miércoles, 26 de junio de 2024

Lagartos

                                     


Escultura de Luigi Stinga.Dragón de las cien cabezas.Festival internacional del cuento de Los Silos 2023


La primera vez que fui consciente de mi temor hacia los lagartos fue en una excursión que hizo mi familia a Las Cañadas del Teide.
Como no habían casas de comida, bares y restaurantes, guachinches y bodegones en cada esquina o cruce de carreteras, en aquella época se estilaba llevar la comida medio preparada en los calderos, de tal manera que en algún lugar del monte o de Las Cañadas se hacía un fuego y se calentaba, mientras que el caldero iba lleno y preparado con las papas lavadas a falta del agua y la sal que se le añadía en el momento de ponerlas al fuego.
Allí arriba recalamos, pasando un tramo recto, casi entrando en el desvío que va hacia Boca de Tauce, bajo una gran roca volcánica, con sombra suficiente para todos en el interior. Era
una especie de cueva natural o refugio que ya conocíamos de anteriores giras. En aquel lugar siempre había leña de retamas
secas por el paso de los años y un fogón hecho con tres piedras quemadas y llenas de hollín por los continuos usos. Entre las tres piedras había mucha ceniza. Mi padre decía que esa cueva era
utilizada por cazadores o bien por personas que frecuentaban la zona en busca de leña o marchantes, gangocheras y cochineros
que pasaban del norte de la isla hasta el sur en sus intercambios de mercancías.
Mientras se guisaban las papas poníamos el mantel en el suelo en una especie de rellano que había en la propia cueva y colocábamos piedras volcánicas algo planas rodeando el mantel a modo de asientos. Mi madre llevaba la carne de conejo compuesta en un caldero mediano, a solo un paso de calentarla
para poder degustarla. El caldero se ponía primero al fuego ya
que la carne se tardaba menos en calentar.
Una vez que habían salido las papas, generalmente papas bonitas de buen tamaño y se había calentado la carne de conejo en salmorejo, se repartía la comida en los platos transparentes
que también se acarreaban junto con los vasos y cubiertos dentro de una cesta, para tal efecto.
Mi padre disfrutaba de esa excursión siempre y nosotros alrededor teníamos el sentimiento de poseer un trozo de las Cañadas del Teide como propietarios por unas cuantas horas.
Retamas, tajinastes, codesos, margaritas del Teide, hierbas
pajoneras pumitas e innumerables rocas volcánicas eran
nuestras y quedaron apadrinadas por nosotros desde aquel día.
Cuando nos disponíamos a comer, el olor de la carne en salmorejo y las papas recién sacadas del fuego inundaban el ambiente tan puro y oxigenado que los lagartos iban acercándose en grupos hasta aquel círculo que formábamos
alrededor de la mesa improvisada. Salían de cualquier rincón y de cualquier esquina. Los lagartos eran osados y parecían no temernos, y según de cual se tratara, se acercaban más al mantel o a los comensales. Recuerdo a mi madre dando gritos guturales de cuando en cuando y pidiendo a mi padre ayuda para que los ahuyentara. Pero los lagartos no cesaban de reptar y muchas veces hasta de correr para llegar hasta allí, hasta el lugar elegido para nuestro almuerzo. Era como si estuvieran jugando al escondite. Salían de donde menos te los esperabas, detrás de las piedras, cercanos a nuestras espaldas o a nuestros zapatos y se
arriesgaban a permanecer impasibles, mirándonos sin mover la cabeza, como a la espera de una mejor ocasión de despiste por

