sábado, 23 de mayo de 2020

Un ruido extraño


                                                                                                        Foto Tanci


                                    
Era una noche muy oscura. Ni luna llena, ni cuarto creciente ni menguante. Cuando está llena la luna, se ve de frente al rodear la casa. Su luz fría y diáfana baja por los brezos, las higueras y las zarzas y se queda un rato largo depositada en el patio empedrado. Durante ese tiempo se refleja en los tejados, los pasamanos, las barandas y las esquinas. El suelo liso y aplanado, de lajas agrisadas e irregulares, brilla ante la claridad y cualquier movimiento es perceptible bajo semejante diafanidad… una lagartija, un ratoncillo o incluso un conejo salvaje que, atrevido, se cuele a través de la valla y llegue hasta el patio.  Arriba, desde las rugosas láminas de cristal de la persiana de la pequeña ventana del baño, se podía otear todo ese panorama. Apenas una ligera brisa era suficiente para ver moverse cualquier rama.
Esa noche cenó las lentejas sobrantes del almuerzo acompañadas de tres lascas de queso blanco tierno y un trozo de pan que calentó en el tostador. Remató la cena con un yogur.  Nada frugal, pensó, pero dado que el frío invernal ya hacía acto de presencia, buscó entrar en calor e irse  a la cama de forma confortable.
Preparó el libro que leería ese fin de semana y revisó la llave encajada en la cerradura de la puerta de entrada. Dejaba la llave atravesada y perpendicular a la ranura de la cerradura. Se sintió segura, ya que siempre había oído que así era imposible abrirla con una ganzúa o un alambre desde fuera.  Todo correcto. Ya en la habitación principal se colocó su cálido pijama moteado y afelpado.  Encendió la lamparita que estaba enganchada en el cabezal de la cama antigua  de hierro y latón y abrió el libro por la página que había dejado marcada. No habían pasado ni cinco minutos, cuando de repente un chirrido corto y aflautado llegó hasta el fondo de la habitación. Se le erizó el vello del cuello y notó en la garganta el latido de su corazón acelerado.  Depositó a un lado el libro que tenía entre sus manos intentando no hacer ruido. Puso toda su atención y se  volvió a repetir ese sonido desconocido. Contó los segundos entre chirrido y chirrido. Se repetían con intervalos de 2 o 3 segundos. Se oía y luego, el silencio.  Se volvía a oír y, de nuevo, el silencio. Era  un chirrido lanzado con energía, como las señales  que se hacían los cuatreros de las películas del oeste de su infancia, para darse avisos unos a otros y a una determinada distancia. Sólo que éste era más agudo y similar al sonar de un submarino en inmersión. Todas esas imágenes de recuerdos pasaron por su cabeza en milésimas de segundos.  ¿Y si había alguien oculto entre las plantas ornamentales del patio? Tuvo el arrojo de llegar hasta el baño y encender la luz, de tal manera que si había alguien con mala fe en el exterior, supiera que la casa estaba habitada y bien habitada y que desde dentro también estaban espiándolo. Pero nada más encender la tenue luz del baño, el ruido estridente cesó. La apagó y miró a través de los cristales del ventanillo.  