martes, 23 de abril de 2019

Pliegues

                       Foto Tanci



Un nuevo ocaso
esconde la cretona
de tu habitación 

sábado, 20 de abril de 2019

Ilusa

                                                        Foto Tanci




Llegar arriba. 
Tal vez a las estrellas. 
¿Es ilusión? 

miércoles, 17 de abril de 2019

Vidrieras



                                                                                                              Foto Tanci






¡Qué paradoja!
En el día del arte,
adiós vidrieras. 

martes, 9 de abril de 2019

Dependencia vital


                                                                                                                                       Foto Tanci


No puede esperar más de cinco días. La tengo más o menos controlada. A poco que yo falte aparecen los mismos síntomas. Siempre que llego a su lado es el mismo ritual con ella. Aunque la empape y deje correr el agua a borbotones por más tiempo, no hay manera de que se abastezca y que se mantenga erguida más allá de ese periodo.

Y si por un casual pasa ese periodo, soy yo la que llego angustiada a su lado. Con cierta culpabilidad y  diría que machacándome más de lo debido y hasta algo asustada por tenerme que enfrentar y no querer encontrar en ella un término funesto y radical. Nada más abrir las puertas voy corriendo en su busca con la mirada ansiosa y la veo desmadejada, alicaída como si de repente le hubiera dado un desmayo. O bien ha permanecido así aguantada más tiempo del que debiera a la espera del alimento de su salvación.

Allí, mirando hacia el suelo o casi llegando hasta él, se inclinan sus hojas grandes, robustas y algo circulares con una forma característica y que la denominan boinas vascas, dado su parecido con ellas. Pero a mí se me asemejan más a las vistosas sombrillas redondeadas de las geishas japonesas. Solo que éstas son más gruesas y de color verde botella, muy brillantes, trazadas a su vez con algunas venas discontinuas. Y aquellas son de múltiples colores y delicados dibujos  mezclados en su diseño sobre finas telas de seda.

Hoy me dio pena cuando llegué a su lado. Todas sus ramas estaban abatidas como cuando los soldados deambulan casi inertes a través de los campos de guerra, sin rumbo y a punto de rendirse.

Y por si hubiera sido poco, algún tipo de lagarta, caracol o babosa se había afincado entre su espesura. Imagino que entre sus tallos más ocultos donde la humedad es capaz de persistir. Pero es que cada una de sus hojas presentaba dentadas de distinto tamaño a modo de mordiscos, por lo que han quedado dañadas y casi como un colador de gruesos orificios.

Hoy, precisamente hoy, y tras haber pasado los escasos cinco días pertinentes, me di cuenta cuan dependiente ha sido de mí la capa de la reina en este invierno veraniego tras los siete, casi ocho largos años de mutua compañía.

                                                                



          












lunes, 1 de abril de 2019

La cesta de herramientas


                                                                                              
Las pequeñas herramientas de aquel capazo de esparto me hicieron arquitecta, aparejadora o mujer albañil. Sí, cada invierno fui una niña albañil. La lluvia caía a borbotones y rodaba calle abajo como un auténtico río embravecido. Las calles de mi barrio no estaban asfaltadas y esa corriente impetuosa arrastraba piedras, barro, fango, ramas y yerbas. En huecos o entullamientos por la fuerza del agua quedaba atrapado y finamente cernido un lodo viscoso, canelo y pegajoso. Nuestras manos infantiles lo cogían y quedaban casi indeleblemente manchadas de color marrón rojizo intenso. La lluvia era una fiesta para los niños de mi calle y el disgusto de nuestras madres, que luchaban infructuosamente para que no nos mancháramos ni termináramos mojados. Nosotros, al mínimo descuido, construíamos nuestras pequeñas obras arquitectónicas. Del mágico lodo salían presas y represas, hábilmente conectadas por pequeños cauces o atarjeas que, aprovechando el terreno inclinado, se llenaban como vasos comunicantes. La mayor, en la parte alta, se trancaba, quedando estanca, mediante una compuerta: una moldeada bolita de barro que pegábamos al agujero por dónde salía el agua hacia el estanque más bajo. Después ingeniábamos buques de carga y barcos de pasajeros con sus chimeneas: la cercanía del muelle nos daba suficientes modelos a imitar. La flamante cesta de herramientas de mi hermano me hizo sentir la mejor arquitecta del mundo. Para nuestros ojos de niños aquel tesoro lo tenía todo: plomada para equilibrar muros, cuchara para allanar paredes, un metro amarillo en zigzag, un nivel con su gotita en medio, un martillo, llana para superficies, escuadra para esquinas, un lápiz rojo de mina gruesa, un cincel plateado y papel cuadriculado para diseñar. Usábamos esas herramientas creyendo firmemente que éramos los mejores diseñadores de obras. Mi hermano siempre compartió juegos conmigo. Sin prejuicios, aceptaba que yo prefiriera sus juegos ingeniosos y activos, a los que me asignaban como niña. Habilidoso y creativo, juntos formamos un fantástico tándem de construcciones callejeras, porque yo no me quedaba atrás. Nuestros padres fomentaron ese espíritu libre y ocurrente, pese a la opresión de aquellos años.
Hoy mi hermano, eterno embellecedor de espacios, diseña casas y construcciones. Sin ser arquitecta, aparejadora o mujer albañil, yo adquirí esas destrezas y habilidades desde niña, lo que me permitió ser ingeniera y artesana, como maestra, propiciando personas mejores, más libres y con más oportunidades. Eso, como aquello, ha sido un privilegio vital.