lunes, 3 de marzo de 2025

El pupitre


Mi padre siempre quiso que estudiáramos. Emigró a Venezuela con estudios primarios para buscar una vida mejor. Y la encontró. De regreso a la isla, pudo establecerse como comerciante en un barrio populoso de Santa Cruz. Su venta, además de ofrecer a sus clientes productos de primera necesidad, también era una mezcla de pequeño supermercado todavía no inventado, en el que se vendía desde una sedalina, pasando por una libreta, lápices, gomas y hasta colonias entre otras cosas.  La llamaban la venta de las macetas por la gran cantidad de macetas de barro de distintos tamaños y precios que ofrecía. Mi padre era un auténtico emprendedor en tiempos de carencias y necesidades de posguerra. Siempre lamentó no haber podido estudiar más. Y, sin embargo, fueron sus estudios básicos los que le propiciaron abrirse camino a la par que sacaba a su familia adelante. Por eso y porque valoraba la cultura no escatimó en ofrecernos lo mejor para nuestro futuro.  Cuando mi padre consideró que tanto mis hermanos como yo, estábamos en edad reglamentaria de tomarnos nuestros estudios en serio, nos regaló un pupitre,  estoy segura que en común acuerdo con mi madre. Bueno, en realidad dijo que se lo encargó a los Reyes Magos para que fueran ellos los que nos lo trajeran.

Pero aquel no era un pupitre cualquiera. Mi padre hizo el encargo al carpintero cercano del barrio y le llevó en una hoja de papel su propio diseño, dejando clara  su idea de pupitre “comunitario”. El carpintero puso no sólo su mano y su profesionalidad, sino también su arte y su experiencia. Se empeñó en lograr, bajo aquel diseño, una magnífica pieza de madera con sus correspondientes asientos.

Como éramos tres hermanos, mi padre consideró que en un solo mueble podrían estar los tres pupitres unidos entre sí, por lo  que diseñó, y encargó, una mesa alargada, pero dividida en tres secciones independientes. Cada parte culminaba en una gruesa tapa de abrir y cerrar con bisagras doradas, que tapaba los correspondientes cajones donde colocábamos nuestros cuadernos, libros y maleta. Nos cabía todo. Esa parte superior era de formica oscura color caoba, superpuesta sobre una base de madera auténtica. No había ni chapado ni contrachapado. A mi padre le gustaba la madera-madera. Las patas de aquel mueble eran torneadas y el color, en contraste con la tapa y la base, era algo más claro.

Debajo del pupitre alargado estaban los tres taburetes.

No había mayor placer al llegar a casa de la escuela por la tarde que, después de tomar la merienda, abrir la tapa de aquel pupitre y colocar o sacar nuestras cosas de aquel espacio rectangular. 

Aquel sería nuestro lugar de estudio en palabras de mi padre, y las suyas eran palabras mayores. Por eso al llegar de la escuela, nos decía: 

-Lo primero es el estudio y la tarea. Yo no les pido nada más. 

A mi padre le entristecía la magua de no haber podido estudiar y, tal vez por ello, sus palabras sonaban como a sentencia. Nosotros intentábamos no defraudarlo. Procurábamos no hacerlo, tal vez motivados por nuestro flamante pupitre, o motivados por él mismo, que acariciaba la tapa de formica cada vez que se acercaba a nosotros para ojear que tarea estábamos haciendo, a la vez que nos acariciaba la cabeza, o quizás por el entusiasmo de poder consultar la primera enciclopedia que adquirió para nosotros. O tal vez porque “el estudio” y no los estudios, aquel estudio que significaba tanto para él, nos lo traspasó haciéndonos ver lo importante que era para nuestro futuro. 

Se asomaba a la puerta de la habitación donde estábamos haciendo las tareas y con enorme satisfacción comprobaba que estábamos afanados intentando colocar números, letras y dibujos en las libretas de cuadros o de rayas con tapas azules. Se retiraba sin apenas hacer ruido como cuando se levantaba en silencio en pantuflas a las 4 de la madrugada para ir al mercado en busca de la mercancía del día. Ambos, mi padre y mi madre, repondrían los artículos a tempranas horas de la mañana en su venta del barrio: la venta de las macetas.

Hoy recuerdo aquel pupitre alargado y robusto, de muy buena madera que ocupaba casi todo el largo de una de las paredes de la habitación de mi hermano que, por ser el más pequeño, compartió con nosotras espacio, horas de estudio y tareas. Mientras, en el lado opuesto de la habitación, mi madre cosía en su máquina algunas piezas de ropa para nosotros.

Todavía anda rodando por la casa y sigue siendo útil, uno de los tres taburetes de madera de color y de patas torneadas con igual diseño que las patas del pupitre de nuestra infancia. Me pregunto si colaboró, de alguna manera, con su esfuerzo y su ilusión al dejarnos aquel gran regalo de nuestra infancia, para que hubiera un estímulo perenne hacia “el estudio”, el aprendizaje y las ganas de progreso en nuestras vidas. También me pregunto si influyó en la elección de nuestras carreras universitarias y posteriormente en nuestra profesión.  No hay metas cumplidas sin un primer paso y una guía. Y aquel pupitre formó parte, estoy segura, de ello.

1 comentario:

Teresa dijo...

Bien por tu padre tanci. Besos.