Ni el 29 era la noche en que se cataba el vino por primera vez, ni en aquella casa rural faltó nunca el tan preciado elemento. Más bien no se esperaba al día 30, día de San Andrés, para abrir una cualquiera de las barricas que, dispuestas la mayoría en hilera y alguna apilada, dormían sempiternamente sobre robustas y maltrechas vigas de pino y, éstas a su vez, sobre rústicos pilares de piedra viva.
De paredes enjalbegadas sobre muros de barro y piedra, y embadurnadas por alguna salpicadura de mosto que en el trasiego propio de envases, había dejado plasmada en sus paredes algún esbozo de dibujo impresionista circunstancial; el habitáculo había albergado en su interior distintos recipientes de madera de roble, de vidrio y, últimamente, con la modernidad y el avance, de acero inoxidable.
Esa era la vieja bodega. Cerrada herméticamente cuando el mosto quemaba etapas para convertirse en el líquido maduro, vivo, con ligero sabor afrutado, un poco ríspido de entrada y con un pequeño toque dulzón que dejaba al paladar en el último paladeo. Abierta sólo de vez en cuando para sentir el característico burbujeo que, elevándose a la boca de la barrica, vomitaba todo lo que no iba a ser útil al final del proceso de la efervescencia.
El abuelo se mantenía alerta y pegaba el oído a la abertura de la barrica para cerciorarse de que seguía respirando, de que estaba bullendo de vida y de calor y que seguía su propio ritmo de maduración con el sonsonete característico del borbolleo. Malo sería si ese hervor se parara de inmediato. El proceso del vino habría muerto y, con él, la elaboración de un año de cosecha perdida.
Cuando se acercaba a cada uno de los toneles, limpiaba amorosamente el escape de basura habida en el exterior de cada una de las bocas de sus barricas, como queriéndoles hacer más suave y perfecto su desarrollo. Mimaba el abuelo el progreso del mosto. Por el sonido de la transpiración que dejaba exhalar la barrica, podía saber si el vino tendría más o menos grados en esa cosecha, si se dejaba dormir en su respirar, en su hervor…
San Andrés era una excusa y, al mismo tiempo, una fecha deseada por tradición, por costumbre, por devoción… por esperanza, ya que previamente se hacía un preludio de cata del vino. Por aquella casa pasaban viandantes y vendedores ambulantes, gangocheras y pescaderas, peones y carboneros que, tomando un respiro después de un largo camino, hacían un descanso en la casa más cercana al Camino Real. Y más pronto que tarde eran agasajados y convidados con el “buchito de vino” con un ligero sabor a azufre, de uva dorada y blanca bien madurada en la parra, de racimos sueltos y no apretados de los que, caían colgados pequeños gachos casi sueltos y, salpicados de alguna uva pasa, lo que le daría ese toque dulzón al sabor final del vino.
-¡Descanse, descanse y tómese un buchito de vino”-
Se ofrecía el vino en pequeños vasos transparentes de culo botella colocados sobre un plato llano de porcelana, decorado con diminutas flores de colores.
Aquella casa siempre estuvo abierta al amigo, al visitante, a la familia. Abierta la casa, cerrada la bodega. Protegida como cualquier ser vivo protege a su prole de miradas extrañas, no se sabe bien de qué, pero con la convicción de que el vino tenía su recato y no debía ser expuesto a cualquier “mal trago”. Y nunca mejor dicho, ya que en aquellos pagos, la bodega era lugar sagrado y el vino un placer de los dioses. La bodega era íntima y entrañable a la vez. Silenciosa y festera, pero con aire de solemnidad.
A la bodega no se entraba siempre, sólo en contadas ocasiones y cuando se requiriera, ya que debía conservar su temperatura, su ambiente fresco, su atmósfera… su clima. No debía perturbarse ni su esencia ni su armonía bajo energías ajenas que no empatizaran con sus efluvios.
Por eso, el abuelo no dudaba en elegir quien pasaría a su bodega; y sabiendo él cuánto valía su mimo, su cuidado, su esmero, así mismo mimaba su vino. El mismo mimo que ponía cada vez que ofrecía un buen vaso de vino, o un “buchito” para mojar la boca.
