Fui criada en una venta. Así llamaban por aquel entonces a las tiendas de comestibles. Aquella era “la venta de las macetas” porque era la única en el barrio que las vendía de todos los tamaños y precios. Otros la conocían como la venta de Don Felipe y de Doña Encarna.Pero allí, a buen seguro, se podía encontrar desde la fruta y verdura que a diario iban a comprar sus feligresas, pasando por las pastillas de colores de a perra chica, caramelos o merengues, higos pasados y dátiles; a objetos de uso cotidiano, amén de los granos, azúcar o café que se vendía a granel y que con cuchara de latón y mango de madera se despachaba por gramos, dado que a más no se estaba permitido por la pobre economía doméstica de la época. En papel de envolver o de estraza se ponía el cuarto kilo, o el medio kilo si se lo permitía su economía. Aquello era toda una artesanía del envoltorio o del paquete: dobladillos por los extremos a dos manos y al mismo tiempo, hasta culminar el cierre que en forma de aletilla montando un pico sobre otro, dejaba la mercancía; azúcar, legumbres, cereales etc. bien cerradas y a buen recaudo. Habilidad más que sobrada había que tener para que el paquete, por lazos del destino, no se abriera por una esquina y se fuera derramando paso a paso, de las manos del portador hasta su destino, llegando a veces a no aparecerle al comprador su mercancía por desparramarse en el acarreo. El uso del cartucho se reservaba para el kilo de cualesquiera de estas mercancías.
Meter mis diminutas manos en el recipiente que contenía el arroz o en el de las lentejas, más frías éstas al tacto que aquel, o en el de los garbanzos, algo más rascadores y carrasposos y bastante más difíciles de traspasar al intentar moldearlos, fue una de mis primeras experiencias táctiles, difíciles de olvidar. Al otro extremo estaba el cajón del pescado salado, que, cubierto con tela de arpillera o llanamente llamado saco, pretendía proteger al producto de los calores, del polvo y quizá también de los olores. Pellizcar sólo un poco por un lado a una corvina o sama, para sacarle una pequeña lasca o tira salada y llevármela a la boca, fue uno de mis más apreciados primeros placeres culinarios. Era la iniciación al paladar adulto, pero en boca de una niña que experimentaba los sabores fuertes y rancios de la época. Así pasó también con las aceitunas, que sacadas con cucharón de madera agujereado al efecto para dejar atrás el líquido salado, se vendían a granel extraídas de un gran garrafón de cristal verde botella, de boca ancha y gruesa, para ser depositadas posteriormente en cucuruchos de aquel mismo papel de estraza.
En una vitrina de cristal; jabones y jaboncillos, algún frasco de colonia, sedalinas, libretas y lápices para la escuela, algún objeto decorativo o también de menaje para el hogar, cumplimentaba este pequeño preludio a los posteriores supermercados, hipermercados y grandes superficies que no se adivinaban. Y desde luego marcó aquellos años en cada pueblo o cada barrio. Eran las llamadas “ventas”. La expresión: “voy a la venta” se popularizó de tal manera que hoy en día la seguimos utilizando a nivel familiar y/o popular; voy a la venta de la esquina se diría en términos coloquiales.
La llegada de las macetas, que también se vendían en la misma venta, constituía una auténtica odisea. Venían calientes, recién salidas del horno y había que ayudar a apilarlas por tamaños, a la vez que sobre la superficie de cada una de ellas, había que signarles su precio con tiza blanca: 50 céntimos, 1,25 pesetas, 1,75 pesetas, 2 pesetas según el tamaño y forma. Mis manos terminaban adquiriendo un tinte de color rojizo, que hoy podría comparar por similitud en tonalidad con el que deja la henna.
Mi primer experimento químico lo tuve con el carburo, sabiendo yo que se vendía para introducirlo en unos aparatos llamados del mismo modo, o sea carburos. Mi único objetivo, avalado por mi hermano, era hacernos con pequeñas lascas o piedrecitas del susodicho, para una vez en la calle, mojar estas piedras y simplemente verlas hervir. Lo otro, pegarle fuego con un fósforo, sabíamos que era arriesgado y prohibido y no nos atrevíamos; aunque sabíamos que se conseguía la llama del carburo en artilugios utilizados en cuevas, galerías de agua y muchas casas a las que la electricidad no se había dignado llegar.
