sábado, 25 de julio de 2020

Resolver el acertijo


                        Diseño Tanci
                       (Tinta y acuarela sobre papel) 

A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver.

                             (Milan Kundera)

sábado, 18 de julio de 2020

Tinta verde



Se tomó el café después de haber almorzado de manera copiosa. Era su rutina habitual después de comer. Recoger y sacudir las miguitas de pan del mantel a cuadros verdes y blancos en tela de vichy, doblarlo, limpiar el hule con un paño humedecido, mientras que oía la radio sin querer levantarse de la silla para pasar al salón… Concentrada en la audición  con los nuevos datos, tomó un bolígrafo de cuerpo rechoncho, nada esbelto, mitad plateado y mitad blanco entre sus manos. Era éste un bolígrafo parecido a los primeros y antiguos usados por ella en sus tiempos de escuela. Si por un casual eras poseedor de uno de éstos, eras rico.  Estaba cargado, a su vez, con cuatro minas o compartimentos de distintos colores en su interior; rojo, negro, azul y verde. Por fuera y en la parte superior del cuerpo, cuatro botoncillos plásticos de esos mismos colores, podían darte acceso a elegir el color que deseabas, siempre y cuando bajaras ese botón hasta el tope para que, de esa manera, asomara la punta de la mina elegida por el extremo inferior. “¡Menudo un mecanismo!” Pensó, acariciando el bolígrafo entre sus manos. Se entretuvo jugando con él, mirándolo y, al instante, de manera  mecánica y espontánea, hurgó dentro de un pequeño cestito de finas cañas entramadas que estaba a un lado de la mesa de la cocina, donde guardaba algún recorte de recetas, unos caramelos variados, o algún prospecto de cualquier medicamento que, en su momento hubiera tomado. Halló un cartoncillo rectangular de color blanco que estaba aparcado en el fondo del cesto, le dio la vuelta y leyó: “Equisania Relax”, infusión de plantas tradicionalmente utilizadas para ayudar a relajar en estados de tensión y estrés pasajero y favoreciendo a la vez el reposo nocturno. Agradable sabor a limón, tila, pasiflora, hierbaluisa, espino blanco, melisa y valeriana. “Mm, no está mal, ni me acordaba que esto estuviera rodando por aquí, después de tanto tiempo”. Se dijo. Le dio la vuelta al cartón  y vio que estaba completamente libre e intentó escribir el título del libro que, en ese preciso momento, recomendaban por la radio y del que oía su crítica a la vez que su reseña. Escribió el nombre con tinta azul, pulsando el botoncito correspondiente a la elección de este color. Una vez escrito el título, volvió a observar el bolígrafo y se retrotrajo de nuevo a su infancia cuando tuvo uno similar en apariencia y con los mismos colores. Fue una adquisición memorable. Un regalo de cumpleaños hizo que ese tesoro cayera en su haber y hoy volvió a juguetear con los botones de la misma manera que lo hiciera en su infancia. Eligió esta vez el color negro y apoyando la mina sobre el cartón, rayó persistentemente de un lado a otro intentando que saliera la tinta…no lo logró. Siguió rayando con más fuerza y energía hasta que empezaron a asomar leves rayones de color negro intermitentes para poco después seguir con líneas continuas. Lo mismo hizo con el rojo dando el mismo resultado. Pero al intentarlo con el verde, no podía entender que no corriera con la misma suerte, pese a que los rayones firmes e insistentes se tornaron en círculos cada vez más profundos y precisos, haciendo levantar pequeñas lascas de papel. No lo logró. Por más que lo intentara. “El verde sigue siendo el color esperanza”. Pensó. 
De repente y de un arrebato se levantó y de dirigió hasta la cocinilla de gas, encendió el fuego pequeño y arrimó el bolígrafo cercano a la llama, insuflándole el calor que se desprendía,  hasta que empezó a  oler a plástico sollamado. Cesó en este intento y volvió a la tarea de intentar rayar el cartón que sirviera de experimento… y… ¡Sí! Esta vez consiguió el trazo ovalado y continuo de línea verde. Sonrió levemente por el logro. Esta mina  larguirucha, flexible y, aparentemente, medio endeble, necesitó esa mano de aliento y calor que hiciera suavizar y, de paso, animar el flujo de su cometido.


