sábado, 1 de febrero de 2020

Pequeños tesoros





                         Imágenes sacadas de Internet



Por una peseta te daban cuatro unidades abombadas de fina capa de chocolate rellenos de una untuosa y dulce crema de color… de color… bueno, pues de color crema. Así saboreábamos aquellas pequeñas golosinas envueltas en finos y brillantes papelillos de colores. Precisamente eran los distintos colores los que despertaban nuestro interés mucho más que las llamadas pastillas de perra gorda, ya que éstas, aunque también de colores, eran opacas y no estaban envueltas.
Si por un casual caía en nuestras manos una peseta, que eran correspondientes a las diez perras gordas, íbamos rápidamente al estanco más próximo del barrio o a la venta más cercana, a comprar las cuatro pequeñas piezas. Verdes, rojos, azules y amarillos componían la paleta usual de aquellas pequeñas bombas. Más tarde llegaban algunos salpicados de florecillas de distinta tonalidad. Conseguirlos era un triunfo, ya que no eran abundantes y se mezclaban, salpicados, entre todos los demás. Perfectamente envueltos y rematados por su base plana en varios dobladillos bien fijos, no había forma de que algún papelillo de aquellos se desenvolviera, por un casual, entre toda la tonga de bombas de colores que componía la caja a granel.
Nuestras manos menudas se afanaban, pese a las ganas de saborear cualquiera de ellos, en lograr extraer el papelillo al completo. Sin romperlo y sin rajaduras. ¡Todo un arte!  Una vez completado este artesanal proceso, nuestras bocas paladeaban aquellas pequeñas delicias que rápidamente se disolvían en nuestras bocas.  Mientras buscábamos una superficie lo suficientemente plana y sin ningún tipo de agujeros o roturas para extender sobre ella nuestras laminillas de colores. Podía ser el poyo de la cocina o uno de los escalones del zaguán de la casa donde perpetrábamos todo tipo de juegos y hazañas. Con el dedo gordo las acariciábamos suavemente una y otra vez hasta dejarlas planas y casi sin arrugas. La mayor sutileza llegaba cuando rematábamos nuestra obra con la uña de ese mismo dedo gordo apoyado entre el índice y el medio de tal manera que llegábamos al mayor de los malabarismos en el arte de aplanarlas. No debíamos de hundir demasiado la uña en la repetición del aplanado para, de esta manera, no romperle un cacho o que terminara rajada si nos pasábamos en el alisado. Así  aquel tesoro absolutamente planchado de color rojo, verde, azul o amarillo iba a parar a cualquiera de los libros escolares del momento o bien a un libro de cuentos donde las imágenes empezaban a ser coloreadas también.
El siguiente paso era el de mostrarlo a nuestras amigas como si de pequeños tesoros se tratara. ¡Eran las platinas!, sutiles y planos objetos de colección y devoción.
 Bellísimas hojitas de colores finos y delicados que, una vez bien lisas y entre nuestros dedos y con un ligero movimiento, emitían  un tenue y ligero ruido silbante.
                                                                           
                                                                                


                                                                           
                                                                                  

                                                          


                                                                                                
                                                                                  

                                                          


1 comentario:

Teresa dijo...

También las recuerdo, nos encantaban los colores que luego nos servían para hacer muchas cosas . Un beso.