martes, 16 de febrero de 2021

Perlino

 


Allí estaba, al borde de la acera, aparcado sobre el  frío asfalto y entre dos grandes contenedores grises de polietileno. No se escondía  cuando pasé a su lado, más bien se mantenía firme y altivo, pero me dio la sensación de tristeza y abandono al toparme con él.  Debajo de su capa blanca no tenía una piel rosada pues su pelo cubría al completo su cuerpo. Más bien era como si le hubieran dado una lechada de cal perlina

Me pareció extraño ya que casi siempre yo los había visto representados de color azabache con un brillo lustroso o incluso castaño con sus extremidades tirando a más oscuro. Incluso con manchas negras o canelas sobre un pelaje blanco imitando a los caballos pintos de los indios americanos o los que corrían salvajes por el lejano oeste.  También eran habituales en algún recodo de algunas plazas muy transitadas por niños y papás. O bien en eventos o festejos puntuales donde grandes concentraciones de gente permitía la llamada de atención de cualquier pequeño…

 Me seducían pero nunca tuve uno igual, pese a que me atraían de manera singular. Pero al verlo allí solo, estático y abandonado me retrotrajo a la yegua que había en la casa granja familiar de mi infancia.  Ésta era similar a un alazán, con pelo color rojizo brillante casi castaño y la cola y sus crines más oscuros y serpenteantes. Las cuatro partes inferiores de sus extremidades  eran de color blanco así como la mancha en forma de estrella que tenía en su cara. Sus ojos eran grandes y avellanados. Y su cuerpo era musculoso, compacto y con mucha fuerza para poder ayudar en las tareas del campo más que para montar. Pero siempre había un momento de ocio para colocarle la silla y pasear sobre su lomo en días festivos o el día de la fiesta del Santo Patrono al que se le presentaba para recibir la bendición. 

Pero este potrillo no estaba roto, ni tan siquiera su pelaje estaba enmarañado, ni sucio… tan solo estaba abandonado, apartado de la función que tuvo en su día y para la que fue usado. Sostenido sobre  un balancín de madera de color rojo no había, en aquel preciso momento, brisa ni viento que lo moviera…ni niño que lo montara. Me acerqué tímidamente a él y se me quedó mirando con sus pequeños ojitos apesadumbrados como tratando de contarme batallas o juegos que otrora sostuvo con su antiguo dueño. Imaginé una niña con tirabuzones montada sobre él aferrada a su cuello con sus pequeñas manitas, mientras que se arrullaba agarrada a  sus crines. Sentí dolor pues tal vez pudo haber llegado a otras manos diminutas también y haber dormido en un segundo establo con su cama de paja  y su comedero lleno de grano, avena y alfalfa, con su bebedero limpio y su piedrecita de sal en un recodo para que cada vez que volviera de su faena pudiera saborear  esa sustancia salada que había perdido por el esfuerzo de su tarea.

Me acerqué a él y sin preguntarle nada lo cogí por su brida y lo alcé entre mis brazos. Me pareció ver que sus ojillos se achinaban de  sorpresa y entusiasmo. Lo sostuve con más fuerza ya que su peso no se correspondía con su tamaño. Caminé calle arriba hasta legar a mi casa y allí dentro del hogar lo acicalé, le pasé un cepillo de cerdas depor su lomo y sus patas, también por su cola y sus crines. 

Hoy este rocín me acompaña y me sigue con la mirada hasta el punto de saberse querido, protegido y útil en la esquina de mi salón. Ya le he buscado compañía.

1 comentario:

Teresa dijo...

¡ Que bonito ! me ha encantado. Besos.