Don Pancho fue uno de los agricultores omnipresente en mi
niñez. Llevaba don Pancho un sombrero de paja, a la corta y permanentemente
ladeado y una cachimba permanentemente entre los labios, que sólo se la quitaba
para comer, para llenarla de picadura de tabaco o cuando, cansado de la dura
labor diaria, se iba al catre. Recuerdo a don Pancho con cariño. Era hombre de
gran paciencia y nobleza, tanto con los que le rodeaban como con los dos mulos
que le servían de apoyo en las labores del campo. Concretamente, en época de
vendimia, acarreaban las uvas desde las huertas hasta el lagar. Don Pancho manejaba muy bien a estos
animales, testarudos como son, pero lo que es lograr un buen vino… entonces
estamos hablando de otro asunto. No, don Pancho no tenía buen tiento ni mano
certera para la elaboración de un buen vino. No sé si era porque cogía las uvas
sin su punto de madurez, sin dejarlas el tiempo suficiente en la parra, o
porque mezclaba las maduras con las que aún no estaban en sazón, de ahí la
acidez de su vino. O porque era el primero en el uso del lagar cada año. El
caso es que cada vez que don Pancho daba a probar su vino en uno de aquellos
vasos toscos de vidrio grueso, de culo de botella, la gente se arripiaba, aunque procurando no dejar
entrever el gesto producido por lo agrio en el paladar.
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Don
Pancho, no está malo… pero parece que todavía no está hecho el vino, le falta
tiempo….
Y don Pancho se conformaba, esperando, tal vez, que cuando
pasaran unos días su vino alcanzara otro paladar más dulzón… más hecho.
Nadie, por aquel entonces, quería ser el primero en hacer uso
del lagar comunal. Siempre se estaba listo para decir: “A las uvas mías todavía
les falta una semanita para estar maduras”, o, “yo estuve ayer en el terreno y
qué va… no maduran, lo menos, en quince días”. Era conocido por los
agricultores y vinateros que el primero que usara el lagar debía darle una
buena barrida a las tanquetas, a tenor de la tierra, basura y el polvo
acumulado durante un año completo, debía lavar posteriormente con agua, tanto
el piso como los laterales de los muros de esas tanquetas, lavar la gran soga
gruesa que servía para enrollar los bagazos y orujos, lavar las tablas, los
mallares, los cerditos, llamados así a unas pequeñas tablillas para hacer
encajar la viga con la gran torre compuesta de la torta y demás maderas. Y las
tejas, que eran las dos pequeñas tablillas gruesas arqueadas que se ponían al
final, sobre los cerditos, para que la viga encajara con exactitud. Todo ese
proceso de limpieza era, como es obvio, necesario, pero tal vez le quitaba las
bacterias y levaduras naturales imprescindibles para una buena fermentación del
mosto y que el azúcar se convirtiera en alcohol. Ese trabajo meticuloso y
previo era el que todos, socarronamente, conocían y por ello evitaban
principiar en cada vendimia.
Tal vez por eso a don Pancho nunca le salió el vino bueno, el
vino con cuerpo, el vino con paladar, el vino hecho… era más bien un vino ripiento, de hacérsete hoyuelos en los
carrillos, arrugándosete los labios apenas lo llevaras a la boca.
No sé yo si aquellos hombres que pisaban arduamente las uvas
y que no necesitaban llevar esterilización alguna en sus pies, arrastrarían en
ellos algún tipo de bacteria o levadura capaz de transformar el oloroso mosto
en un exquisito vino con una graduación más que excelente. El caso es que
aquellos hombres agricultores, trabajadores esforzados amantes de un vasito de
buen vino de propia cosecha, entraban y salían del lagar sin reparar en lavarse
o sacudirse las pieles de uvas y bagazos que iban pegadas a sus pies y a sus
piernas. Entretanto yo, con ojos de niña, pensaba que aquello era suciedad y no
entendía la manera de andar descalzos tanto dentro como fuera en los
alrededores del lagar; ellos sabían que nada malo podía sucederle al mosto,
toda vez que vendría su fermentación posterior. Ellos cuidaban que el hervor no se
paralizara, sabiendo que la temperatura interna del mosto procedente de aquella
uva madura y dorada tendría que ser entre los 18 y los 20 grados, y que,
encerrándolo en aquella vieja bodega fresca y olorosa, de paredes enjalbegadas y
amarillentas por el paso del tiempo, de piso de tierra apisonada, el logro
estaría conseguido. Yo, sin entender como de la relativa pringosidad de los
pies saldría un néctar deseado para llevárselo a la boca; ellos, sabiendo lo
que hacían, esperanzados de tener la mejor cosecha de la temporada. Yo,
asumiendo, entendiendo y aprendiendo costumbres, ritos y enseñanzas; ellos,
transmitiendo y practicando una vendimia que habían heredado, también ellos,
como yo, cuando chicos, de sus ancestros.

Fotos Tanci
(Dedicado a mis hermanos Fidela y José Felipe fieles herederos de esta práctica ancestral)