viernes, 5 de junio de 2020

Aquellas canalizaciones de agua


                                                   
                                                                           (Lavaderos en San Juan de la Rambla)


La atarjea que pasaba por detrás de la casa granja de mis abuelos llevaba agua dos veces por semana. Aquella madeja cristalina y cantarina corría suelta y loca y a toda velocidad por los laterales de algunos caminos y veredas llenas de berros y hierbas frescas que, espontáneas, crecían al paso del agua desde la boca de la galería en que se abría a una hora determinada, hasta llegar a las huertas donde debía emplearse para el riego de hortalizas, verduras y árboles frutales. Su recorrido acababa cuando se finalizaban los minutos que habían sido pactados y contratados entre el canalero y el dueño del terreno.  A mis ojos aquello era pura magia. El agua salía a borbotones de un lugar inimaginable, rodando  a través de largas y serpenteantes canalizaciones hechas unas veces, según tramos, de bloques seccionados de tosca blanca pegados unos tras otros, y otras, aplicando piedra y barro o argamasa en distintas partes del recorrido haciendo que el agua no se desbordara en ningún punto. Nunca supe, por aquel entonces, ni  de dónde provenía el agua ni quién la enviaba. Estaba más preocupada en el juego y la experimentación que  en otra cosa.
Podía mojar mis manos menudas, casi libremente, a la vez que quedaban rugosas y blancas después de tanto tiempo jugando con ella.
 Una modalidad de juegos entre mis hermanos y yo era  la de los barcos. Mis hermanos se colocaban al inicio de una parte de la atarjea que estaba abierta hacia el exterior, y depositaban un trozo de tronco o un  corcho de pino que flotando se dejaba llevar por la corriente. Algunas veces era un boñigo que estando seco y fibroso flotaba de mejor manera. En el otro extremo estaba yo, cuyo objetivo era el de, simplemente, hacer parar el barco que venía lanzado a toda velocidad. Así intercambiábamos los papeles de barco práctico arriba y atraque de barco de cabotaje abajo, según conveniencia y arreglo entre hermanos, pero siempre permaneciendo expectante a que el barco apareciera en el otro extremo de la construcción canalizada para poderlo atajar. Era un logro saber que llegaría, pero no podíamos calcular ni los segundos, ni la velocidad, y tampoco podíamos divisarlo en su recorrido ya que había una parte de aquella atarjea que permanecía tapada por el paso del camino que hacía de entrada hasta la casa.
 A mi hermana, unos años mayor que yo, le gustaba más emplear los boñigos porque al flotar y deslizarse más rápido sabía ella, con mayor experiencia que yo, que al llegar a puerto podían escurrírseme entre los dedos y no atraparlos… Cuando me oía chillar en lamento, bajaba  victoriosa a ver qué había pasado. Por mi parte yo le daba explicaciones de que el agua iba tan rápido que no había podido pillarlo. Y tranquila ella, me convencía de que la siguiente vez podría, pero a sabiendas de que emplearía un trozo de palo o madero más pesado que el anterior. ¡Y cierto! Ahí estaban mis dedos, casi engarrotados del frío del agua y después de tanto tiempo de hacerlos permanecer en ella, cogiendo el nuevo y flamante navío que después de atravesar ríos o mares llegaba sin ningún problema.
Mi hermano, al que desde siempre le gustaba experimentar, cogía una piedra pesada y gruesa y la depositaba en medio de la atarjea con el único objetivo de ver crecer el agua a la llegada del obstáculo saltando fuera de su canalización encharcándose él y encharcándonos nosotras que observábamos a su lado la  total y absoluta decisión de obstaculizar el recorrido. Cuando veía que aquello de desbordaba en cuestión de segundos quitaba la piedra de inmediato y ahí continuaba el agua circulando libre a través del canal. Teníamos bien aprendido y grabado a fuego lo del ahorro del agua y, pese a nuestros juegos infantiles, poca fue la cantidad que se derramó en el intento de obstaculizar la atarjea.
Al toque de llamada para merendar se terminaba el arribo y atraque de los barcos, pero intuíamos que llegaría la consabida regañina por parte de la abuela que sabía que esa noche y en la cama habría concierto en tos mayor dependiendo de la fortaleza de nuestros pulmones. No sé por qué de los míos salían melodías que parecían agazapadas y con sonidos de tuba y que durarían mucho más tiempo que la de mis hermanos. Cuestión de genética y fortaleza.

                                                                        Fotos Tanci










1 comentario:

Teresa dijo...

Bonitos recuerdos. Mi barco era un trozo de corcho. Besitos.