Esta vez observó a oscuras, pero nada. No vio ni sintió absolutamente nada. Nada de nada. Volvió a la habitación y se enredó entre las sábanas de franela y las mantas.   No habían pasado ni dos minutos cuando el chirrido volvió a oírse repetidamente y esta vez más cercano al baño. Con eco incluido. Era como si se hubiera desplazado al interior y sonara allí dentro. Pensó encerrarse con llave en su cuarto e ignorarlo pero… ¿y si se había colado lo quiera  que fuera en el interior de la vivienda? ¿Y si empezara, quienquiera que fuera, a romper los cristales uno a uno con el afán de entrar? No, no podía ignorarlo. ¡Qué raro! Nunca en su vida había oído este sonido nocturno tan estrepitoso como espectacular. No sabía qué hacer. Ahora retumbaba cerca, muy cerca del baño…casi dentro.  Para ese entonces, el miedo había invadido su cuerpo. Por su cabeza pasaron veinte mil imágenes conocidas y por conocer… No, no era el ulular de un búho. A ese estaba más que acostumbrada. A oírlo y hasta a verlo. Tampoco una coruja...
De pronto se le ocurrió una idea. ¿Y si buscaba en internet algo relacionado con chirriar de aves? ¿Canto de aves tal vez? ¿Sonido de aves? Sí, eso iba a hacer. Buscaría canto de aves nocturnas. Y dio con una página en la que se habían reproducido los distintos tipos de aves nocturnas. Mientras buscaba ansiosamente, el ruido no desaparecía, pero para ese entonces ya estaba entretenida indagando sobre su procedencia. De entre todas las muestras de sonido, empezó a escuchar cada uno de ellos. ¡Y ahí estaba!  Le saltó un animalito pequeño de tamaño, como de unos 20 centímetros, del tamaño de un mirlo aproximadamente, con plumaje parduzco y unos penachos sobresalientes a modo de orejillas y ojos amarillentos ¡Un autillo! ¡Era un autillo! Un animalillo poco común en las Islas Canarias pero muy habitual en Europa, la península Ibérica y Baleares. A los autillos les gustan las fincas con frutales donde se mimetizan perfectamente con los troncos de los árboles. Imposible de detectar, aún de día.  Y, ¿por qué estaba allí? Al parecer, los autillos sienten una enorme atracción por buscar almacenes o casas abandonadas o en desuso para pasar alguna temporada. El caso es que ni almacén, ni casa abandonada… eso sí, absolutamente oscura y rodeada de aparentes figuras dantescas por la noche. Nada más oír el cántico que se reproducía en la página encontrada y entender su procedencia, su adrenalina bajó a cero, el corazón dejó de latirle aceleradamente y pudo con tranquilidad acercarse hasta la vieja cocina a beber un vaso de agua. Esa noche pudo leer hasta las tres de la madrugada. Ningún otro ruido la atormentaría.  Todo permanecía en absoluto silencio. Tal vez el autillo se desplazó a otra casa con menor movimiento de luces. Y ahí, reconciliada con el diminuto animal, en aquella casona solitaria a mucha distancia de cualquier forma de vida, y perdido el miedo, se sorprendió añorando la efímera compañía del pequeño merodeador.

