sábado, 2 de mayo de 2020

El capirote


  Foto prestada por Isidro Felipe Acosta para este blog

Era muy fina la señora. Su tez de porcelana blanca delataba la belleza de alguien noble, por dentro y por fuera, con esa nobleza que parecía escapar de un cuadro antiguo. Rubia, portaba una trenza siempre bien tejida que sabía rematar enroscada en una especie de caracola sobre su nuca. Distintas trabas de diferentes colores con sus pasadores y horquillas variadas de nácar y pedrería, y en distintos momentos,  mantenían el cabello adornado casi permanentemente. Entre ellas,  había una especial a la que le tenía un cariño casi devoto; la de cuero  repujado, de color magenta y con finos dibujos y figuras simétricas. El porte de la señora era siempre exquisito. Parecía disponer de una paleta prodigiosa: usaba colores pastel que sabía combinar de forma efectiva con otros de tonalidades más chillonas. Y, sin embargo, cualquiera de ellos la hacían destacar.
Su caminar siempre fue brioso, con ademanes aristocráticos, herencia de la ciudad de procedencia. Nunca una palabra más alta que la otra. Nunca se le apreció un enfado, aunque, por lo justa que era, creo que no lo necesitó. Evitaba, eso sí, entrar en discusiones bizantinas que sabía perfectamente que no la llevarían a nada…  con lo que conseguía no colocar una arruga más sobre su rostro.
Después de una cierta edad acostumbraba, más a menudo, invitar a sus amigas a su casa, a quienes agasajaba con galletas de mantequilla inglesas, un queque recién horneado,  o un exquisito licor o mistela de ruda o café elaborados por sus manos.
Era muy fina la señora. Y lo seguirá siendo porque pone todo su esmero en mantener su atractivo. Por eso hace honor al refrán “el que tuvo, retuvo”. Por otro lado, su graciosa presencia desprende un halo especial de serenidad que es capaz de  comunicar a poco que mires a sus ojos. Ojos azules como los de mi abuela que sumergen al interlocutor en un mar en calma, de tranquilidad...
Se encargaba la señora, por mor de su graciosa belleza, de tener a su alrededor los más variados pretendientes: hombres bien parecidos y bohemios, hombres de bien y  solventes económicamente… Ya se ocuparía su padre, bigote en ristre, porte serio, rostro tocado con bombín, de dar o no el visto bueno al pretendiente que, la mayoría de veces, no coincidía con el gusto de la hija.
 Las calles por las que solía pasear la señora eran empinadas, de casi perfecto adoquinado, algo húmedas. Tenían un alumbrado tenue y ambarino, capaz de hacer desconfiar de la propia sombra de uno. La ciudad brillaba descontroladamente a los primeros rayos de sol que se hacían acompañar con las nubes de ida y vuelta. Eso hacía despertar y poner en marcha  a uno de los susodichos pretendientes, encaminando sus pasos hasta cualquier punto por el que paseara la señora para hacerse el coincidente. Su intención no era otra que la de entablar una tímida conversación con ella, a la vez que la agasajaba… Por cualquier esquina de la vetusta ciudad podía oírse  el trino de algún  pájaro capirote que, con su bello canto, hacía que cualquier persona volteara su cara a fin de poner mayor asunto a la procedencia de su gorjeo. Bello canto que, tanto de mañana como de tarde, acompaña el ritmo de la ciudad campesina pero a la vez señorial.  A  esas horas, estos bellos ejemplares aparecen por primavera dando sendos conciertos, por lo que el postor a pretendiente, sabiendo que la señora paseaba de tarde, desde la calle larga y ancha hasta la Plaza Mayor, llegó al acuerdo tácito con ella de imitar el canto de este pájaro para que supiera por dónde se encaminaba y así, de esta manera, poder encontrarse. Ella, por su parte, también respondía con las mismas notas.
¡Ambos tenían la misma consigna para el encuentro! Apenas cinco minutos bastaban para intercambiar unas pocas palabras, mientras sus corazones se movilizaban de manera apresurada... hasta que ella, cogida del brazo de una de las amigas de las que siempre iba acompañada, hacía el mismo trayecto de regreso a su casa.
El capirote mañanero con su inusitado canto intentó llevar hasta el altar a la  joven señora, pero otro pájaro de distinto pelaje se cruzó en el camino,  haciendo resonar, tal vez, su canto  más adentro de su corazón.
Hoy, al pasar de los años, aquel capirote de canto de ruiseñor, libre y algo bohemio se pasea por las ramas del limonero  que desprende olor a azahar y que a través de su ventana puede oír musitando el re, re, fa…la, re, re, como una llamada que quedó pendiente. Así lo cuenta la señora a las amigas, con el pálpito profundo y antiguo del recuerdo del amor primero, asegurando que la melodía que entona es la de antaño. ¿Cómo no creerla, si el ruiseñor es el único que puede atisbarse en la vetusta ciudad y, día a día, elige el viejo limonero para entonar su canto?

https://youtu.be/AtCQYvwXf8M