jueves, 26 de septiembre de 2019

Pimienta picona



                                                                                                                                  Foto Tanci


Mi padre era un auténtico sibarita. No en vano su signo del zodíaco se correspondía con el de Tauro que, por lo visto y según los estudiosos de la Astrología, además de poseer un gran sentido estético, son amantes de la buena comida y el buen yantar. Vamos, que se les puede conquistar a través del sentido del gusto.
Lo recuerdo, siendo yo una niña, sentado a la mesa familiar siempre ocupando la cabecera. Ese era el sitio que se le asignaba, por regla general, al cabeza de familia, mientras que la madre ocupaba la cabecera opuesta y los hijos ocupaban los asientos laterales. A mi madre, sin embargo, no le gustaba sentarse en el extremo opuesto, o sea, frente a él. Creo que se sentía más integrada en medio de nosotros y en un lateral.
Pero lo que más recuerdo de mi padre y sobre todo en los almuerzos, es su disfrute con la comida, cualquiera que fuese. Pasta, arroz amarillo, arroz a la cubana, unas buenas judías o lentejas compuestas con su correspondiente  trocito de costilla de cerdo para darle mayor sabor al guiso, potajes de verduras, pescado, conejo o cualquier tipo de carne en adobo o salmorejo… en definitiva, platillos caseros y simples. Mi padre no era malo de boca y degustaba, casi con frenesí, cualquier plato elaborado pasito a pasito al que se le hubiera puesto, en su elaboración, todo el amor que se precisa. Yo todavía no he vuelto a percibir ese gozo  en ninguna otra persona con la que he compartido  mesa y mantel.
Cuando había pescado fresco, unas buenas viejas o un buen sargo o un estupendo atún, el manjar era el disfrute perfecto para su paladar. Nada de fritos. El pescado era guisado o sancochado al natural, con un chorrito de aceite virgen extra de oliva, una cebolla mediana partida en dos pedazos, unos dientes de ajo y una ramita de perejil. El aroma inundaba la cocina. Olor a fresco, olor a mar… que se desprendía automáticamente, llenando todo el espacio, con su borboteo al hervir. O bien disfrutaba con el aroma del acostumbrado salmorejo o adobo con el que se aliñaba en la casa familiar la carne y el atún. Gustaba de acompañar cualquiera de estos platos con unas papas, guisadas también, de las llamadas meloneras. Se caracterizaban por ser papas cumplidas,  de un tamaño medio, de piel color canelo muy claro y con el extremo terminado en una especie de ojuelo de color rosado. En la casa familiar se guisaban al modo denominado "papas barqueras", esto es, partidas en forma de barca. Las papas meloneras eran especiales, y él las apreciaba por su excelencia.  Tenían la singularidad de que,  al término de su guiso,  y todavía en el caldero, se florecían todas como si alrededor de cada una de ellas y por todo el borde, tuvieran pequeñas florescencias  sobresalientes a modo de festón o  bodoque  de ganchillo de  color perla. Parecían esculturas que intentaban salirse de su propia piel. Algunas salían del caldero desmigajadas por completo, de las que apenas se podían aprovechar, salvo usando una cuchara. Esta exquisitez se caracterizaba por su sabor dulce y porque no caían pesadas al estómago. En la boca se deshacían como si fueran bombones de chocolate a punto de derretirse. Según la opinión de mi padre, esas papitas no eran pesadas al estómago porque eran harinosas cuando se disolvían en la boca por lo que eran de fácil digestión.
Mi padre siempre tenía a mano una pimienta picona verde de las pequeñas, tanto en verano como en invierno. Y se afanaba en cortarla en aros pequeños sobre el plato, cayendo algunos de esos aros casi diminutos sobre el pescado y otros sobre el líquido caliente de la cocción mezclado con el aceite y el vinagre. A partir de ahí salían los efluvios hasta su nariz… y a veces también hasta la mía que permanecía sentada a su lado. Aplastaba con su tenedor cada uno de los trocitos de pimienta cortados, a sabiendas de que era pimienta picona de la p… de la madre, intentando estrujar todo el picante. La remataba cortándola toda entera en su plato, solo dejando el rabillo y las granas que permanecían pegadas a él, apartadas sobre un platillo chico colocado aposta por mi madre sobre el mantel a cuadros verdes y blancos. A partir de ahí y paladeando su pescado, empezaban a salirle, en sienes y frente, unas gotitas que se iban transformando en  goterones de sudor y que le iban rodando cara abajo. Yo lo miraba apesadumbrada porque me parecía que no se lo estaba pasando muy bien… Mi madre interrumpía, suavemente, para indicarle si no estaba demasiado picona aquella pimienta. Ante la pregunta, él más se saboreaba. Para mi padre  nunca estaba muy picante, pese a que a veces le hacía llorar también. Yo seguía observándolo y no podía entender aquel disfrute de la comida cuando en realidad lo hacía llorar y en ocasiones  paraba para secarse aquellas gotas de sudor y también sus lágrimas.
El caso es que me vine a convencer a mi misma que nada malo le pasaría a mi padre, toda vez que daba cuenta por completo del pescado y del aliño, dejando el espinazo  absolutamente limpio, impoluto diría yo, así como cada una de las espinas que iba entresacando de en medio y colocándolas  a un lado de su plato. Llegando al término de su faena manifestaba su agrado con una sonrisa y con un simple: ¡qué bueno estaba todo y cuánto me supo! 
Ahora, al pasar de los años, me veo reflejada en el gesto de mi padre, al pedir pimienta picona en cualquier restaurante o casa de comida o guachinche que pise, cuando se trata de disfrutar de un buen pescado fresco o de playa. Lo que no he logrado todavía es que me bajen las gotas de sudor como le rodaban a él por su frente, sus mejillas y sus sienes. Todo se andará. Aunque eso sí, alguna lagrimilla sí que ha  querido asomarse al borde de mis párpados ante el mismo ritual gastronómico que practicaba mi padre. 