jueves, 21 de mayo de 2020

Experimento

           Foto Tanci         


No le doy tregua
al bicho del durazno. 
Los he embolsado. 



Foto Tanci

viernes, 8 de mayo de 2020

Mimo

                                    Foto Tanci




Ha florecido
el mimo de mi infancia. 
¡Cuánta añoranza!

sábado, 2 de mayo de 2020

El capirote


  Foto prestada por Isidro Felipe Acosta para este blog

Era muy fina la señora. Su tez de porcelana blanca delataba la belleza de alguien noble, por dentro y por fuera, con esa nobleza que parecía escapar de un cuadro antiguo. Rubia, portaba una trenza siempre bien tejida que sabía rematar enroscada en una especie de caracola sobre su nuca. Distintas trabas de diferentes colores con sus pasadores y horquillas variadas de nácar y pedrería, y en distintos momentos,  mantenían el cabello adornado casi permanentemente. Entre ellas,  había una especial a la que le tenía un cariño casi devoto; la de cuero  repujado, de color magenta y con finos dibujos y figuras simétricas. El porte de la señora era siempre exquisito. Parecía disponer de una paleta prodigiosa: usaba colores pastel que sabía combinar de forma efectiva con otros de tonalidades más chillonas. Y, sin embargo, cualquiera de ellos la hacían destacar.
Su caminar siempre fue brioso, con ademanes aristocráticos, herencia de la ciudad de procedencia. Nunca una palabra más alta que la otra. Nunca se le apreció un enfado, aunque, por lo justa que era, creo que no lo necesitó. Evitaba, eso sí, entrar en discusiones bizantinas que sabía perfectamente que no la llevarían a nada…  con lo que conseguía no colocar una arruga más sobre su rostro.
Después de una cierta edad acostumbraba, más a menudo, invitar a sus amigas a su casa, a quienes agasajaba con galletas de mantequilla inglesas, un queque recién horneado,  o un exquisito licor o mistela de ruda o café elaborados por sus manos.
Era muy fina la señora. Y lo seguirá siendo porque pone todo su esmero en mantener su atractivo. Por eso hace honor al refrán “el que tuvo, retuvo”. Por otro lado, su graciosa presencia desprende un halo especial de serenidad que es capaz de  comunicar a poco que mires a sus ojos. Ojos azules como los de mi abuela que sumergen al interlocutor en un mar en calma, de tranquilidad...
Se encargaba la señora, por mor de su graciosa belleza, de tener a su alrededor los más variados pretendientes: hombres bien parecidos y bohemios, hombres de bien y  solventes económicamente… Ya se ocuparía su padre, bigote en ristre, porte serio, rostro tocado con bombín, de dar o no el visto bueno al pretendiente que, la mayoría de veces, no coincidía con el gusto de la hija.
 Las calles por las que solía pasear la señora eran empinadas, de casi perfecto adoquinado, algo húmedas. Tenían un alumbrado tenue y ambarino, capaz de hacer desconfiar de la propia sombra de uno. La ciudad brillaba descontroladamente a los primeros rayos de sol que se hacían acompañar con las nubes de ida y vuelta. Eso hacía despertar y poner en marcha  a uno de los susodichos pretendientes, encaminando sus pasos hasta cualquier punto por el que paseara la señora para hacerse el coincidente. Su intención no era otra que la de entablar una tímida conversación con ella, a la vez que la agasajaba… Por cualquier esquina de la vetusta ciudad podía oírse  el trino de algún  pájaro capirote que, con su bello canto, hacía que cualquier persona volteara su cara a fin de poner mayor asunto a la procedencia de su gorjeo. Bello canto que, tanto de mañana como de tarde, acompaña el ritmo de la ciudad campesina pero a la vez señorial.  A  esas horas, estos bellos ejemplares aparecen por primavera dando sendos conciertos, por lo que el postor a pretendiente, sabiendo que la señora paseaba de tarde, desde la calle larga y ancha hasta la Plaza Mayor, llegó al acuerdo tácito con ella de imitar el canto de este pájaro para que supiera por dónde se encaminaba y así, de esta manera, poder encontrarse. Ella, por su parte, también respondía con las mismas notas.
¡Ambos tenían la misma consigna para el encuentro! Apenas cinco minutos bastaban para intercambiar unas pocas palabras, mientras sus corazones se movilizaban de manera apresurada... hasta que ella, cogida del brazo de una de las amigas de las que siempre iba acompañada, hacía el mismo trayecto de regreso a su casa.
El capirote mañanero con su inusitado canto intentó llevar hasta el altar a la  joven señora, pero otro pájaro de distinto pelaje se cruzó en el camino,  haciendo resonar, tal vez, su canto  más adentro de su corazón.
Hoy, al pasar de los años, aquel capirote de canto de ruiseñor, libre y algo bohemio se pasea por las ramas del limonero  que desprende olor a azahar y que a través de su ventana puede oír musitando el re, re, fa…la, re, re, como una llamada que quedó pendiente. Así lo cuenta la señora a las amigas, con el pálpito profundo y antiguo del recuerdo del amor primero, asegurando que la melodía que entona es la de antaño. ¿Cómo no creerla, si el ruiseñor es el único que puede atisbarse en la vetusta ciudad y, día a día, elige el viejo limonero para entonar su canto?

https://youtu.be/AtCQYvwXf8M