nuestra parte para abalanzarse sobre nuestra comida. Los veíamos de todos los tamaños, pero eran los más robustos los que nos miraban serios, como petrificados, atentos para avanzar un poco más ante su objetivo. Ellos, imperturbables y atrevidos, nosotros inquietos y temerosos ante su invasión. Mi padre
exclamó: “Vienen todos al olor de la comida” y mi madre seguía
asustada, escapándosele sus chillidos nerviosos y a veces ahogados. Me parecían dragones de los que salen en los cuentos, desafiantes con escamas en su cuerpo rugoso, medio
azulados, otros verdosos o grises tiznados como las piedras del fogón. Nunca había reparado tanto en ellos, ya que nunca había tenido la posibilidad de haber sido rodeada por esta colonia tan descarada. Nunca habían estado a nuestro alrededor tan
cercanos. Las patas terminaban en unas uñas afiladas y algo
retorcidas que les valían para arrastrarse mejor por el suelo y escalar las rocas y subir a las partes más altas de aquella cueva en la que nos encontrábamos. Cuando se paraban frente a nosotros, no movían la cabeza y, algunos de ellos, la dejaban ladeada de tal manera que podíamos observar sus ojos penetrantes y serios algo ovalados, amarillos y casi sin pestañear.
Al tiempo, sacaban su lengua bífida relamiéndose por hambre o 
tal vez al percibir el olor de las viandas. Mi tía abuela con sonrisa en su rostro ante la algarabía nuestra, le tiraba piedras menudasp ara espantarlos, acción que duraba bien poco, porque al momento, grupitos de bífidos volvían a acercarse decididos y audaces. Mi padre, ante el temor de mi madre, intentó tranquilizarnos diciendo que los más grandes y oscuros eran los machos y se llamaban tizones y que teniendo una mirada más feroz que las hembras, éstas eran de mirada más fina y también de tamaño más pequeño. No había que molestarlos, decía mi padre porque eran beneficiosos para no sé bien que cosas... A mi madre no le valía la explicación de mi padre ya que su miedo era superior a escuchar tal explicación.

Seguimos degustando los suculentos manjares pese a que nuestra atención estaba fija sobre los lagartos, de tal manera que apenas que te despistaras y con gran agilidad y velocidad ya los tenías casi sobre el mantel intentando apañar algo de lo que allí se repartía.
Yo me daba cuenta que algunos de ellos tenían habilidades distintas en trepar según fueran más grandes y más gordos. Por un momento, mi madre no pudo aguantar más y cogió unas cuantas papas y algo de carne y se las tiró donde habían más
lagartos reunidos y surtió efecto. Allí se fueron retozando por
tierra los lagartos más grandes seguidos de los otros después de que hubieron olisqueado aquellos trozos de comida.
Aquel fue el escenario perfecto para que mi tía abuela contara el tema relato del gran lagarto disecado 
que está en la Ermita de las

Angustias en Icod de los Vinos y en la que permanece metido en una urna de cristal…pero eso lo contaré en otra ocasión.

domingo, 16 de junio de 2024

Regreso a casa


 



                                    Fotos Tanci


Cada domingo al atardecer, el retorno desde la casa de campo de la abuela hacia Santa Cruz se convertía en un viaje lleno de recuerdos y sensaciones fijados en mi pensamiento infantil y que duraría todo el trayecto. Jugaba con el "Moro", perro fiel de la familia, a esconderle en un pequeño hoyo escarbado en la tierra, trocitos de pan hurtados de la talega hecha de tela de muselina blanca y bordada a mano con florecillas de colores y que colgaba de una alcayata en la cocina. El Moro tenía que encontrar aquel pan, previa maniobra por mi parte a despistarlo para que no me siguiera. Aprovechaba también algún hueso sobrante del guiso de gallina que preparaba mi abuela cada domingo. Aprovechaba también algún hueso sobrante del guiso de gallina que preparaba mi abuela cada domingo. Posteriormente saboreábamos una exquisita sopa de caldo, verduras y fideos a la hora del almuerzo.  del que participábamos, posteriormente toda la familia, de una exquisita sopa de caldo, verduras y fideos a la hora del almuerzo. De igual manera esc deondía estos restos de huesos en algún lugar de las huertas a fin de que el Moro fuera capaz de  olisquearlo primero y, entresacarlo con sus patas excavando afanosamente en la tierra después. Esconder estos suculentos manjares en la tierra, a ojos y olfato del Moro, se convertía en todo un ejercicio de correrías, despistes y llamadas entre el perro y yo. La siesta, a modo de descanso después del almuerzo, sobre las trebinas tiernas y soleadas en el Lomo que culminaba aquel montículo paralelo a la casa era casi obligatoria. Las risas que desatábamos los tres hermanos en compañía de mi madre, mi tía y mi abuela ante cualquier ocurrencia o chiste que espontáneamente verbalizábamos eran, junto con lo anterior, un recuerdo recurrente en la vuelta nocturna a casa e invadían mi memoria durante casi todo el trayecto en coche.

