jueves, 1 de febrero de 2024

Pistas


                                                     Foto Tanci



Llegó el momento en que mi hermana comenzó a buscar pistas. Aquella noche y mientras mi madre preparaba la cena, mi hermana y yo jugábamos alrededor de la máquina de coser de pedal, de nombre Francisquita. Mi padre había acarreado con ella en su viaje de regreso en barco desde Venezuela para regalársela a mi madre. Mi madre era muy buena costurera, aunque practicaba la costura en sus ratos libres. Nos confeccionaba a mi hermana y a mí trajes blancos con tiras bordadas aplicadas que almidonaba para que los luciéramos en las fiestas o Semana Santa. A mi hermano le hacía pantalones cortos a juego con su camisa. Yo siempre le pedía un pantalón de peto de tirantes que al final accedió a hacerme cuando yo era magallota.

Pero aquella noche, mi hermana observó unos trozos de tela recién recortados en el suelo y alrededor de la máquina. Recogiéndolos me los mostró preguntándome si yo no había recaído en aquellos trocitos de telas de flores diminutas. Aquella pregunta me resultó un tanto extraña, porque casi siempre había recortes de diferentes telas en el cuarto de costura que, al mismo tiempo, era el cuarto de mi hermano y, al mismo tiempo, era el cuarto donde estaban los pupitres que mis padres habían encargado a los Reyes un año anterior. Siempre había telas, patrones, revistas del Burda, sedalinas, papeles de seda, botones, cremalleras, agujas y un sinfín de accesorios propios de una buena costurera. ¿Por qué mi hermana quiso hacer tanto hincapié en aquellos pequeños recortes con fondo azulado y pequeñas florecillas encendidas de hojas verdosas? Me dio miedo. Me asusté cómo si algo malo hubiera estado tramando mi hermana a espaldas de mis padres. Ella lo único que hacía era compartir conmigo de manera sigilosa su hallazgo, pero haciéndome saber que aquel descubrimiento se le escapaba de su razonamiento. No quise hacerle caso y di por zanjada la cosa dejándola más sola que la una con sus interrogantes y sus retales en sus manos. Y salí despepitada, alejándome corriendo de allí como si no quisiera saber más la profundidad del asunto planteado. 

El día de Reyes nos encontramos cada una con una muñeca rolliza, de goma, con sus brazos y piernas articuladas y músculos bien señalados que atraían por su característico olor a pastillas de goma o a caramelos de chupar. Eran muñecas modernas a las que les podías dar un pellizcón como a cualquier ser humano. Ganas no me faltaron. Pero en el mercado estaban a vender estas muñecas con sus vestiditos, sus zapatitos, sus rebecas, sus pequeños bolsitos que se mostraban en los escaparates de las tiendas como la gran novedad. Sin embargo, las mismas muñecas, las vendían sin ropa, exactamente iguales a las que portaban sus vestidos. Se vendían totalmente desnudas y a la mitad de precio. Mi madre, ahorradora de siempre y siendo tan habilidosa con la costura, se propuso hacerle a cada una de nuestras muñecas sus vestiditos, ataviándolas con telas de florecillas de colores de fondo azul. Cada noche cosía en su máquina después de que nosotras nos íbamos a la cama y quedábamos dormidas. Ella guardaba en lo alto del armario las muñecas y la labor semiterminada cada noche hasta acabar con su tarea. Pero hete aquí que las dos noches anteriores a la llegada de los Reyes Magos de Oriente se olvidó de recoger aquellas pequeñas piezas recortadas de manera irregular y que eran los sobrantes de la costura para nuestras muñecas. Mi hermana, con fino olfato y dos años mayor que yo, había caído en la cuenta que algo raro se cosía y se cocía alrededor de la máquina y en los días previos al 6 de enero. No dudaría que su descubrimiento hubiera venido al menos dos años antes, porque su olfato de sabuesa la llevó a decirme el mismo día de Reyes: ¡Tú ves, las muñecas tienen la misma tela que dejó mamá en la máquina! Si para ella hubo un descubrimiento al más propio estilo Sherlock Holmes, para mí, sin embargo, lo que deseaba era seguir más tiempo con mi ignorancia, sintiendo en mi interior lo que yo intuía que me propiciaría mayor felicidad. Aunque debo reconocer que aquella ilusión infantil no duró mucho tiempo, ahora sigo creyendo que los Reyes no son los padres, aunque su mano, sus estrategias, sus almas, sus juegos y sus recuerdos siguen perdurando en nuestros espíritus.

