lunes, 1 de abril de 2019

La cesta de herramientas


                                                                                              
Las pequeñas herramientas de aquel capazo de esparto me hicieron arquitecta, aparejadora o mujer albañil. Sí, cada invierno fui una niña albañil. La lluvia caía a borbotones y rodaba calle abajo como un auténtico río embravecido. Las calles de mi barrio no estaban asfaltadas y esa corriente impetuosa arrastraba piedras, barro, fango, ramas y yerbas. En huecos o entullamientos por la fuerza del agua quedaba atrapado y finamente cernido un lodo viscoso, canelo y pegajoso. Nuestras manos infantiles lo cogían y quedaban casi indeleblemente manchadas de color marrón rojizo intenso. La lluvia era una fiesta para los niños de mi calle y el disgusto de nuestras madres, que luchaban infructuosamente para que no nos mancháramos ni termináramos mojados. Nosotros, al mínimo descuido, construíamos nuestras pequeñas obras arquitectónicas. Del mágico lodo salían presas y represas, hábilmente conectadas por pequeños cauces o atarjeas que, aprovechando el terreno inclinado, se llenaban como vasos comunicantes. La mayor, en la parte alta, se trancaba, quedando estanca, mediante una compuerta: una moldeada bolita de barro que pegábamos al agujero por dónde salía el agua hacia el estanque más bajo. Después ingeniábamos buques de carga y barcos de pasajeros con sus chimeneas: la cercanía del muelle nos daba suficientes modelos a imitar. La flamante cesta de herramientas de mi hermano me hizo sentir la mejor arquitecta del mundo. Para nuestros ojos de niños aquel tesoro lo tenía todo: plomada para equilibrar muros, cuchara para allanar paredes, un metro amarillo en zigzag, un nivel con su gotita en medio, un martillo, llana para superficies, escuadra para esquinas, un lápiz rojo de mina gruesa, un cincel plateado y papel cuadriculado para diseñar. Usábamos esas herramientas creyendo firmemente que éramos los mejores diseñadores de obras. Mi hermano siempre compartió juegos conmigo. Sin prejuicios, aceptaba que yo prefiriera sus juegos ingeniosos y activos, a los que me asignaban como niña. Habilidoso y creativo, juntos formamos un fantástico tándem de construcciones callejeras, porque yo no me quedaba atrás. Nuestros padres fomentaron ese espíritu libre y ocurrente, pese a la opresión de aquellos años.
Hoy mi hermano, eterno embellecedor de espacios, diseña casas y construcciones. Sin ser arquitecta, aparejadora o mujer albañil, yo adquirí esas destrezas y habilidades desde niña, lo que me permitió ser ingeniera y artesana, como maestra, propiciando personas mejores, más libres y con más oportunidades. Eso, como aquello, ha sido un privilegio vital.

    

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