Foto Tanci
Allí, pegada en una esquina y recostada de cuclillas contra una de las piedras salientes del estrecho habitáculo, se estrechó acurrucada lo más que pudo, sin querer mirar a ningún lado. Al tiempo, su respiración tibia salía entrecortada a través de su pequeña nariz. Los dientes, apretados unos contra otros, hacían que no hubiera movimiento alguno de su cabeza. Sólo los pómulos iniciaban un vaivén de entra y sale como prueba de su extremado nerviosismo y de su temor manifiesto. Sus manos protegían su cara de no sabía qué miedos que pululaban por su alrededor. Sintió como algo pegajoso se le enmarañaba en sus cabellos ensortijados y, tímidamente, más por temor que por timidez, en ese preciso instante, se pasó una de sus manos por su corta melena y atinó, en la oscuridad, a despegar aquellos hilillos pegajosos que hubo de quitarse de arriba. Un mayor temor se le venía encima, aquellos hilillos podrían traer consigo y envuelta alguna que otra araña negra, por lo que espantada salió de aquella oquedad con insignificantes y ahogados gritos infantiles, aún a sabiendas de que nadie podía oírla, que estaba sola y que tenía que desquitarse de aquella pegajosa tela de araña con su inexperta habilidad ¿Quién la mandaría a meterse en aquel sitio? -Se preguntaba una y otra vez- Tantas y tantas veces le atraían los pequeños y grandes agujeros. Como queriendo meterse en cada uno de ellos para entender desde dentro sortilegios que, a menudo, sorteaban sus pensamientos. Huecos a veces improvisadas por la propia naturaleza en algún tronco de algún árbol respondón que no quiso adecuarse a seguir el mismo camino de sus congéneres. Otras, se acercaba a las oquedades que aparecían entre los viejos muros de piedra viva en los que más de una vez supo aproximarse a los entresijos de esas arañas negras que tanto temía. Esas eran unas arañas negras, feas, con una cruz marcada en su lomo abultado y redondo; con cara de muy pocos amigos. Decían que era la cruz de la muerte…Pero sus telarañas eran blancas, perfectamente diseñadas, geométricas, formando polígonos que todavía no alcanzaba a conocer, casi transparentes, bien tejidas, en dónde cada amanecer algunas gotas del sereno vespertino quedaban aprisionadas hasta secarse paulatinamente a medida que transcurría la mañana.
Una vez, y sin que nadie la viera, cogió un pequeño palito y se apresuró a hundirlo en uno de aquellos agujeros con la pretensión de sacar a una de estas arañas de su madriguera. Estaba enrollada en su fino manto y parecía que no le gustó que la molestara ya que, de pronto y en cuatro zancadas, se dirigió a la misma mano que se atrevió a molestarla. Asustada, dio un respingo con el envoltorio blanquecino dónde estaba enrollado el insecto, depositándolo velozmente en el suelo. Al poco, sacó otra araña de otro agujero, siendo ésta no tan negra y de dimensiones más pequeñas que la anterior. Las puso una al lado de la otra y con un breve empujoncito las acercó pensando que estarían ambas en buena compañía. Lo único que consiguió fue enfrentarlas en una auténtica guerra de arañas en la que la mayor acabaría inyectándole algún tipo de veneno hasta paralizar a la pequeña, agrisada y menos poderosa. En segundos, todo ese panorama se le pasaba por el pensamiento mientras no dejaba de sacudirse las greñas enmarañadas y cada vez más revueltas.
Volvió sobre sus pasos para asomarse a la entrada de la pequeña gruta bajo la promesa que siempre le había hecho a su abuela: -"Allí no se entra"-
Pensaba ella que no se entraba porque había algo que los adultos, en su afán de esconder muchas verdades, pretendían no decirle con toda claridad. Bastó el “allí no no se va” o el “allí no se entra” para ir directa, como un imán, hacia la abertura del agujero. Durante mucho tiempo estuvo dudando en si podría o no, en si sus fuerzas eran lo suficientemente pesadas y seguras como para afrontar sola semejante exploración. Y lo peor, en cómo romper un mandato tan severo y tajante como lo era el de un adulto.
Volvió de nuevo a intentarlo y penetró esta vez más despacio, y recordó la esquina en la que estuvo minutos antes pegada contra la pared, agazapada y de cuclillas, dada la escasa altura del lugar. Pensó de nuevo en las arañas y en algún que otro animalillo que, como ella, se hubiera introducido a la espera de algún nuevo descubrimiento, o simplemente para guarecerse de la lluvia o de la intemperie.
Con una mano tocó el suelo y palpó la tierra húmeda, más bien mojada y casi hecha barro. Se topó con dos gruesas botellas de vidrio verde medio enterradas y llenas del barro en el que habían estado mucho tiempo. Por el otro lado había un cucharón de aluminio negruzco y medio escachado por el paso del tiempo y que nunca supo qué hacía allí. Recordó la historia que alguna vez repitió su abuela sobre unas monedas enterradas con cierta precipitación cuando en tiempos de la posguerra pasaban por las casas llevándose y requisando algunos ahorros, los pocos que podría haber, de personas nobles, trabajadoras y humildes.
-Anda que si encuentro un tesoro- se dijo para sí misma. Y en el momento en que sus pupilas hicieran un mayor hueco en la penumbra, y pudo percibir cada uno de los rincones de aquel viejo horno en dónde antaño se hicieron y se cocieron todas las tejas con las que se cubrieron las casas que circundaban aquellos pagos, amén de la cochura de algunas cacerolas de barro como algún tostador para el trigo, o para el café que en pequeños sacos habían sido enviados desde Venezuela; en el momento en que sus pupilas se abrieron, unos destellos blanquecinos llenaron sus ojos de pequeños tesoros abombados y delicadamente colocados unos junto a otros sobre unas pajas apretujadas. Allí estaban, como quien coloca, esmeradamente, en una cajita muchos bombones de fino chocolate. De cuclillas todavía, puesto que el espacio no daba para erguirse, se acercó solemnemente, de nuevo con la respiración entrecortada, hasta que pudo descubrir la echadura de al menos catorce huevos de una quícara (pequeña gallina más escandalosa que las gallinas en su canto, pero mucho más agasajadora con su crías que aquéllas). -¡Menudo un tesoro!- Pensó y se dijo para sus adentros. Nunca había visto tanto huevo junto. Salió del lugar apresuradamente y a gritos informó a su abuela de tal descubrimiento. A lo que su abuela le sugirió por enésima vez.- Allí no se entra- Pensó la criatura que la abuela escondía allí todos los huevos y que poco a poco los iría consumiendo. Al poco tiempo vio, con gran asombro, como la pequeña gallina se rodeaba de sus polluelos y caminaba cacareando alegremente por los alrededores del horno de teja. Aquél al que le era prohibido entrar y que dio cobijo a una gallina ponedora. Y en el que supo abandonarse, en muchas más ocasiones de las que le fuera prohibido por su abuela, a sus soledades, silencios, sueños y juegos en solitario.
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