                                                                                  

domingo, 28 de enero de 2024

Invierno sin lluvia



Foto Tanci


Enhiesto el pino

entre almendros resecos,

casi perdidos.

Expectante en su altura,

el Sombrerito mira.

domingo, 21 de enero de 2024

Tiempo atrás




 Juegos de niños

almendras y castañas

el trigo limpio.

Permanece el recuerdo

dentro, en mi corazón.

sábado, 2 de diciembre de 2023

La chaveta y el pasador en el lagar

 


                             Fotos Tanci



Cuando la torta de orujos, pepitas y pellejos estaba bien pisada y colocada en el centro de la tanqueta, con la gruesa soga enroscada y apretada desde la base hasta la parte superior, se procedía a colocar encima de ella los maderos para que hicieran más presión a fin de sacar el máximo jugo. Luego había que bajar la gran viga de madera de pino para que hiciera de contrapeso como una gran palanca sobre aquella masa de pieles, pulpa y semillas. Entonces había que hacer uso de la chaveta. Recuerdo que uno de los trabajadores, llegado el momento, le preguntaba a mi abuela: “¿dónde está la chaveta, doña Constanza?” Yo siempre había oído esa palabra con el sentido de “estar mal de la cabeza” o “estar mal de la azotea” o incluso “haber perdido la cabeza”. Pensaba, ignorante de mí, que había que encontrar a ese alguien que se había "eschavetado".

Pero mi abuela encontró otra cosa bien distinta. Sin esa chaveta no se hubieran podido terminar los dos últimos exprimidos de aquella masa hasta sacarle la última gota.

Mi abuela se dirigió a un arcón de tea que estaba en uno de los cuartos de la casa, y buscó dentro del escanillo que estaba en la parte izquierda del interior del baúl cerrado con su tapa. ¡Y ahí estaba la chaveta! Me la entregó para que la llevara hasta el lagar donde esperaban por ella para continuar la faena. Mi abuela confió en mí para hacer ese mandado y me lo encomendó, bien porque estaba ocupada terminando el almuerzo de ese día para los familiares y las personas allí congregadas en los trabajos de la vendimia, bien porque era una manera de hacerme partícipe y responsable de aquellos trabajos que pertenecían a los mayores. Por mi parte, además de haber descubierto que había otra chaveta distinta a la que yo tenía en mi mente infantil, me sentía importante y segura con aquella encomienda.

Aquel artilugio era una especie de barra alargada de hierro, pesado y ligeramente curvo, que medía como dos palmos. Por uno de los extremos estaba enroscada como haciendo una especie de “s” cerrada sobre sí misma. Mientras que el otro extremo estaba libre. Con aquella tranca salí corriendo hasta llegar al lagar donde estaban esperando por ella. Una vez que Pedro, encargado de dirigir las maniobras del prensado, la tuvo en sus manos, se dirigió hasta el husillo que descansaba sobre la piedra que haría de contrapeso. Allí, medio encorvado empezó a mirar el pequeño boquete que estaba horadado en la parte baja del husillo e intentó meter la punta roma de la chaveta a través de él. Parecía como si Pedro quisiera buscar o encontrar algo dentro de aquel agujero.  Con su mano izquierda rotaba el husillo lentamente sin dejar de mirar al interior de aquel hueco, manteniendo la chaveta en su mano derecha. Sus manos, pegajosas del mosto, pringadas con restos de alguna que otra piel de las uvas, eran habilidosas en la búsqueda de aquel orificio que, para mis ojos, era como si en un momento determinado fuera a encontrar algún tesoro.