domingo, 5 de julio de 2020

La tanquilla y la bañadera de zinc


                                                  Fotos Tanci


La piscina de mi infancia era la tanquilla de lavar la ropa. Tenía forma alargada y estaba hecha de mampostería con arena traída del barranco del pueblo limítrofe y de cemento. Quedaba a la altura de la cintura de la gente mayor. Dos grandes y pesadas piedras molineras casi rectangulares componían la parte inclinada donde se batían y estrujaban sábanas blancas y las  mantas de rayas de algodón y las piezas que componían nuestra vestimenta así como la de los adultos. ¡Qué arte tenía la abuela para restregar cada una de las piezas después de haberles pasado varias veces  con la pastilla de jabón entreverado azul y blanco! Parecía que la abuela, con aquella pastilla, acariciaba cada prenda repasándola varias veces, tanto por un lado como por el otro; con rapidez y no con falta de  energía, impregnando y dejando  pequeños restos o lascas  de jabón sobre la ropa. Una vez colocada la pastilla a un lado de la tanquilla y sobre un pequeño soporte de madera hecho artesanalmente, estrujaba la prenda con una mano y con las dos, varias veces, torciéndola y retorciéndola sobre las piedras de ojos huecos de las que nunca salía un lamento… 
Era un espectáculo ver el movimiento de sus manos al unísono con el jabón y la prenda  entre sus dedos y  sus caderas meneándose con un delicado y rítmico vaivén a modo de danza, similar a la de los elegantes danzones caribeños.
Al final ese baile terminaba cuando la abuela cogía por un extremo la ropa que ya había sido estrujada y la atizaba contra la piedra grisácea que se tornaba de un gris mucho más oscuro y brillante al estar en contacto con el agua. Me sorprendía al ver que la ropa nunca se quejaba como lo hubiera hecho yo si hubiera alcanzado unos buenos azotes; más bien el sonido que salía era una suerte  de chapoteo musical con secos y sonoros tonos de percusión.
Eliminar el jabón y la espuma de la pieza en el agua que había sido renovada para tal efecto, era el antepenúltimo paso de esa tarea doméstica. Había  que retorcerla quitándole el exceso de agua después de haber sido enjuagada, al tiempo que la abuela la sacudía en el aire intentando que parte de sus arrugas desaparecieran. La ropa limpia y olorosa  pasaba, después,  al barreño de zinc que descansaba  paciente sobre el piso empedrado. 
Cuando la abuela había terminado la colada ese día, se cargaba el barreño a la cabeza y lo llevaba hasta la era próxima que distaba unos cien metros más o menos de la pila de lavar. Allí, en la era, se improvisaba una tendedera con dos horquetas de brezo que, a modo de rogativa, extendían sus dedos hacia el cielo. De extremo a extremo de cada horqueta se colocaba una liña amarrada y bien tensada y que, vista desde el aire, hubiera sido una secante perfecta sobre esa circunferencia. El tendedero era de quita y pon ya que llegando la época de la trilla en el verano, había que ingeniar otros monturrios de piedras donde fijarlo. Las pequeñas piezas de ropa  se depositaban sobre las varas  de viña secas que estaban amontonadas en un rincón cercano a la era. No hacían falta pinzas ya que quedaban trabadas entre los pequeños palos delgados y cruzados entre sí.
Sabíamos, mis hermanos y yo, que una vez la abuela terminaba, podíamos nadar libremente en la piscina alargada de esquinas romas y batirnos en competición, con chapoteos de pies y manos, imitando el estilo de crol y braza desafiándonos a ver quien llegaba primero… El de mariposa ni lo conocíamos.
Las mariposas, para nosotros, no iban más allá  de las que día tras día revoloteaban alrededor de los huertos que rodeaban la casa de la abuela.  Seguíamos con nuestra mirada el aleteo nervioso de estos frágiles insectos. Nos atraían sus colores y la perfección de su simetría. Mientras, ellas, seguían su curso saltando de flor en flor o de col en col.