viernes, 6 de octubre de 2023

Helechos




                               Fotos Tanci



Los helechos que crecen en la huerta de mi infancia tienen un olor permanente a monte, a tierra, a tardes veraniegas de improvisados serenos. Permanecen año tras año en los mismos lugares y no se ocultan nunca, nutriéndose de riegos espontáneos, pero reciben mejor los riegos continuos de la lluvia. Siguen ahí perennes, abanando con sus ramas humildes aprovechando cualquier brisa para lograr una danza no estudiada, esparciendo el olor y completando el bosquecillo de laurisilva de los alrededores.

Mi abuela le sacaba un buen rendimiento a estos helechos tan prácticos y apañados, sobre todo en época estival, cuando ciruelos y perales estaban cuajados de frutas jugosas, resaltonas y brillantes.

Mi abuela no dudaba en mandarme con un pequeño cuchillo a cortar unas cuantas ramas cada vez que tenía que acomodar la fruta en las cestas de caña. Las arropaba por dentro con los helechos quedando las cestas totalmente protegidas y mullidas como si de una tela se tratara. Aquellas cestas se colmaban y los helechos no sólo servían para mantener la fruta más fresca, sino que también servían de amortiguación. Recuerdo las manos de mi abuela depositando las ciruelas, de tal manera que nunca quedaban apretadas, y las iba colocando de dos en dos o de tres en tres, llenando los espacios hasta completar cada cesta. Apenas rozaba la fruta con sus dedos ágiles y amorosos, y parecía abrigarlas como si las acariciara. Ni si quiera el polvillo fino y natural adherido a ellas, y que las protege, desaparecía, tal era la delicadeza con que las manejaba. Cuando las cestas estaban completas, las tapaba también con varias ramas de helechos que apenas dejaban entrever de qué fruta se trataba.

Cuando veo los helechos en los laterales de alguna vereda húmeda, me viene el recuerdo vivo de  una recogida de papas junto a mi abuela. Se salía de la casa hacia los terrenos muy temprano. Mi abuela lo denominaba “salir a los claros del día”. Nunca fuimos niños perezosos para levantarnos a las 5,30h de la madrugada, tal vez el nerviosismo ante esa nueva experiencia no nos dejaba dormir. Pero esa era la hora aproximada en que se subía lentamente por un camino polvoriento y serpenteante hasta el lugar donde había que cavar las papas. Las bestias llevaban los aperos de labranza: sachos, azadas, cestos, sacos y demás utillaje para tal fin. Los adultos y los niños iban a pie, aunque había parte del camino en que nos subían a lomos de la yegua o de la burra que nos acompañaban a paso lento y sincronizado. Una vez en el terreno, justo cuando el amanecer clareaba muy levemente los campos, se empezaba con la faena de sacar las papas del interior de la tierra. Mi abuela era consciente del calor excesivo, de la madrugada y de la caminata que habíamos hecho, por ello, y en una pequeña vaguada parecida a un estrecho barranquillo, nos preparó una especie de cueva cuya cama estaba compuesta por muchos helechos superpuestos recién cortados, de tal manera que era una perfecta cama mullida. Cubrió el techo con algunas ramas más gruesas y más largas, tal era la altura de aquellos helechos de monte y que daban sombra a aquella oquedad improvisada. Para nosotros todo era juego y exploración con el consabido aprendizaje a cada paso que dábamos. Recuerdo que con la emoción de aquella nueva experiencia no tenía ganas de dormir, aunque sí de acostarme por el placer que suponía probar aquella cama fresca, olorosa y natural. Sin embargo, me acosté también por satisfacer la idea y voluntad de mi abuela que entendía que por ser pequeños no aguantábamos tanto como los mayores.

Todavía permanece en mi memoria la zona de huertas combinada con algún pino salteado así como frondosos helechos y zarzas, conjuntamente con brezos, reminiscencias de un paisaje que, en otros tiempos, pudo haber sido de fayal brezal.

Pensándolo bien, creo que nunca he disfrutado de un

descanso tan fresco, natural y con tanta fragancia como

aquel que gocé regocijada, y a la vez asombrada, por el

invento de una cama tipo cueva hecha de gajos de helechos.