Yo observaba sus movimientos, desde cerca pero nunca bajo la viga, dado que a los niños se nos prohibía permanecer en ese espacio. 

Cuando encontraba lo que andaba buscando, se sentía alegre y satisfecho pronunciado un ¡ya está, ya lo tengo! Como si hubiera encontrado aquel gran tesoro. Y lo único que yo veía en todo aquel manejo era que la chaveta quedaba atrapada entre el orificio del husillo de madera y el orificio del hierro que sobresalía del centro de la piedra. Ambos orificios debían ser atravesados por aquella barra pesada y curva, de tal manera que, con este encaje, se ponía en marcha todo el mecanismo de contrapesado. Para ello era necesario quitar previamente el pasador, tipo traviesa de madera maciza y gruesa, situado aproximadamente en la mitad de la viga y que era una pieza clave de frenado en la seguridad de aquel dispositivo.

Una vez que la piedra quedaba flotando en el aire durante el tiempo dispuesto, los niños no debíamos acercarnos por aquellos alrededores. Era peligroso porque este artilugio, rudimentario pero práctico, podía fallar en algún momento haciendo que la piedra se descolgara de manera brusca y repentina, causando de este modo algún percance no buscado. Nosotros, sabedores de ese posible peligro cuando la piedra quedaba en el aire, no desobedecíamos aquella orden de nuestros mayores, aunque siempre estábamos presentes observando todo el delicado y minucioso proceso.

Una vez nos atrevimos a emprender una escapada a escondidas hasta el lugar. Los mayores estaban en la sobremesa por lo que decidimos acercarnos hasta el lagar donde permanecía la piedra elevada del suelo. Agarramos una caña larga de las que habían plantadas en el cañaveral cercano. Con ella en las manos y, desde la misma distancia que nos propiciaba el largo de la caña, intentábamos rozarla levemente como si estuviéramos acariciándola, esperando como respuesta el movimiento ligero y danzarín de la pesada piedra. Para nosotros era como si estuviéramos pescando con aquella caña a la orilla de la mar, cuya captura como premio era simple y llanamente ver moverse la piedra acróbata suspendida sobre sí misma. Nunca pasó nada y nadie se enteró del asunto, pero tengo claro que cada niño tiene como protección un ángel de la guarda a su lado.

Todavía me pongo a pensar cómo con esta maquinaria antigua considerada ya como patrimonio histórico industrial, se conseguía exprimir y sacar hasta la última gota de mosto para su máximo aprovechamiento. Para nuestras mentes infantiles era como secuencias de distintos milagros mágicos encadenados, unos detrás de otros a fin de obtener aquel líquido dorado tan apreciado por los mayores.





viernes, 3 de noviembre de 2023

Agua


Exhausta, apoyó sus brazos sobre la rama en forma de y griega que sobresalía del tronco principal del árbol. Al mismo tiempo le parecía estar alongada sobre la barandilla de un balcón con vistas a una gran ciudad, oteando lo que ocurría por los alrededores, pero no era el caso.

Al frente divisaba una huerta alargada y seca, llena de malas hierbas, espinos y zarzas. A su izquierda, la parte trasera de la casa enjalbegada y a sus espaldas los restos de un antiguo horno medio derruido para fabricar tejas.

La rama flexible y sin embargo gruesa se balanceaba por el mero

apoyo de sus brazos, mientras que los frutos, colgando cada uno

de una especie de cordón verde, se movían a su aire, independientes, como si fueran aretes abombados de color verde.

