jueves, 24 de noviembre de 2022

Badanas




                                                          Fotos Tanci.


“Por San Andrés, el vino nuevo, añejo es”


 Así, cogida de la mano de mi abuela caminaba, y ambas, pegadas al borde de la carretera que pasaba por debajo de la casa, emprendíamos el camino.


"Vamos a llegarnos a casa de Claudio que trabaja en una finca en la costa, a ver si le queda algún rolo de los que suele traer".

 

Así me decía mi abuela, como si yo dispusiera algo en sus decisiones. Emprendiendo el recorrido, notaba como su mano cariñosa y grande agarraba la mía y nos disponíamos a caminar hasta llegar, ahí más allá, hasta un camino empedrado y empinado que había que bajar.


Lo del rolo me hacía mucha gracia porque la versión que yo conocía hasta el momento era la escatológica y que tanto le gusta a un niño ¡Fuerte un rolo! Estaban los rolos que dejaban a la vista los gatos más perezosos y que no llegaban a tapar con la tierra sus excrementos. Tan limpios ellos. Los rolos de los perros que los hacían por alguna orilla de las huertas, pero nunca en los alrededores de la casa. Los rolos de las personas dando muestra de un buen comer y de un buen funcionamiento de sus intestinos. Pero aquel rolo que iba a buscar mi abuela no era el que estaba instalado en mi pensamiento, más bien yo intuía que era otro bien distinto. No le pregunté a mi abuela, porque al fin y al cabo  iba a descubrir la clase de rolo que mi abuela necesitaba.


Una vez bajada la calzada y llegando a la doble portada de madera tosca que trancaba la casa, mi abuela se desprendió de mi mano y aflojó unos cuantos toques con la palma de su mano en la hoja que estaba entreabierta ¡Pam, pam, pam!


Y llamando con voz sonora, entonada y  cantarina dijo:


-¡Claudio! ¡Claudió! ¡Claudio!, mientras que del interior salía una voz de hombre  ronca, carraspeante y nada clara.


-Pase, pase pa'dentro, aquí estoy picando estos rolos a las vacas que acabo de traer del Masapé…


En aquella habitación, alumbrada por un carburo que estaba colgado de una tacha herrumbrosa y espetada a la pared, se vislumbraban unos cilindros gruesos y altos, canelos y verdes en distintas tonalidades y que estaban apoyados al tabique de piedra y barro contiguo.


Mientras, Claudio, no dejaba de picar sobre el picadero de madera  aunque paraba por momentos para escuchar atento a mi abuela y hablar de la platanera, de los plátanos, de la finca, del agua, del tiempo y de más cosas por resolver…


¿Cómo podía hablar sin que se le cayese el trozo de cigarro que permanecía entre sus dientes medio escachado y medio encendido? Para mí era un auténtico sortilegio ese equilibrio. El sombrero gris de fieltro avejentado y calado de medio lado. La barba de días sin rasurar. Las lonas calzadas y que apenas se le veían, metidas entre todo el follaje recién picado y el olor característico al cigarro Kruger mezclado con el auténtico olor al rolo recién cortado… a las plataneras.


Había un halo semioscuro en aquel pajero, aliñado, además con el olor de la vegetación recién cortada, también con el olor a café que empezaba a desprenderse por los orificios de la otra puerta colindante.


Cuando mi abuela hubo convenido el trato con Claudio, regresamos de nuevo, no sin antes ser convidada a café, café del bueno, café del que se cuela a través del tejado de tejas.


A los dos o tres día siguientes  aparecieron en casa de mi abuela unas tiras gruesas de forma acanaladas y separadas unas de otras y que por apariencia, me dio la impresión de que procedían de aquellos rolos que estaban empinados en aquel pajero.


Había que dejar secar aquellas tiras gruesas y largas para formar otras más pequeñas y que serían las que se utilizarían para atar la viña en el momento de levantarla y en su tiempo correspondiente.


Para nosotros eran unas sogas magníficas que empleábamos para casi todos los juegos infantiles. Hacíamos pelotas para jugar al fútbol o jugar a tirárnoslas para atinar el lanzamiento. Como correa atada a la cintura para colgar nuestras espadas y pistolas a modo de carcaj. Hacíamos trenzas y usábamos las badanas para atarlas de un árbol a otro para tender la ropa que rapiñábamos de la pila de lavar.


Nos hacíamos pulseras trenzadas de oro  y anillos de diamantes enormes con piedras de obsidiana. ¡Cuánta imaginación con tan poco! Las diademas y coronas reales no faltaban y mi hermano confeccionaba unas preciosas cometas con papel de embalar que pintábamos de colores rojo, verde, amarillo y azul, donde la cola y el hilo era de este material tan jugoso y recurrente. Mi hermana utilizaba algún trozo más ancho de badana para marcar su libro de lectura.


Pero aquellas tiras había que trabajarlas para poderlas emplear en tantos medios.


Mi abuela les quitaba una especie de fibra parecida a una tela fina que estaba pegada al envés de la badana y posteriormente las ponía de remojo en la pila de piedra alargada de lavar durante un par de días. Luego cuando estaban flexibles, hacía tiras, manualmente, del tamaño de un dedo de grosor y como de un metro de largo, y las iba colocando unas junto a otras hasta formar un  manojo. Luego los colgaba de las ramas de los árboles más cercanos a la casa para que escurrieran el agua. Formaba varios manojos. Tantos como personas iban a participar en la tarea de levantar y  atar la viña ese año.


Era un material de fibras vegetales naturales y flexibles,  que ahora se denominaría de reciclaje, pero antaño se usaba para las labores agrícolas como atar la viña o alguna labor doméstica como cerrar la puerta del gallinero, atar la pata de una gallina clueca a una piedra para que no se escapara o simplemente colgar algo de una pared…


Hoy, creo que este recurso ha quedado en desuso cambiándolo por hilos de rafia o hilos de plástico.


Nosotros nos sentíamos poderosos e importantes con el pequeño manojo que mi abuela nos hacía para mis hermanos y para mí. Fajarnos a la cintura aquellos manojos de tiras de badana, era como si nos sintiéramos mayores y eso nos daba cierta seguridad. Pero nosotros usábamos aquellas tiras para nuestros juegos inventados y particulares. La labor de podar, levantar y atar la viña se dejaba para manos expertas, adultas y amorosas. Y eso eran  palabras mayores.


 


  “Bebe vino y come queso y llegarás a viejo”


Fotos: Tanci

1.Platanera sin cortar el fruto ni el rolo.

2.Artesanía de álbum de fotos realizado íntegramente con las badanas( fibras naturales extraídas del tallo de la platanera)

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