viernes, 3 de noviembre de 2023

Agua


Exhausta, apoyó sus brazos sobre la rama en forma de y griega que sobresalía del tronco principal del árbol. Al mismo tiempo le parecía estar alongada sobre la barandilla de un balcón con vistas a una gran ciudad, oteando lo que ocurría por los alrededores, pero no era el caso.

Al frente divisaba una huerta alargada y seca, llena de malas hierbas, espinos y zarzas. A su izquierda, la parte trasera de la casa enjalbegada y a sus espaldas los restos de un antiguo horno medio derruido para fabricar tejas.

La rama flexible y sin embargo gruesa se balanceaba por el mero

apoyo de sus brazos, mientras que los frutos, colgando cada uno

de una especie de cordón verde, se movían a su aire, independientes, como si fueran aretes abombados de color verde.

La manguera a sus pies, y debidamente colocada en la poceta del árbol, seguía soltando agua a borbotones con un ligero ruido cristalino que rompía el silencio de la tarde, apenas interrumpido por el canto de algún mirlo escondido entre el follaje. Recordó cuando de niña había que ir a buscar el agua caminando hasta la fuente más próxima, y la más próxima estaba a unos 800 metros de distancia de la casa. Algunas décadas después algo tan cotidiano como llegar a la casa con el propósito de regar sus plantas le hizo volver a la fuente y a la niña que fue. Al abrir un primer grifo no salía ni gota, pese a eso, lo intentó en otro. Era evidente que había sido cortada el agua de abastecimiento. Pero pensó en su suerte, ya que tenía dos opciones distintas más para obtener el agua, además del agua corriente de la calle que era la que había sido cortada. ¿Qué solución le quedaba en aquel preciso momento? No había otra, abrir la llave de paso que conectaba con un estanque y del que podía abastecerse. Tendría que acarrearla en cubos que iría llenando desde las gruesas mangueras que permanecían abiertas y que regaban naranjos, ciruelos y perales. Y, desde allí, acarrearla hasta las flores que ocupaban un lugar aparte y más distanciado desde donde manaba el agua de las distintas mangueras. Tenía que apagar la sed de aquellos seres vivos. Así se dispuso y no lo pensó mucho, llenó un cubo tras otro, cargándolos y vaciándolos en cada una de las distintas macetas y jardineras.

Por segunda vez se le fue el pensamiento a su infancia en aquella casa, en la que no había grifo, ni agua corriente donde por el solo hecho de abrir la llave, como ahora es habitual, podía salir al menos un pequeño chorro de agua.

Pasó por su mente la talla de barro que su abuela llevaba a la cabeza desde la fuente hasta la casa, caminando por veredas ribeteadas de trebinas verdes con sus flores amarillas, dando varios viajes, hasta que el cansancio la paraba o tal vez porque la noche se le echaba encima. Con vestido negro y sobre éste un delantal canelo, cubierta con un pañuelo blanco y negro de tela de Vichy a cuadritos, atado con un nudo a la barbilla, caminaba diestra, con aquella talla a la cabeza. Era tan habilidosa que no derramaba ni una sola gota de agua con el balanceo de su caminar y pese a que el recipiente carecía de tapa. Tras llegar a la casa y bajar la talla desde su cabeza y depositarla en la destiladera de madera pintada de verde, que estaba en el patio central, tapaba el recipiente con un plato.

Nosotros íbamos a su vera, pasito a pasito, la acompañábamos y

la imitábamos con una pequeña lata vieja cuyo interior estaba lustroso y que, a modo de juego, llenábamos de agua para acarrearla también hasta la casa. Pensó que, pese a la escasez de agua en aquel entonces, nunca faltaron geranios, helechas o lluvias que daban belleza, colorido y aroma al lugar. Fue entonces cuando volvió de sus recuerdos mientras el aguacatero, que aparentaba más brillante y más vivo, se iba empapando del agua que seguía gorgoteando continuamente de la manguera.