La manguera a sus pies, y debidamente colocada en la poceta del árbol, seguía soltando agua a borbotones con un ligero ruido cristalino que rompía el silencio de la tarde, apenas interrumpido por el canto de algún mirlo escondido entre el follaje. Recordó cuando de niña había que ir a buscar el agua caminando hasta la fuente más próxima, y la más próxima estaba a unos 800 metros de distancia de la casa. Algunas décadas después algo tan cotidiano como llegar a la casa con el propósito de regar sus plantas le hizo volver a la fuente y a la niña que fue. Al abrir un primer grifo no salía ni gota, pese a eso, lo intentó en otro. Era evidente que había sido cortada el agua de abastecimiento. Pero pensó en su suerte, ya que tenía dos opciones distintas más para obtener el agua, además del agua corriente de la calle que era la que había sido cortada. ¿Qué solución le quedaba en aquel preciso momento? No había otra, abrir la llave de paso que conectaba con un estanque y del que podía abastecerse. Tendría que acarrearla en cubos que iría llenando desde las gruesas mangueras que permanecían abiertas y que regaban naranjos, ciruelos y perales. Y, desde allí, acarrearla hasta las flores que ocupaban un lugar aparte y más distanciado desde donde manaba el agua de las distintas mangueras. Tenía que apagar la sed de aquellos seres vivos. Así se dispuso y no lo pensó mucho, llenó un cubo tras otro, cargándolos y vaciándolos en cada una de las distintas macetas y jardineras.

Por segunda vez se le fue el pensamiento a su infancia en aquella casa, en la que no había grifo, ni agua corriente donde por el solo hecho de abrir la llave, como ahora es habitual, podía salir al menos un pequeño chorro de agua.

Pasó por su mente la talla de barro que su abuela llevaba a la cabeza desde la fuente hasta la casa, caminando por veredas ribeteadas de trebinas verdes con sus flores amarillas, dando varios viajes, hasta que el cansancio la paraba o tal vez porque la noche se le echaba encima. Con vestido negro y sobre éste un delantal canelo, cubierta con un pañuelo blanco y negro de tela de Vichy a cuadritos, atado con un nudo a la barbilla, caminaba diestra, con aquella talla a la cabeza. Era tan habilidosa que no derramaba ni una sola gota de agua con el balanceo de su caminar y pese a que el recipiente carecía de tapa. Tras llegar a la casa y bajar la talla desde su cabeza y depositarla en la destiladera de madera pintada de verde, que estaba en el patio central, tapaba el recipiente con un plato.

Nosotros íbamos a su vera, pasito a pasito, la acompañábamos y

la imitábamos con una pequeña lata vieja cuyo interior estaba lustroso y que, a modo de juego, llenábamos de agua para acarrearla también hasta la casa. Pensó que, pese a la escasez de agua en aquel entonces, nunca faltaron geranios, helechas o lluvias que daban belleza, colorido y aroma al lugar. Fue entonces cuando volvió de sus recuerdos mientras el aguacatero, que aparentaba más brillante y más vivo, se iba empapando del agua que seguía gorgoteando continuamente de la manguera.






viernes, 6 de octubre de 2023

Helechos




                               Fotos Tanci



Los helechos que crecen en la huerta de mi infancia tienen un olor permanente a monte, a tierra, a tardes veraniegas de improvisados serenos. Permanecen año tras año en los mismos lugares y no se ocultan nunca, nutriéndose de riegos espontáneos, pero reciben mejor los riegos continuos de la lluvia. Siguen ahí perennes, abanando con sus ramas humildes aprovechando cualquier brisa para lograr una danza no estudiada, esparciendo el olor y completando el bosquecillo de laurisilva de los alrededores.

Mi abuela le sacaba un buen rendimiento a estos helechos tan prácticos y apañados, sobre todo en época estival, cuando ciruelos y perales estaban cuajados de frutas jugosas, resaltonas y brillantes.

