domingo, 16 de junio de 2024

Regreso a casa


 



                                    Fotos Tanci


Cada domingo al atardecer, el retorno desde la casa de campo de la abuela hacia Santa Cruz se convertía en un viaje lleno de recuerdos y sensaciones fijados en mi pensamiento infantil y que duraría todo el trayecto. Jugaba con el "Moro", perro fiel de la familia, a esconderle en un pequeño hoyo escarbado en la tierra, trocitos de pan hurtados de la talega hecha de tela de muselina blanca y bordada a mano con florecillas de colores y que colgaba de una alcayata en la cocina. El Moro tenía que encontrar aquel pan, previa maniobra por mi parte a despistarlo para que no me siguiera. Aprovechaba también algún hueso sobrante del guiso de gallina que preparaba mi abuela cada domingo. Aprovechaba también algún hueso sobrante del guiso de gallina que preparaba mi abuela cada domingo. Posteriormente saboreábamos una exquisita sopa de caldo, verduras y fideos a la hora del almuerzo.  del que participábamos, posteriormente toda la familia, de una exquisita sopa de caldo, verduras y fideos a la hora del almuerzo. De igual manera esc deondía estos restos de huesos en algún lugar de las huertas a fin de que el Moro fuera capaz de  olisquearlo primero y, entresacarlo con sus patas excavando afanosamente en la tierra después. Esconder estos suculentos manjares en la tierra, a ojos y olfato del Moro, se convertía en todo un ejercicio de correrías, despistes y llamadas entre el perro y yo. La siesta, a modo de descanso después del almuerzo, sobre las trebinas tiernas y soleadas en el Lomo que culminaba aquel montículo paralelo a la casa era casi obligatoria. Las risas que desatábamos los tres hermanos en compañía de mi madre, mi tía y mi abuela ante cualquier ocurrencia o chiste que espontáneamente verbalizábamos eran, junto con lo anterior, un recuerdo recurrente en la vuelta nocturna a casa e invadían mi memoria durante casi todo el trayecto en coche.

Todas estas experiencias y aprendizajes sensoriales estaban más que dados y daban pie a una escuela viva y directa en plena naturaleza.

Con mis gafas y rizos al aire me asomaba por la ventanilla trasera del antiguo coche familiar, ansiosa por capturar cada detalle del paisaje que se desplegaba ante mis ojos curiosos, al tiempo que la brisa me despejaba del mareo que me producía el propio trayecto. La carretera, angosta de dos carriles, apenas insinuada por una línea continua blanca difuminada por el paso del tiempo, se retorcía como serpientes entre la espesa neblina y la llovizna continua, creando un escenario de misterio, aventura y miedo que despertaba todavía más mi imaginación y que, junto con las experiencias que había vivido, me mantenía en una ensoñación pueril. Divisaba con dificultad, a través de la ventanilla que siempre me tocaba en el asiento trasero del coche, profundos y verticales barrancos de considerables desniveles, apenas protegidos por muretes de cemento u hormigón separados de tramo en tramo a modo de cortes a lo largo de la sinuosa carretera. 

En el asiento delantero del copiloto del viejo Ford Anglia, mi madre, con el corazón en un puño, observaba con gesto preocupado y temeroso el trayecto, no quitando ojo a las maniobras de mi padre, mientras en los asientos traseros, los tres niños se dejaban mecer poco a poco por el vaivén del coche, rendidos al sueño por las zigzagueantes curvas del camino.

 

La tía abuela, en el centro del asiento trasero del coche, con su mirada serena y de absoluta aceptación, permanecía atenta a los movimientos del coche como si se tratara de una guardiana silenciosa de la seguridad de los pequeños. Estos caían, poco a poco, rendidos de sueño o mareo sobre los hombros de la tía que se mantenía impertérrita, al menos en apariencia. Mientras tanto, mi padre, al volante, respondía con seguridad a los comentarios nerviosos de mi madre, asegurando que sabía lo que hacía al conducir por aquellas carreteras endiabladas y tortuosas, como un capitán seguro de su rumbo en medio de una gran tormenta ¡Ay, por Dios, Felipe, que no se ve nada! ¡Pero nada de nada! ¡Ten cuidado! ¡Encarna, déjame a mí que yo sé lo que hago! ¿Quién lleva el coche? ¿Eh? A partir de aquel momento de la interrogación contundente hacia mi madre, hubo un silencio casi sepulcral en el automóvil.

Aquel viaje de regreso a la capital marcaba el fin de un día lleno de olores, colores y juegos en la casa de la abuela, donde las historias mezcladas con las pequeñas obras de teatro repentinas cobraban vida en el escenario improvisado de una manta a rayas colgada con una cuerda de la rama de un árbol. Allí y detrás de la tramoya, la tía ejercía de directora teatral, mientras que los demás espectadores de la familia permanecían sentados a la espera del estreno de la función. Sobre un patio de butacas medio húmedo y plagado de trebinas, hierbas y alguna que otra zarza  descarriada, estaba nuestro público animando con sus aplausos a que los actores y actrices  realizaran su mejor obra. 

Sin embargo, este regreso a casa también representaba el retorno al colegio y a la rutina de la vida diaria, con sus deberes y responsabilidades, una carga que pesaba en mi pequeño corazón y en mi pensamiento como una diminuta sombra al atardecer, pero sabiendo en mi interior que era ineludible e inexcusable. Hubiera querido no deshacerme de aquellos domingos para volver a mis hábitos, pese a que también la escuela me seducía.

Pero a pesar de que el regreso iba acompañado de una cierta melancolía y nostalgia, yo guardaba en el interior de mi corazón, una intuición casi palpable, la promesa de nuevos días de aventuras y descubrimientos, donde cada viaje sería una oportunidad para explorar el mundo y aprender las lecciones que solo la vida con sus diversos e intrincados caminos puede enseñar.

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