Parecía no abastecerse nunca ¿Qué había un suculento potaje de judías pintas? Él probaba del caldero ¿Qué una buena cazuela de pescado era lo que ese día la abuela había apartado del fuego? Él quitaba la tapa y se las arreglaba para comer algo. Una vez, la abuela colgó una sama de pescado salado de un clavo que estaba pegado a la pared. No sé cómo se las ingenió, a semejante altura, para arrancarle un buen cacho. A lo último que se atrevió fue a volcar la cafetera para sorber el buche de café que quedaba en el fondo. No respetaba ni olla, ni lugar, ni suculencia.
Por aquella Navidad andaba la abuela preocupada porque el guiso llegara íntegro a la mesa. Lo acechaba cada vez que podía, pero en un descuido lo vio caminando a gatas con algo en sus fauces escabulléndose astutamente hasta la huerta. Sigiloso él. Sigilosa la abuela que no dudó en coger un tronco de brezo propinándole un firme estacazo, dejándole tieso al momento.
En la Nochebuena todos participaron de la alegría del festín menos el gato pardo que fue el primero en destapar la olla y probar el baifito en salmorejo.