Todas estas experiencias y aprendizajes sensoriales estaban más que dados y daban pie a una escuela viva y directa en plena naturaleza.

Con mis gafas y rizos al aire me asomaba por la ventanilla trasera del antiguo coche familiar, ansiosa por capturar cada detalle del paisaje que se desplegaba ante mis ojos curiosos, al tiempo que la brisa me despejaba del mareo que me producía el propio trayecto. La carretera, angosta de dos carriles, apenas insinuada por una línea continua blanca difuminada por el paso del tiempo, se retorcía como serpientes entre la espesa neblina y la llovizna continua, creando un escenario de misterio, aventura y miedo que despertaba todavía más mi imaginación y que, junto con las experiencias que había vivido, me mantenía en una ensoñación pueril. Divisaba con dificultad, a través de la ventanilla que siempre me tocaba en el asiento trasero del coche, profundos y verticales barrancos de considerables desniveles, apenas protegidos por muretes de cemento u hormigón separados de tramo en tramo a modo de cortes a lo largo de la sinuosa carretera. 

En el asiento delantero del copiloto del viejo Ford Anglia, mi madre, con el corazón en un puño, observaba con gesto preocupado y temeroso el trayecto, no quitando ojo a las maniobras de mi padre, mientras en los asientos traseros, los tres niños se dejaban mecer poco a poco por el vaivén del coche, rendidos al sueño por las zigzagueantes curvas del camino.

 

La tía abuela, en el centro del asiento trasero del coche, con su mirada serena y de absoluta aceptación, permanecía atenta a los movimientos del coche como si se tratara de una guardiana silenciosa de la seguridad de los pequeños. Estos caían, poco a poco, rendidos de sueño o mareo sobre los hombros de la tía que se mantenía impertérrita, al menos en apariencia. Mientras tanto, mi padre, al volante, respondía con seguridad a los comentarios nerviosos de mi madre, asegurando que sabía lo que hacía al conducir por aquellas carreteras endiabladas y tortuosas, como un capitán seguro de su rumbo en medio de una gran tormenta ¡Ay, por Dios, Felipe, que no se ve nada! ¡Pero nada de nada! ¡Ten cuidado! ¡Encarna, déjame a mí que yo sé lo que hago! ¿Quién lleva el coche? ¿Eh? A partir de aquel momento de la interrogación contundente hacia mi madre, hubo un silencio casi sepulcral en el automóvil.

Aquel viaje de regreso a la capital marcaba el fin de un día lleno de olores, colores y juegos en la casa de la abuela, donde las historias mezcladas con las pequeñas obras de teatro repentinas cobraban vida en el escenario improvisado de una manta a rayas colgada con una cuerda de la rama de un árbol. Allí y detrás de la tramoya, la tía ejercía de directora teatral, mientras que los demás espectadores de la familia permanecían sentados a la espera del estreno de la función. Sobre un patio de butacas medio húmedo y plagado de trebinas, hierbas y alguna que otra zarza  descarriada, estaba nuestro público animando con sus aplausos a que los actores y actrices  realizaran su mejor obra. 

Sin embargo, este regreso a casa también representaba el retorno al colegio y a la rutina de la vida diaria, con sus deberes y responsabilidades, una carga que pesaba en mi pequeño corazón y en mi pensamiento como una diminuta sombra al atardecer, pero sabiendo en mi interior que era ineludible e inexcusable. Hubiera querido no deshacerme de aquellos domingos para volver a mis hábitos, pese a que también la escuela me seducía.

Pero a pesar de que el regreso iba acompañado de una cierta melancolía y nostalgia, yo guardaba en el interior de mi corazón, una intuición casi palpable, la promesa de nuevos días de aventuras y descubrimientos, donde cada viaje sería una oportunidad para explorar el mundo y aprender las lecciones que solo la vida con sus diversos e intrincados caminos puede enseñar.