martes, 8 de marzo de 2022

Incongruencias




                          A propósito del 8 de marzo

Recién había cumplido veintiún años y debía renovar mi documento nacional de identidad ya que estaba próximo a caducar. Bajé hasta el centro de la ciudad en una de las guaguas azules llamadas “perreras”,  de asientos de madera, con una gran caja de cambios al lado del conductor y sobre la que estaba insertada una palanca de hierro larga y terminada con una bola blanca. Nunca soporté bien el olor a combustible. Pero a medida que me hice mayor, cada vez me provocaba menos mareos o vómitos el olor del gasoil que penetraba dentro del vehículo antiguo, por alguna de las ventanas abiertas, cada vez que el conductor cambiaba de marcha.

Tenía que realizar ese trámite de obligado cumplimiento.

Lo llevaba todo. Las fotos de carnet que habían salido, según mi percepción, horrorosas. También llevaba la hojilla de renovación debidamente cumplimentada y el antiguo carnet de identidad.

A la entrada del edificio oficial, y flanqueándolo a los dos lados de las gruesas puertas, estaban dos policías armados de tal manera que antes de acceder por las escalinatas hacia el interior, te interrogaban sobre qué ibas a hacer allí.

-Voy a renovar mi carnet de identidad- le dije,  mostrándole mi hojilla con los datos escritos en una muy legible letra mayúscula. El policía no satisfecho con mi contestación me cogió el papel de las manos y leyó en profundidad cada uno de los datos allí escritos.

-¡Falta algo!- Me dijo en tono autoritario y alzando la voz.

 Arrugué el entrecejo sin saber a lo que se refería, diciéndole que estaba firmado, pensando con mi buena voluntad, en que no había visto mi firma…

-¡Falta la firma del cabeza de familia!- me contestó en   tono airado.

-¿O es que usted no tiene cabeza de familia y se maneja sola?-

Abrí los ojos y me quedé un rato pensando. Nada dije y me devolvió la hojilla colocándola bruscamente en mis manos de nuevo.

 No alcanzaba a entender como siendo obligatoria la renovación de ese documento  por la administración del Estado y habiendo dado los pasos con los requisitos que se pedían, tenía que darme autorización un  “cabeza de familia”.

-Yo no estoy casada-  acerté a responder, pensando en que el policía daba por supuesto que estaba casada…


-  ¿Pero vivirá con su padre y su madre…no?-

A lo que yo contesté que sí, que vivía todavía con ellos en la misma casa.

-¡Pues su padre, que es el cabeza de familia, es el que tiene que firmar dándole la autorización!-

No salía de mi asombro. Volví  a mi casa con la sensación de haber desperdiciado absolutamente el tiempo y el viaje. Subí  en la guagua de regreso sin dejar de pensar  por qué el “cabeza de familia” era el padre y no la madre ya que ambos trabajaban esforzadamente.

Nunca entendí cómo con 21 años  era mayor de edad, autónoma e independiente para ejercer mi profesión, pero no para ejercer el derecho a la renovación del DNI sin la firma y la autorización del “cabeza de familia” que tenía los derechos para decidir sobre cualquier mujer. Incongruencias de la propia vida y de una transición que costaba aceptar y asimilar.

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