jueves, 30 de agosto de 2018

Pescado salado



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Nunca faltó el pescado salado en aquel hogar humilde.
La mujer huesuda, enjuta, sin carnes apenas parecía que tuviera el pellejo adherido al entramado de sus huesos. Alta y de mirada triste, vestida de luto riguroso, apenas se tenía en pie. Pese a que no llegaba a la vejez, su delgadez, su palidez y debilitamiento mostraban carencias continuas de alimento casi imposibles de subsanar dada la pobreza de su entorno.
Llegado el tiempo invernal y con éste el frío, crujían aún más sus huesos, las bisagras se negaban a cumplir la misión de un buen engranaje. Cada día que pasaba, sentía que se paralizaba más su deambular y cualquier esfuerzo físico le costaba a doña Juana el doble; por debilidad, por inanición y por reúma. Entre su falta de glóbulos rojos y el desgaste de sus huesos por genética, casi no sentía su cuerpo y con esta gran impotencia cayó encamada.
La cosecha de papas, verduras, legumbres y cereales no había faltado nunca en aquella casa, pero la vida le había cambiado al haberse quedado sola con sus niños cuando reclutaron a su marido para la guerra de Cuba.
Ella, mujer más bien fina, poco acostumbrada a las labores del campo, se había dedicado a su casa, a su marido y a sus hijos. Y a coser. Había, incluso, adquirido una máquina de segunda mano inglesa de marca Singer para tales tareas, con unos ahorrillos que tenía del resultado de una excelente cosecha de papas. Cuando su marido faltó, empezó a desfallecer. Sola, y con los hijos a su cargo para sacarlos adelante, no le quedó otra que lanzarse a la búsqueda de alimento para sus vástagos arañando la tierra con sus propias manos. Y ya sabemos cómo son las cosas del campo, si el tiempo lo tenemos bueno, algo da la tierra; pero si se vira, no cuente usted con nada que echarse a la boca. A lo sumo un puño de gofio amasado y alguna poca de leche de la cabra…
Faltaba el alma de la labranza, las manos rudas y fuertes acostumbradas a obligar al terreno a parir la cosecha. Así que, cuando el alimento escaseaba, doña Juana repartía lo quiera que había entre sus hijos quedando ella sin nada que llevarse a su boca. No reparaba en ello. Por encima de todo había que mantener a su prole. Llegó un momento, extremo en consideración, en que ya no salió de su catre de viento. No pudo con su alma y las fuerzas le faltaban hasta para abrir sus dulces y avellanados ojos.
Una mujer de la familia, vecina de la casa, al ver que no daba señales de vida, tocó a su puerta entornada como era costumbre de dejar por aquella época, y fue a dar con ella. Hundida su cara, hundidos sus ojos. Su cuerpo reflejaba más la cercana parca que el de una mujer con ganas de seguir luchando. Pálida, escuálida y sin energía tan siquiera para mover su cabeza al tiempo en que la llamaba por su nombre. ¡Juana, Juana!, pero Juana ni se inmutó…
Rápidamente y a duras penas logró sentarla en la cama, le refrescó su frente y su débil cuerpo y la habilitó con su vestido negro de ir a misa los domingos y fiestas de guardar, y le colocó el sobretodo sobre sus decaídos hombros. La peinó, haciéndole una larga trenza que acostumbraba a enroscar sobre su coronilla. Le costó calzarla toda vez que su pies no respondían con firmeza a la colocación de sus zapatos. Estaban esmagados. Mientras un propio de la familia se dirigió raudo a la búsqueda del médico, llevando una mula para transportarlo ladera arriba hasta aquel lomo.
Llegó acompañado del doctor y cuando la auscultó, de inmediato vio que era un caso flagrante de alimento. Un decaimiento total de su máquina.
¿Por qué no come la señora? Le preguntó a los familiares acompañantes que habían acudido a la mísera casa. Estos no dudaron en dar la respuesta correcta:
- Doctor, su marido se fue a la guerra de Cuba y ella quedó a cargo de sus hijos. La mayoría de las veces no tiene con qué contentar a sus pequeños… ¿Cómo va a poderse alimentar ella?
El médico arqueó sus pobladas cejas. El entrecejo se surcó más todavía y aconsejó, adaptando su lenguaje a aquellos nobles campesinos:
-Esta mujer necesita comida de sustancia. Deben
alimentarla con carne.
Los familiares se miraron entre sí consternados.
- ¿Y cómo le damos carne si nosotros también somos pobres?
El médico los miró en silencio y preguntó
- ¿Y para comprar pescado salado tendrían?
Los familiares, aliviados asintieron con la cabeza.
- Pues vayan al Puerto de la Cruz, dijo el doctor, diríjanse a cualquiera de sus lonjas y compren pescado salado. Es mucho más barato que la carne, que los huevos o incluso que la leche. Y que coma diariamente un trozo además del gofio y de las papas - Y así lo hicieron.
Ese mismo día llevaron un par de samas de pescado para su casa. Lo justo para empezar una dieta rica en proteínas, vitaminas y hierro. Al cabo, cuando se había terminado el pescado, y ya algo más restablecida doña Juana, emprendieron las mujeres viaje de nuevo hacia el Puerto llevando de riendas una burra para hacer acopio de pescado no sólo para ellas, sino también para el resto de la familia.
A partir de ahí nunca faltó en la casa de la familia de doña Juana, y en la de ella misma, el pescado salado guardado siempre en un cajón apropiado para él y cubierto de tela de arpillera que lo tapaba del polvo y lo mantenía fresco.
La familia de doña Juana, sobre todo la que la auxilió, mucho tuvo que ver con su recuperación. Con la solidaridad que caracteriza a los humildes, estuvo en adelante presente para ayudar a Juana a alimentar a sus niños, así como que no les faltara a ninguno de ellos su trozo de pescado salado.
El marido regresó de su reclutamiento. Y aquella casa volvió a ser una casa importante de labor agrícola, y doña Juana pudo volver a ocuparse de sus labores domésticas. Pero la lección quedó, indeleble, en el imaginario familiar. Siempre a partir de ese momento, el granero albergó, junto a los cereales y las legumbres exquisitas de la zona, un cajón con pescado salado .

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