Las latas de aceite y de leche en polvo había que irlas a buscar a la llamada tronja, ya que estaban en lo más empericosado de la venta. Pero era toda una aventura acceder por detrás de aquellas estanterías de madera donde se exponía la mercancía, para una vez llegar a lo alto, y a través de unas escaleras; coger la lata de aceite o de leche en polvo para el cliente.
Capítulo aparte lo componían el aceite o el petróleo a granel, que se dispensaban a través de sendos surtidores: -“no me ponga más que una cuarta de aceite y se lo apunta a mi madre hasta que cobre mi padre”. El petróleo, elemento combustible para muchos hogares de aquellos años, suponía también un medio para alumbrarse utilizando quinqués, capuchinas o mechones según necesidades y/o posibles para el uso de estos artilugios.
Y, ¿Quién se acuerda del “crin “?, especie de hierba seca que se vendía al peso para el relleno de colchones.
Así era aquella venta, a la que también tenían acceso los cabreros y lecheras para comprar millo con el que alimentar a sus cabras que por allí pasaban diariamente, para luego vender la leche casa por casa. Era venta de acceso a copas de parra o caña al atardecer, de algún que otro consumidor de tan preciado líquido, y que a la luz de débiles fluorescentes alargados hablaban de obras y casas, cañerías y cañeros, de piche y guaguas, de barcos y muelle, de cambulloneros y mercantes, de refinería y economatos, y de algún que otro mercachifle que acertaba a pasar por aquel lugar.
Así era la venta de mi infancia, lugar social y mercantil, de encuentro mañanero de mujeres de su casa ataviadas con seretas, lugar social y de tertulias de los maridos por las tardes; aderezados con alguna copa de parra o caña encima del mostrador.
Hoy en día estas ventas han caído en desuso, se estila las grandes superficies, los grandes hipermercados y los supermercados.
9 comentarios:
¡qué bonito! cuántos recuerdos! todos teníamos la venta de la esquina a la que acudir para cualquier cosa... ¡qué suerte haber podido estar tras el mostrador de una de ellas! Sigue contando y te escucharé fascinada. Un abrazo fuerte: Alicia (casualidad?)
Gracias Alicia por visitarme, me satisface. Me alegra que te haya parecido bonito.La variedad de experiencias es lo que nos va conformando como personas en esta vida, y así también nuestros corazones.Es impresionante como los caminos se van trazando y algunos confluyen.
Un beso y abrazo amiga blogguera.
Tanci:Ahora no tengo mucho tiempo de escribir. Sólo entro paraq contarte que me he puesto en contacto con el lugar del concierto. Al principio nadie sabía nada; pero quedaron de averiguar. Cuando llamé la segunda vez me dieron la información: el concierto no es el lunes feriado a las 19.0, es el martes a las 14.00.
Veo requetedifícil que pueda salir del trabajo para poder ir.Tengo una pena espantosa.
Qué relato tan bonito Tanci!me ha gustado mucho la forma en que describes cada uno de los rincones de la "venta". No creo que hayamos hablado del tema, pero mis tías, las de Icod, casi todas tenían ventas y yo pasé muchas horas en ellas. Allí se vendían lonas, vasinillas... y todas esas cosas que han hecho revivir mis recuerdos de infancia.
Cuando mis padres vinieron de Cuba, yo era muy pequeña... tenía 2 años y mi primo(hijo de una de mis tías de las que tenían venta) tenía que cuidarme un rato para que mis padres pudieran ir a trabajar...y en esa venta señalaba cada una de las cosas y preguntaba:- Mi niña!, ¿tú quieres vasinilla?...y yo contestaba, -no- y él continuaba:- mi niña, tú quieres lonas del 40?... y así interminablemente hasta que me dormía del aburrimiento...je,je,je...me han brotado los recuerdos...algún día te lo contaré en vivo con el tonillo adecuado...