Mi abuela no dudaba en mandarme con un pequeño cuchillo a cortar unas cuantas ramas cada vez que tenía que acomodar la fruta en las cestas de caña. Las arropaba por dentro con los helechos quedando las cestas totalmente protegidas y mullidas como si de una tela se tratara. Aquellas cestas se colmaban y los helechos no sólo servían para mantener la fruta más fresca, sino que también servían de amortiguación. Recuerdo las manos de mi abuela depositando las ciruelas, de tal manera que nunca quedaban apretadas, y las iba colocando de dos en dos o de tres en tres, llenando los espacios hasta completar cada cesta. Apenas rozaba la fruta con sus dedos ágiles y amorosos, y parecía abrigarlas como si las acariciara. Ni si quiera el polvillo fino y natural adherido a ellas, y que las protege, desaparecía, tal era la delicadeza con que las manejaba. Cuando las cestas estaban completas, las tapaba también con varias ramas de helechos que apenas dejaban entrever de qué fruta se trataba.

Cuando veo los helechos en los laterales de alguna vereda húmeda, me viene el recuerdo vivo de  una recogida de papas junto a mi abuela. Se salía de la casa hacia los terrenos muy temprano. Mi abuela lo denominaba “salir a los claros del día”. Nunca fuimos niños perezosos para levantarnos a las 5,30h de la madrugada, tal vez el nerviosismo ante esa nueva experiencia no nos dejaba dormir. Pero esa era la hora aproximada en que se subía lentamente por un camino polvoriento y serpenteante hasta el lugar donde había que cavar las papas. Las bestias llevaban los aperos de labranza: sachos, azadas, cestos, sacos y demás utillaje para tal fin. Los adultos y los niños iban a pie, aunque había parte del camino en que nos subían a lomos de la yegua o de la burra que nos acompañaban a paso lento y sincronizado. Una vez en el terreno, justo cuando el amanecer clareaba muy levemente los campos, se empezaba con la faena de sacar las papas del interior de la tierra. Mi abuela era consciente del calor excesivo, de la madrugada y de la caminata que habíamos hecho, por ello, y en una pequeña vaguada parecida a un estrecho barranquillo, nos preparó una especie de cueva cuya cama estaba compuesta por muchos helechos superpuestos recién cortados, de tal manera que era una perfecta cama mullida. Cubrió el techo con algunas ramas más gruesas y más largas, tal era la altura de aquellos helechos de monte y que daban sombra a aquella oquedad improvisada. Para nosotros todo era juego y exploración con el consabido aprendizaje a cada paso que dábamos. Recuerdo que con la emoción de aquella nueva experiencia no tenía ganas de dormir, aunque sí de acostarme por el placer que suponía probar aquella cama fresca, olorosa y natural. Sin embargo, me acosté también por satisfacer la idea y voluntad de mi abuela que entendía que por ser pequeños no aguantábamos tanto como los mayores.

Todavía permanece en mi memoria la zona de huertas combinada con algún pino salteado así como frondosos helechos y zarzas, conjuntamente con brezos, reminiscencias de un paisaje que, en otros tiempos, pudo haber sido de fayal brezal.

Pensándolo bien, creo que nunca he disfrutado de un

descanso tan fresco, natural y con tanta fragancia como

aquel que gocé regocijada, y a la vez asombrada, por el

invento de una cama tipo cueva hecha de gajos de helechos.

jueves, 28 de septiembre de 2023

Desastres

 ‒Usted tiene tres grandes desastres ‒le dijo sin inmutarse  con una voz cercana, pausada y con absoluta sinceridad. 

Ella quedó aliviada, en cierto modo, ante tan contundente afirmación, porque en realidad siempre lo había pensado para sus adentros, aunque nunca utilizó esos posibles desastres para justificar un lamento o detenerse en su camino. Siempre pensó en ellos como características distintivas de su personalidad.

-Tres desastres- le repitió el doctor. A saber: ojo vago, miopía y ahora una enfermedad ocular que nubla la visión central, porque la mácula está dañada.