domingo, 17 de noviembre de 2019

Todos los Santos y Santos difuntos



                                                                                                                                                                     Foto Tanci



            

Dime, dime cómo eran los finados cuando eras una niña. ¿Se parecían a los de hoy?

¡Ay, Señor!, lo que yo recuerdo es que de mañanita muy temprano, a mediodía o sobre las cuatro de la tarde se oían tocar las campanas  del pueblo vecino que sabes que está ahí mismo, al ladito del nuestro. Y doblaban desde el día de Todos los Santos hasta el día dos que ya sabes que es el día de los Difuntos.
Yo me habilitaba para ir de madrugada a misa, era la costumbre. Pero a mí me daba mucho miedo acudir a esa misa porque ponían delante del altar y muy cerquita a él una mesa cubierta con telas negras y al lado había una caja como de difuntos, negra también y por si fuera poco encima le ponían una calavera. De dónde la sacaban, yo no lo sé, pero a mí me entraba un miedo de abajo para arriba y de arriba para abajo. ¡Era terrorífico! Y el ambiente que se respiraba dentro de la iglesia también lo era, porque estaba todo oscuro en el interior. Luego echaban unos responsos en voz alta y que todavía me parecía a mi más  tenebroso. Todo oscuro porque no había todavía luz eléctrica ni dentro de la iglesia, ni en las calles, ni en las esquinas, ni dentro de las casas… Las campanas doblaban de poco en poco, como cada dos minutos o así. Yo lo recuerdo como un toque lento pero sobrecogedor. Y eso indicaba que había muerte y que había que recogerse. No debíamos de  estar mucho por fuera de las casas. Se comentaba que esa noche no se debía de salir porque las ánimas andaban sueltas. Y yo siempre pensaba que las ánimas venían a cobrarse algo y que no eran ánimas buenas. O al menos nunca me dijeron que podía haber ánimas buenas. ¡Imagínate¡ Todo eso sin luz eléctrica y alumbrándonos a la luz de una vela o un quinqué de petróleo. Yo no iba sola a misa. Iba siempre con la abuela que era muy animosa y tenía mucha confianza  y fe en sí misma. También tenía fe de la otra. De la de pedir por los que se fueron, por los que nos dejaron, por los que nos ayudaron, por los que vivieron a nuestro lado y por todas las ánimas benditas. Pero yo siempre pensaba en quienes eran esas ánimas benditas… Más bien lo que venía a  mi imaginación eran todas esas ánimas que estarían sueltas por ahí haciendo de las suyas y tocando de puerta en puerta…como si vinieran a saldar alguna cuenta o a pelearnos por algo que habíamos hecho mal...
Recuerdo que antes de irnos juntas a misa, la abuela encendía unas lucecitas de aceite que fabricaba ella misma. Cogía un poquito de guata enrolladito como si fuera un cordel, esa era la mecha. Partía una papa y hacía una rodaja con un agujerito en medio. Después ponía agua en un platito y, sobre esa agua, ponía el aceite. Siempre me gustaba ver que nunca se mezclaba el agua con el aceite.  A mí me parecía imposible eso de que quedara flotando. Y por consiguiente, las rodajas de papas flotaban también. Una vez que la guata se empapaba se prendía fuego con un fósforo o un tizón del fuego. Ponía varias y a cada una iba nombrándola con el nombre del familiar fallecido recordando sus buenos hechos. Ponía tantas como familias y una más para las ánimas benditas del purgatorio. Nunca faltaba esta última .Mucho más tarde aparecieron a vender y en las ventas de abastos unas lucecitas llamadas “palomitas” que venían hechas de corcho y con su mecha incluida. Después la abuela me agarraba de la mano, me cubría con su sobretodo negro y largo y caminábamos diestras por la vereda que atravesaba campos cubiertos  de hierba mojada del sereno que había caído la noche anterior. Esta vereda nos acortaba el camino hasta el templo. Una vez que llegábamos al empedrado que rodeaba la entrada de la iglesia y aledaños, se hacía más notorio el ruido del taconeo de las mujeres que desfilaban por allí hasta entrar en el recinto sagrado. De regreso, aún me parece saborear el rosquete grande que la abuela me compraba en la venta de don Pepe. La abuela parecía adivinar que ese rosquete conseguía quitar mis temores y miedos y endulzar mis pensamientos para dar cierta tranquilidad a mi alma.
¡Aquellos eran otros tiempos!

      

1 comentario:

Teresa dijo...

Eran muy parecidas a las de mi pueblo. Yo nunca fui con mi abuela a misa, pero ella me contaba historias de animas, algunas daban miedo pero lo que más daba miedo era el sonido de las campanas, tocando toda la noche y el día. Besitos.