Hay un grupo de teatro que se llama "Sol y Sombra" que tiene una obra de teatro inspirada en una venta y que no tiene desperdicio...el mejor teatro costumbrista canario que he visto hasta el momento...si tienes ocasión no te la pierdas...seguro que te encantará!! Muchos besos y sigue escribiendo esas historias que calan tanto. ¡ Enhorabuena, tu página es estupenda!!!!
Mi querida Mary; si mi recuerdo hizo revivir tu infancia, los tuyos han aumentado todavía más mi memoria.Al evocar todas estas cosas nos acercamos más todavía a un mundo que no queda tan lejos.Todavía existe. Pero hay que ver con los ojos del corazón. Tú has leído con ellos. Me encantaron las lonas y las vasinillas.Y el tono habrá que ponerlo en práctica y tú sabes bien cómo. La creatividad y la sensibilidad son dos buenas cualidades que nunca te han faltado. Deseo ver el teatro costumbrista.Sé que se me presentará esa oportunidad.Gracias por tan lindas palabras cargadas de afecto y cariño. Te las devuelvo a raudales. Un beso
Yo recuerdo mucho ir a comprar a la tienda de don Felipe y doña Encarna. Apenas tenía que cruzar dos calles para estar en ella. Desde la ventana de mi habitación podía ver a la gente subir y bajar los chaplones para acceder a la tienda. Allí detrás del mostrador encontrábamos a doña Encarna una mujer amable, dulce pero enérgica, y don Felipe muy campechano y bromista.
Podías comprar azúcar que venía en unos sacos blancos y que te ponían en un cartucho de papel y pesaban en una balanza muy moderna para en aquella época y para realizar otras pesadas recuerdo ver una balanza romana. Esta última me cautivaba como se colgaba en un extremo el género y en el otro ponían unas pesas con diferentes medidas y para completar el pesado deslizaban sobre la barra, que estaba graduada, un pequeño pesito. Así hasta que los dos extremos quedaban a la misma altura.
Son muchos los recuerdos que vienen a mi mente y pienso que me extendería mucho.
Aún me parece que si me asomara a la ventana de mi habitación vería la tienda de doña Encarna y de don Felipe, y a los vecinos subiendo y bajando los chaplones para entrar en ella.
Pienso que muchos vecinos echaron de menos el cierre de la tienda de don Felipe y doña Encarna
¿Sabes una cosa?. Te han salido tantos recuerdos que has completado todavía más mi escrito. Gracias Ana porque con tus recuerdos me regalas parte de mi. Gracias por estar ahí.
Recibe un caluroso abrazo.
Un viaje al pasado y, como dice tu título, al imperio de los sentidos.
De niño envidiaba a los hijos de tenderos (venteros)por tener acceso a todo eso que tu relatas y que a mi tan atractivo me resultaba. Mucho me has hecho recordar con tu escrito...
El carburo era algo que me apasionaba, el bacalao salado me destrozaba el olfato, el roce de las macetas entre sí me molestaba, era un deleite ver fluir el aceite de la bomba para ser recogido en la botella del cliente, ¡cómo resaltaba el cristal los colores de las chuches!, la maestría alcanzada en el envoltorio siempre pensé en adquirirla yo algún día, y la cháchara de mostrador que se liaba con cualquier motivo era estupenda.
Ahora, la cuenta: Y el vendedor o vendedora, tiraban de grueso lápiz ( a veces atado con un cordel)y sobre el mismo papel de envoltorio o sobre el mármol del mostrador dibujaban números en columna que luego sumaban. ¡Si le habláramos a aquella gente de pagar con tarjeta de crédito!
Me ha gustado recordar años tan lejanos en tus palabras.
Un abrazo
Demián, igual me pasa a mi cuando relatas tus recuerdos. Pero las ventas eran lugares de encuentros diarios. Era el salón social de aquellos años. Lo mejor es que, incluso con aquellos recuerdos, seguimos tirando del carro con esa adaptabilidad que da los años con toda su solera. No creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero los recuerdos, muchas veces, se encargan de hacérnoslos más dulces. Tal vez sea por la añoranza.Pero es bueno tener presente el pasado, al fin y al cabo nos da crédito para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos.Siempre gracais por tus comentarios, tan elocuentes y certeros. Abrazos.
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