viernes, 6 de marzo de 2020

El patín



                                                                                                           Foto sacada de Internet



Por aquel entonces se me iban los ojos hacia aquel patín cada vez que veía a mi vecinito lanzado a toda velocidad montado sobre su patinete de ruedas gordas inflables de color blanco. Y es que nunca había visto otro igual por los alrededores del barrio, ni tan siquiera en el parque situado en el centro de la capital y al que me llevaban mis padres a pasear junto con mis hermanos, y en el que concurrían muchos niños y niñas. No, no era un patinete normal a mis ojos. Era elegante, robusto, fuerte, bien hecho y de calidad. Tenía pegado justo a la rueda trasera un pedal de frenado y la plataforma donde iban colocados ambos pies era ancha y protegida por una especie de alfombrilla de goma gruesa y negra. Cuando Joseíto montaba sobre él, daba la sensación de que iba como en volandas, como flotando…Ahora pienso que hasta tenía amortiguadores, algo inusual en un juguete para la época.
Con mi corta edad sabía que mis padres no podían permitirse regalarme tamaño juguete aunque lo deseara y lo pidiera, por eso mi ilusión era tener un patinete aunque no llegara a semejante envergadura. Del dinero que me fueron dando entre familiares y amigos el día de  mi primera comunión, contabilicé como unas doscientas cincuenta pesetas. Y mi padre, que nunca fue sexista con ninguno de sus tres hijos, atendió a mi sueño aportando él las cien pesetas que faltaban para su adquisición. Era plateado de latón fuerte, con una rueda delantera y dos traseras de goma negras aunque no de inflar como el de mi vecino. Los manguitos eran de color rojo y su misión era no solo la de embellecerlo, sino además la de amortiguar las posibles rozaduras contra alguna pared ante el impedimento de no poder frenar a tiempo. No tenía pedal de freno como aquel, pero nada mejor que hacerlo con el pie izquierdo arrastrándolo por la calzada hasta que paraba. Ese y otros juguetes de los llamados “de niños” eran mi debilidad y tuve la gran suerte de haberlos podido disfrutar tanto por mí misma como compartidos con mi hermano que, dicho sea de paso, nunca puso objeción alguna al uso y disfrute  de cualquier juguete en común. Yo no era de muñecas, ni de juguetes que no requirieran acción o descubrimiento.
Debió ser que aquel patín no sólo brillaba por ser nuevo y por ser plateado, sino que no había en la calle niña más feliz  montada sobre aquel artilugio que aparentaba a mis ojos como una nave intergaláctica. Y debió ser también que se me notó mucho mi felicidad (las mujeres no debemos ser muy felices y si lo somos, no debemos exteriorizarlo mucho). Y por si fuera poco se notó también la gran habilidad que mostraba al conducirlo calle arriba, calle abajo y viceversa… (Las mujeres no debemos ser muy habilidosas ni  mostrar ciertas destrezas en los juegos de niños, juegos de acción, juegos de inteligencia, ni tampoco parecerlo)
El caso es que Luisito, mozalbete imberbe pero mucho mayor que yo no sólo en edad, sino también en corpulencia y altura y con unas manotas gruesas corrió detrás de mí para, según intenciones, quitarme mi patín, sin tan siquiera habérmelo pedido prestado y diciéndome a voz en grito - ¡Dame ese patín! ¡Qué me lo des, te digo! (Instándome a que yo además me amedrentara.)
Saliéndome mi ramalazo de rabisca y enrabiscada ya por la situación creada y por lo que yo consideraba que era no solo un abuso, por ser mayor de edad a la mía y por  su estatura, sino también porque ni era su amiga ni nunca jugué con él porque no tenía sus mismos intereses. Tampoco medió palabra alguna entre él y yo, sujeté con todas mis fuerzas mi juguete sin desprenderme de él, tirando hacia mí para que no me lo quitara de mis manos. Mientras, él insistía y tiraba con más fuerza arrastrándome por la acera hasta tratar de tambalearme continuando el forcejeo. Intentó, a la fuerza, sacar mis pequeñas manos del manillar, colocando sus manazas sobre las mías hasta que le di una gran mordida en sus nudillos no quedándole otro remedio que aflojar y soltarme. Aproveché ese momento de liberación para salir corriendo y llegar hasta el negocio de mis padres donde estaba mi madre detrás del mostrador. Llegué jadeante, roja de rabia, lloriqueando y con mi corazón acelerado a punto de salirse de la caja torácica. Mi madre trataba de tranquilizarme instándome a que le contara lo sucedido. Al tiempo que le relataba, noté rabia e indignación en ella. Siempre recordaré sus palabras: Ese chico llegará a ser un atorrante, no hay más que ver cómo le grita y trata a su madre, a su tía y a sus hermanas. Sin embargo no nombró a su padre.
A este imberbe machote solo le oí decir gritando y gesticulando cuando me alejaba corriendo de sus fauces: ¡gafuda!, ¡qué eres una gafuda!, ¡cuatro ojos!, ¡greñuda!, que eres una greñuda fea, con un grano en la nariz como las brujas…
Y sí, tenía gafas; o sea, cuatro ojos y también tenía un pelo rizado; o sea, unos cabellos ensortijados…y la verdad  medio bruja tuve que haber sido, a sus ojos, porque le gané su empedernida y violenta batalla, que no era la mía.