                                                                                                                                                                                                                       Foto Tanci



domingo, 22 de septiembre de 2019

Rescate

                                                                                                                                                                                                         Foto Tanci



"Salvar algo del tiempo en el que ya no estaremos nunca más"  
                                                                                                            (Annie Ernaux) 





viernes, 13 de septiembre de 2019

Potaje blanco o de fiebre


                     
                                                                                                                   Foto Tanci
                                                                                                                                                                                                    Foto Tanci

¡Qué ganas tengo de que llegue el otoño! ¡O el invierno! Que para los efectos igual da. Luego me quejaré igualmente del frío que nos mantiene ateridos y rogando, quizás, por los días de sol que tardarán en llegar, otra vez, cumpliendo su ciclo anual.

Con el verano proliferan frutas de todos los colores,  de todos los olores y sabores. Es la estación rica en tonalidades llamativas, de formas táctiles y jugosas, de olores que se perciben a distancia dejándote embelesada bajo cualquier árbol, bajo cualquier sombra. Y también el calor hace que las verduras aparezcan suculentas, plenas… mucho más si no les ha faltado la necesaria agua de riego. Indudablemente es el sol el que hace resurgir y mantener  a cualquier ser vivo. Lo estimula. Y las plantas, hortalizas y verduras no son ajenas a este milagro de crecimiento y desarrollo vital. Y da la sensación que con el cambio climático hay un cierto desvarío en los días veraniegos. No, no me estoy quejando del sol, ni del calor, ni tan siquiera de esos días en que no se mueve nada; ni una brizna de hierba. Ni la palmera más alta hace amagos de tambalearse, apenas un poco, como queriendo hacer alguna reverencia a nuestros pies…

Pero si que espero, con deseo, ese cambio estacional que hace que pensemos incluso en otras comidas de elaboración más casera y no tan rápida. Yo diría que  más hogareña, más lenta… Y yo lo soy en ambos aspectos. Por eso, en cuanto olfatee ese airecillo fresco que poco a poco va llegando por las tardes, y en cuanto éstas vayan siendo más cortas, me pondré a la faena y haré  ese apetitoso y sencillo potaje blanco que repetiré muchas más veces en mi dieta.

Mi padre lo llamaba potaje de fiebre ya que siempre hacía su petición a mi madre cuando se sentía descompuesto o tenía alguna destemplanza a consecuencia de un mal cuerpo, alguna décima de fiebre o algo parecido. Encarna, ¿por qué  no haces un potajito de esos que tan bien te salen a ti, de los de fiebre? Y mi madre con una leve sonrisa en su rostro lo miraba condescendiente y allá iba a buscar sus menesteres para elaborarlo. Nunca se negó, porque en el fondo ella sabía que era reconstituyente y sanador. Y porque sabía también que, teniendo un estómago delicado,  también era la comida perfecta para acallar los lamentos de dicho estómago.

El potaje blanco o caldo de papas, llamado de distintas maneras según en qué hogar se elabore y según sus costumbres familiares, es un  platillo fácil de hacer y además barato. Tal vez surgió de los tiempos de escasez  en los que las buenas amas de casa echaron mano de una creatividad culinaria sencilla. Papas, cilantro, perejil, una ramita de tomillo, aceite de oliva virgen extra, un tomate de fritura, unas hebritas de azafrán, una cebolla, dos o tres dientes de ajo y un par de huevos. Como  podemos ver son ingredientes que por regla general se encuentran en la despensa de cualquier hogar como parte de una cocina tradicional. En el caso de mi madre, si tenía un bubango, ya era todavía más feliz. Sabía que ese caldo le quedaría más sustancioso y mucho más dulce al paladar. Eran tiempos en que, pese a la carencia, todo era más sostenible, más medido y comedido y nunca o casi nunca había sobrantes. Había lo justo. Y lo justo era hacer de cuatro o cinco ingredientes una gastronomía sencilla pero sana, alimenticia y apetitosa.  Los productos eran de consumo local y la mayoría de veces, echando mano de lo que cada casa cosechaba en el huerto familiar, aunque éste fuera pequeño. Años de posguerra. Ahora nos podemos abastecer de productos que nos llegan desde el otro extremo del mundo y casi despreciamos o miramos por arriba del hombro los productos de cercanía, los productos de nuestros mercados en donde el agricultor es el que se encarga de ofertarlos con un precio bastante ajustado, añadiéndole a su producción un primor destacable.

 Y digo yo, tengo las papas, tengo un bubango cumplido y tierno de mi propia cosecha y tengo los menesteres necesarios… ¿pues a qué espero? Mañana mismo me afano en ese potaje blanco tradicional o también llamado caldo de papas, caldo verde o, en mi caso y de manera familiar, potaje de fiebre. Eso sí, buscaré dos buenos huevos frescos a ser posible de patio, para cascarlos en el caldero, al final de la cocción y que le darán ese punto de ligazón y mejor paladar a la hora de su degustación.

                                                                                                                                                                                                       Foto Tanci

jueves, 5 de septiembre de 2019

Vendimia


                                                               Foto Tanci


Hay que limpiarlo.
La araña en el lagar
sigue tejiendo.