traernos si nos encontraran “revistas o documentos panfletarios" o de tipo izquierdoso en nuestros domicilios. Hablamos de los posibles registros en   los hogares y nos sentimos vulnerables dada la condición de enseñantes… Me entró miedo. Me despedí de esta compañera y corrí veloz hasta mi casa. Me encerré al tiempo que sintonicé la radio no muy alta.


No había móviles y tampoco tenía teléfono y la única cabina telefónica que se podía usar por la zona estaba a 3,5 km del barrio... eso, siempre y cuando no estuviera obstruida por alguna moneda que se quedaba atascada o bien alguien la hubiera dañado... En ese caso la siguiente más próxima que podíamos usar estaba en Los Cristianos, a 8 km de Cabo Blanco, barrio donde ejercía mi docencia. Esa noche no me atreví a salir para llamar a mis padres, pero en uno de los quemadores de la cocinilla blanca de tres fuegos que había sobre el poyo ardieron por un rato bien largo, varias revistas y periódicos que había coleccionado. El olor a papel quemado quedó en toda la casa, no fui capaz de abrir las ventanas no fuera que estuviera siendo espiada por alguno de mis vecinos.  Las cenizas iban siendo recogidas  con mano temblorosa y con mucho cuidado por mí, después de la calcinación panfletaria. Esa noche fue larga, amarga y  muy soledosa. Sin posibilidad de comunicación externa. La música de la radio y las pocas noticias claras que recibíamos a través de ella, hicieron que las horas fueran eternas.

Al día siguiente,  con el temor metido en la piel  ya que durante toda esa noche no me  separé de la radio, pude contactar con mi familia a través de la cabina telefónica que había en La Camella, barrio de Arona.

 No sé si en algún rincón de mi actual vivienda queda  como recuerdo alguna revista de las llamadas panfletarias de aquellas que coleccionaba, o alguna octavilla de las que recogía en la calle cuando se repartían a escondidas…

 Cuánto aconteció posteriormente ya se ha contado y publicado repetidas veces para no olvidar ese capítulo non grato de intento de golpe de estado. En aquellos momentos, y en un santiamén, pudimos perder la recién adquirida Constitución española de 1978, en la cual se propugnaba el pluralismo político basado en las libertades y derechos de igualdad y justicia social.