jueves, 29 de agosto de 2013

Por la vereda de los dragos.


La única aspiración que tenía Angelina, de momento, era la de lograr una cocina con “el poyo en alto”.
 
                            Foto:http://www.aprenderaprogramar.com/                Dragonal en Garafía. La Palma, Islas Canarias

En aquella casa humilde todavía no llegaba el sustento a tanto como para permitirse dejar de cocinar en el suelo y sobre las tres piedras tiznadas que hacían de fogón. Siempre prendiendo la lumbre a base de leña o carbón. Tiznadas las tres piedras, tiznados los calderos, tiznadas las paredes de piedra y barro. Algún año, la familia de Angelina tuvo que echar mano de los ciscallos, carozos o piñas de los pinos para afrontar la carencia de combustible y para hacer más llevaderos los crudos inviernos de fuertes vientos que acompañaban aquella zona abrupta.

Angelina era una mujer dispuesta, como lo fueron sus antecesores o ascendientes. Pero está bien decir que, para la época, Angelina era “bien dispuesta”. Tener el poyo en alto en una cocina suponía un poyo hecho de mampostería, donde la cal provendría de hornos costeros y la arena sería acarreada desde el Barranco de la Arena, a lomos de mula o yegua.

Ese poyo en alto aguantaría el bernegal o talla para el agua, el lebrillo  y encima, colgado en la pared, el locero de madera con los platos. En el suelo, y apoyado en una esquina de la cocina, no podía faltar el tostador de barro con el remejedor[1].

A eso y sólo a eso aspiraba Angelina  en su juventud, de momento. Dulces sueños de juventud aferrados a la realidad que vivía, porque para sus adentros soñaba con alguna que otra realidad más…


Por toda esta circunstancia, llegó Angelina a un acuerdo con su padre, por el que se comprometía todos los días a bajar la leche de las cabras desde su casa, en la parte alta del pueblo, hasta la costa, donde se encontraba el casco histórico. Allí la vendía; en sus calles era donde, religiosamente, la esperaban sus compradoras. Para llegar a su destino debía atravesar senderos llenos de almendros, tabaibales, chamizos y cerrajones que, junto con alguna haya y algunos brezos salteados, conformaban una vegetación profusa y exuberante a lo largo del camino real. Angelina vendía la leche y, a cambio, su padre le ofrecía unos centavos que ella ahorraba, colocándolos en una pequeña caja tallada en madera de tea que le habían regalado en su infancia.
 

No era mal negocio para ella, mujer dispuesta, o emprendedora, como se diría ahora. Así que, con la cesta cuadrada de caña y mimbre colocada sobre el rodillo de tela que descansaba sobre su cabeza, añadía almendras, legumbres y  frutas que vendía al mismo tiempo que la leche.

De vuelta para casa, Angelina venía más descargada aunque lograba hacer acopio de  café, fideos y azúcar. De todo lo demás solían estar provistos en la casa. Porque aquella casa era una casa de autoabastecimiento, de cosechas de trigo, millo, judías pintas y chícharos castellanos y, de vez en cuando, lentejas. Nunca faltaba el gofio en la lata y cada verano, a su tiempo,  la matanza del cochino que era la provisión de carne para todo el año. La gallina se mataba por tiempos específicos de fiesta del pueblo, y algún pollo caía en el caldero si alguien enfermaba.

Por todo esto, Angelina añoraba no sólo su poyo en alto, tal y como había visto en aquellas casas pudientes, sino que también deseaba ir al “borde”. Sí, un poco más allá de su casa, y en la de Emérita, se reunían por las tardes unas cuantas mujeres para el borde. Y Angelina decidió ir unas horas para hacer su propia mantelería bordada a punto de Richelieu, con motivos florales signados con papel de calco azul, con dobladillos de festón y con madejas de colores que compraba en casa de Don Casiano. Así que también aprendió a bordar.

Aparte debía acarrear el agua mediante el bernegal, desde la fuente situada en el interior del frondoso bosque, en medio de fayas, laureles, viñátigos y brezos. 
                                                                           
Aquel ritual, el de ir a buscar el agua, era un encuentro social con otras mujeres que, al igual que ella, llenaban sus cántaros del transparente líquido para abastecer sus casas, para lavar la ropa, regar las plantas o llenar la talla para el consumo diario. También algún que otro muchacho barbilampiño en edad de merecer aparecía por los alrededores llevando su yunta a abrevar.

Angelina caminaba diestra en tiempo invernal,  con el sobretodo negro de forma cuadrada cubriéndole la cabeza y los hombros y anudado a la espalda. Su traje de color marrón daba crédito  de llevar puesto el hábito de San Antonio que, con un cordón blanco alrededor de la cintura y el delantal de color beige aliviaba el oscuro de la vestimenta. Su madre le impuso el hábito desde que saliera de una grave enfermedad que tuvo de pequeña.

Pero Angelina, que recorría las enriscadas veredas, estaba acostumbrada desde pequeña a corretear por pedregales y caminos de cabras, y rara vez derramaba el agua ni la leche que con gran arte portaba a diario sobre su cabeza. Sabía, a ciencia cierta, que a la mitad de su ruta, y a la sombra del gran bosque de dragos, haría la parada obligatoria para después del descanso proseguir su camino. Aquella era, al igual que ocurría con la fuente, una parada social, una oportunidad para entablar una pequeña conversa con las otras vecinas del pago que, a distancia considerable de sus casas, aprovechaban para contarse y comentar los últimos sucesos y acontecimientos del lugar.
 

Al reanudar el paso y a lo lejos, una bandada de grajas amenizaba con sus graznidos la caminata. En medio del camino algún madroño salvaje ofrecía sus dorados frutos que, con sumo cuidado de no entullarse, endulzaba su boca haciendo el trayecto algo menos rutinario. Mientras, alguna paloma rabiche volaba rauda sobre su cabeza, anunciándole la caída de la tarde.

Durante la cena, en medio de la mesa, alumbraba la capuchina. Con su lumbre azulada, sería el centro de la velada nocturna. Allí, encima de la mesa familiar, una gran torre de piñas de millo esperaba a ser desgranada en noches claras y limpias, cuajadas de estrellas. Noches de armonía, de cuentos, de ensoñación y también de alguna carencia.  



                                                                                             
                                                              Bocetos, diseño y pintura: Tanci                                                                   

               
 

 [1] Palo con envoltorio de trapo atado en un extremo  para mover el grano en el tostador.

 








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Mi agradecimiento a  http://www.aprenderaprogramar.com/index.php?option=com_content&view=category&layout=blog&id=76&Itemid=204 por la publicación de este relato en su web.
                                                                                                               
 

 

 

 

 


martes, 20 de agosto de 2013

Bicacos





                                                                                                                      Foto Tanci


 
 




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