Foto Tanci
Nada más levantarse de la cama, somnolienta aún y algo
atolondrada después de la exhausta jornada, abrió la ventana que daba al patio
interior de la casa. Inspiró lenta y profundamente, al tiempo que cerraba los
ojos como para llenar más, si cabe, sus pulmones de oxígeno. El aire le llegó
mucho más fresco que de costumbre.
Le gustó esa sensación antigua
y húmeda. Una lluvia que después de tanto tiempo no
caía en esa temporada de invierno. Lluvia
que recibía como maná caído del cielo. Lluvia que mojaba, que limpiaba,
que llenaba el aire de pequeños boliches transparentes jugando al escondite en
medio de la nada. Al estamparse apenas contra el suelo,
en un aterrizaje forzoso, se batían en una lucha cuerpo a cuerpo fundiéndose en
un abrazo común que se convertía en chorro, en escorrentía, en olleros, en riachuelo, en charco, en chapoteo…
Encauzó de nuevo su mente al patio, ese que tenía forma de palangana alargada y
cargada de verdor por todos sus laterales.
Volvió a inspirar, esta vez más profundamente y, de repente, se sintió atrapada
por aquel rectángulo lleno de helechos colgantes, esparragueras, cintas, potos,
anturios o begonias, entre las más
exuberantes. Algún cactus salteado, como la espina del Señor, que en su día le
regalara su madre, tan delicado pese a sus espinas, con sus pequeñas flores de
color rojo, salpicado y protegido por un enrame de picos sobresalientes a lo
largo de cada tallo. La pequeña colección de plantas crasas que tenía, estaban
bien colocadas sobre una mesita de madera de teca aparentemente diseñada al
efecto. Dirigió la mirada a las dos jardineras plásticas, alargadas y chatas,
de color rojizo, plantadas de rabanitos, hierbabuena, menta y dos pimenteros
que estaban espigados ya en su crecimiento.
-Suerte la mía -pensó
una vez más-. No puedo vivir sin el verde: me revitaliza.
Es el mismo verde que ha supuesto esperanza y
limpieza y vida en hospitales, clínicas y centros de atención. Volvió a cerrar por unos
segundos sus ojos para depositarlos de
nuevo en las otras tres ventanas que acompañaban al patio rectangular. Nunca
antes había reparado, de manera tan extraordinaria, en ese espacio de
esparcimiento medio techado, medio abierto hacia el firmamento donde, cobijada
bajo la techumbre de madera y teja, en las noches diáfanas, podía ver colgadas
y flotando las pequeñas lucecitas de colores tintineantes. ¿Y durante el día?
Durante el día, cuando estaba clarito, aparecía un rayito
de sol esplendoroso apuntando
directamente a la esquina donde permanecía quieta y colgada de un gancho de
acero, como si fuera un enjambre, la planta de la cera, situada sobre el
pequeño poyo de mampostería y bajo el cual se guardaban las bombonas. ¡Qué bien están las bombonas protegidas en su
casita!, pensó. En la parte superior de este
poyo, además de la planta de la cera, estaba otra, la enredadera verde de hojas
triples, alargadas y finas. En medio de ambas y en un frasco de cristal, tres
pequeñas herramientas (palita, rastrillo y tridente) para remover la tierra de
las plantas y organizar su trasplante.
Complacida sonrió. Se volvió a llenar de aire y pensó: es un pulmón más, un pulmón exterior e hijuelo
de otros tantos pulmones de distintos tamaños que abundan y que están
salpicados por todo el planeta. Y además
este pulmón al que ahora me alongo comunica directamente con mis dos pulmones y, ahora más que nunca, se nos
hace necesario mantenerlos limpios y ávidos de aire puro sin contaminar, de
oxígeno.
Tal vez hoy, más que nunca, pese a que siempre ha sido
consciente del gran beneficio que desprenden
plantas, árboles, praderas, todos
habitantes de su propio reino, tal vez hoy ella agradece el inmenso vergel que
la ha acompañado durante tantos años.
El oxígeno, el aire puro y no contaminado junto con esos
escasos metros de solaz, estaba siendo un lujo impagable a su entender.
Mientras, se queda pensando y se le plantea la duda de si el virus viaja
cabalgando sobre el viento y la lluvia, pertrechado con toda su artillería
pesada.
Guarecida en su pequeño refugio, después de tantas jornadas
de esfuerzo por salvar vidas, pensó que ese pequeño habitáculo era capaz de
alentarla. Por eso y por unos instantes se sintió segura sabiendo que estaba
haciendo lo debido en su tiempo libre: cuidándose, que era como si siguiera
cuidando al resto de la humanidad.
Continuó allí, pegada al alféizar de la ventana y una nueva
reflexión anidó en su pensamiento: tal vez nunca debimos descuidar
nuestro ecosistema.
Las manos de la lluvia, que seguía
cayendo, y de las plantas, que durante largo tiempo había
cuidado con tanto mimo y dedicación, la hacían sentirse reconfortada, pese a
que dentro de dos días volvería otra vez a vestirse de verde, ese color que
siempre le gustó.
1 comentario:
Muy lindo Tanci, me ha encantado. Besos.
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