(Capricho de formas y colores) Tanci
Pendían colgadas de una traba de madera y ésta a su vez estaba sujeta a un hilo de carrete que, a modo de tendedera, atravesaba de extremo a extremo y pasaba por encima de la cabeza de la ventera. No era lo único que colgaba de esa tendedera que hacía las veces de expositor, improvisado reclamo en la venta rural.
Por más que se me fueron los ojos, tiré de la chaqueta de mi madre, señalé tímidamente con el dedo, me atufé y hasta me puse de mal humor, no supe comunicar con palabras lo que quería de aquella tendedera, por otra parte llena de otros objetos como alpargatas, cernideras, paños de cocina, regaderas o baldes. Aquella llamativa bolsa transparente de plástico con pequeñas frutas y verduras en su interior no llegó a mis manos y no obtuve el tan preciado capricho que, de alguna manera, hubiera llenado mi necesidad de palpar, tocar, acariciar… lo que se me colaba por mis sentidos.
Supe que ellos sabían, sin haber articulado palabra alguna de petición para mi deseo, lo que yo quería, pero ignoraron mi demanda.
Cuando gané mi primer sueldo, compré unas frutas y verduras similares, aunque sin el mismo encanto que las de mi recuerdo. Les saqué partido como enseñante y, al final, pasé a regalárselas a mi sobrina para sus juegos.
Ahora, desde la distancia, me planteo si mi carácter hubiera variado para mejor o para peor, de habérseme concedido aquel pequeño capricho, que en realidad no lo fue tanto, porque era más bien la manifestación de la necesidad de palpar y olfatear con todos mis sentidos. Ahora que lo pienso y reflexiono, concederme aquel insignificante capricho hubiera aumentado, más todavía, mi sensibilidad estética, táctil, visual y hasta olfativa.
Hoy por hoy, no sé dónde englobar el capricho por el capricho. Lo cierto es que el capricho es un antojo y es verdad que me antojé en aquel momento; sin embargo, no hay que confundirlo con la actual cultura permisiva en la que se permite al niño dejarse llevar por los caprichos llegando al extremo de no poder soportar cualquier mínima frustración. Bien pensado, no recuerdo otro capricho que se cruzara en mi camino en aquellos años de escasez y ahorro. Y si lo hubo, quedó relegado en alguna gaveta de mi cerebro, aparcado, en la certeza de que no se me iba a conceder.
Esa fue la única vez en que fui consciente de un posible capricho: en el albor de mi primera infancia. Aquellas pequeñas frutas y verduras plásticas guardadas en un fino y transparente celofán eran atractivas a mis pupilas. Probablemente lo que me llegaba eran las formas y los colores, como destellos multicolores que me capturaban con su silenciosa y atractiva llamada.
En la actualidad, se constatar que hay personas que actúan “a capricho”, ya que se conducen sin tener en cuenta las normas establecidas por nuestra sociedad. Es decir, frecuentemente actúan según un deseo no claro o una motivación no razonable, mediante determinaciones no fundamentadas, tomadas de manera arbitraria. Lo malo es que esas personas terminan consiguiendo sus deseos, pues enfocan todas sus fuerzas con auténtica tenacidad para lograr sus caprichos, demostrando falta de madurez y de reflexión. Podría decirse que el capricho es un comportamiento que en algún momento ha sido fortalecido mediante el consentimiento y/o la connivencia de las personas de las que el caprichoso, en potencia, se rodea para llegar a perpetrar y perpetuar sus actos. Tal vez, si indagáramos en profundidad, detrás de esa conducta hay algún tipo de carencia que el sujeto tiende a satisfacer, o bien una necesidad imperiosa de realizar su voluntad a toda costa. Podemos decir que el caprichoso desarrolla una obstinada manera de comportarse, exigiendo que se hagan las cosas a su manera y bajo sus expectativas. El niño o persona caprichosa tiene deseos de conseguir, a modo veleidoso, cualquier cosa y en cualquier momento. Con insistencia y terquedad pide y demanda su antojo a fin de ser conseguido. Al no satisfacerse sus deseos, aparecen las rabietas, enfados y encaprichamientos. Y al conseguir su capricho, consolida la conducta, lo que no es sano, ni tan siquiera saludable. Existen casos de personas caprichosas al comer, que han desarrollado a lo largo de la vida insanas costumbres hasta el punto de dar lugar a algún tipo de trastorno digestivo. Llegan a ser, no tanto personas caprichosas, sino más bien personas "caprichudas" que centran su ofuscación en sí mismas continuamente, llevando a los que les rodean a la desesperación e impotencia.
De ahí la importancia que tiene la educación desde la base, de tal manera que todo asomo de capricho en una criatura pueda ser canalizado con efectividad en la templanza de su carácter y en la adquisición de destrezas para la toma de decisiones a lo largo de la vida; decisiones correctas y no como puro placer repentino y veleidoso. La educación, como tal, cumple pues un papel fundamental educando en la cultura del esfuerzo, del valor del trabajo, del autodominio y de la voluntad para la lucha y del sacrificio. Ha de enfocarse en la motivación y en el afán de superación, transformando los deseos en la consecución de objetivos y metas sin dejar de lado el disfrute, la ilusión y los momentos de felicidad. No debe permitirse que alguien se deje llevar por la ley del capricho y del antojo. Esto es necesario para que el niño de hoy, adulto mañana, se mueva con soltura, confianza, flexibilidad, frescura, naturalidad e independencia en su futuro no muy lejano. Compaginando sus vivencias, sus emociones y su creatividad en la comprensión y elaboración de su desarrollo personal.
Todavía me asalta una duda: plantearme si mi madre tuvo algún antojo no concedido en su embarazo, para que a mí me saliera una preciosa y caprichosa flor en cierta parte del cuerpo oculta a la vista. Esa incógnita me deja pensativa…
