martes, 5 de noviembre de 2019

La casa de veraneo

                                                                                                                       Diseño Tanci



 La casa de la playa siempre estuvo ahí. Incluso mucho antes que otras casas terreras que se fueron construyendo poco a poco. Antes incluso que todos esos bloques de pisos, apartamentos, adosados o pareados que han ido poblando el litoral con el exagerado desarrollo turístico.
Allí, frente al pequeño muelle y con vistas directas a su rada, ha permanecido impertérrita desde hace casi más de 60 años.
La recuerdo desde que tenía como 7 u 8 años, cuando paseaba de la mano de mi madre por el embarcadero de adoquines de piedra, con sus noráis de hierro ferrugiento  bien pegados al suelo. Yo me quedaba mirándola fijamente desde la distancia, intentando penetrar a través de sus patios, sus arcos y sus ventanas, para llegar hasta cualquier dependencia interna. La veía como una casa distinguida, señorial, bien hecha, sólida y de planta cuadrangular. Con una vista panorámica de postal, única, en la que los atardeceres brillantes  hacían desaparecer lentamente la bola incandescente que se iba difuminando para irse a esconder detrás de la montaña. 
A esa edad no tenía idea del valor del dinero, pero si se me pasaba por mi cabeza que cualquiera no podía tener acceso a una casa de porte similar. La prueba estaba en que ni abundaban, ni tampoco había ninguna igual en muchos metros a la redonda, y las pocas casas construidas eran mucho más simples en su arquitectura cuya estructura era también más pequeña en dimensiones. Y además no estaban frente al muelle en un sitio tan privilegiado. Imaginaba que solo con  salir de la casa,  y en apenas unos cuantos pasos, los dueños que habitaban aquella casa se lanzaban al mar de cabeza sin pensar que precisamente frente a ella existe una zona rocosa, sólo distinguible cuando hay marea baja. Eso lo descubrí bastantes años después en que fui más consciente de las mareas. O, simplemente por el hecho de estar a dos pasos del agua, podían coger los pescados que quisieran a poco que tuvieran una caña de pescar y la carnada precisa para lanzar el hilo con su anzuelo, y como por arte de magia lo recogerían lleno de peces, estrellitas de mar, cangrejitos, lapas o cualquier ser marino que se me antojara. Así todos juntos y apiñados como en manojitos, y sin necesidad de repetir la operación dura y trabajosa que es la realidad de cualquier pescador en su diaria faena.  
La casa de la playa tenía un jardín exterior acotado por muros gruesos aunque no muy altos, pero que no permitían la mirada inoportuna de cualquier fisgón que pasara por allí, a menos que fueras un poco más alto de lo normal y estiraras el cuello como un avestruz. En ese  jardín había plantado un gran pimentero falso; árbol esbelto, robusto y alto cuyas ramas danzaban al compás del viento, como si de ellas pendieran flocaduras de color verde intenso parecidas a los adornos que se ponen en las plazas de los pueblos por sus fiestas. Propiciaba además la sombra adecuada y tan necesaria en época estival. Mientras,  en toda la playa no había,  tan siquiera, un punto donde resguardarse del intenso sol. A menos que llevaras una sombrilla o bien permanecieras agachado y pegado a los laterales de las barcas de pesca que estaban alineadas y varadas en la arena. Allí y a la vera de aquellas barcas, alguna que otra familia se acurrucaba portando alguna cesta  que cubrían con algún mantel de tela protegiéndola del sol abrasador y en donde  llevaban la comida para pasar el domingo en la playa.
Desde la calle empedrada accedías al jardín de la casa  a través de una cancela de hierro forjado. El árbol dejaba entrever los dos arcos  de medio punto cuya parte superior estaba coronada con tejas canelas tipo árabe, dándole mayor frescor no sólo  a ese porche que se formaba entre estos dos arcos, sino también al resto de la vivienda. Para entrar directamente a la vivienda había que traspasar la puerta principal de la casa, diseñada con dos  hojas talladas en madera y  que tenían formas de cuarterones tallados en ella, dando paso al interior de la vivienda y que yo suponía, bajo mi infantil mirada, con todo tipo de lujosos muebles y decoración.
El suelo del porche estaba cubierto de losetas de barro color rojo intenso y sobre ese suelo se adivinaba, a través de las blondas del falso pimentero, unos muebles ligeros de descanso hechos de fibras naturales  de bambú o de mimbre con sus adecuados cojines de tonalidades cálidas
Hoy pasé por allí sin cogerme  a la mano de mi madre, tampoco a la de mi padre. La casa tenía desconchones en su fachada poblada de rasguños producidos por el paso del tiempo. Su parte trasera estaba herida de muerte. A mi ver mucho más deteriorada que el frente. En muchas partes aparecían sus entrañas casi desangrándose. Los bloques de cantera vistos y habiendo desaparecido en grandes superficies la cal,  su  enlucido y el color amarillo de su  pintura. La madera de las ventanas estaban rotas y astilladas, algunas picadas. Y los cristales de algunas de ellas habían desaparecido dejando a la vista el tapaluz.
Hoy, al pasar por la casa de la playa, la rodeé a paso lento queriendo entender toda la batalla que representaba. Alongué mi cuello hasta donde me fue posible para intentar escudriñar si seguía habitada. En lugar de los sillones de mimbre había dos sillas de ruedas. Al lado y  esparcidos sobre el suelo unos juguetes pequeños de plástico, un par de pelotas y dos patitos inflables que hacían las veces de flotador .

1 comentario:

Teresa dijo...

Me da un poquito de tristeza, pero muy bonito. Besos.