miércoles, 29 de noviembre de 2017

El vino y sus levaduras


Don Pancho fue uno de los agricultores omnipresente en mi niñez. Llevaba don Pancho un sombrero de paja, a la corta y permanentemente ladeado y una cachimba permanentemente entre los labios, que sólo se la quitaba para comer, para llenarla de picadura de tabaco o cuando, cansado de la dura labor diaria, se iba al catre. Recuerdo a don Pancho con cariño. Era hombre de gran paciencia y nobleza, tanto con los que le rodeaban como con los dos mulos que le servían de apoyo en las labores del campo. Concretamente, en época de vendimia, acarreaban las uvas desde las huertas hasta el lagar.    Don Pancho manejaba muy bien a estos animales, testarudos como son, pero lo que es lograr un buen vino… entonces estamos hablando de otro asunto. No, don Pancho no tenía buen tiento ni mano certera para la elaboración de un buen vino. No sé si era porque cogía las uvas sin su punto de madurez, sin dejarlas el tiempo suficiente en la parra, o porque mezclaba las maduras con las que aún no estaban en sazón, de ahí la acidez de su vino. O porque era el primero en el uso del lagar cada año. El caso es que cada vez que don Pancho daba a probar su vino en uno de aquellos vasos toscos de vidrio grueso, de culo de botella, la gente se arripiaba, aunque procurando no dejar entrever el gesto producido por lo agrio en el paladar.

-          Don Pancho, no está malo… pero parece que todavía no está hecho el vino, le falta  tiempo….

Y don Pancho se conformaba, esperando, tal vez, que cuando pasaran unos días su vino alcanzara otro paladar más dulzón… más hecho.

Nadie, por aquel entonces, quería ser el primero en hacer uso del lagar comunal. Siempre se estaba listo para decir: “A las uvas mías todavía les falta una semanita para estar maduras”, o, “yo estuve ayer en el terreno y qué va… no maduran, lo menos, en quince días”. Era conocido por los agricultores y vinateros que el primero que usara el lagar debía darle una buena barrida a las tanquetas, a tenor de la tierra, basura y el polvo acumulado durante un año completo, debía lavar posteriormente con agua, tanto el piso como los laterales de los muros de esas tanquetas, lavar la gran soga gruesa que servía para enrollar los bagazos y orujos, lavar las tablas, los mallares, los cerditos, llamados así a unas pequeñas tablillas para hacer encajar la viga con la gran torre compuesta de la torta y demás maderas. Y las tejas, que eran las dos pequeñas tablillas gruesas arqueadas que se ponían al final, sobre los cerditos, para que la viga encajara con exactitud. Todo ese proceso de limpieza era, como es obvio, necesario, pero tal vez le quitaba las bacterias y levaduras naturales imprescindibles para una buena fermentación del mosto y que el azúcar se convirtiera en alcohol. Ese trabajo meticuloso y previo era el que todos, socarronamente, conocían y por ello evitaban principiar en cada vendimia.

Tal vez por eso a don Pancho nunca le salió el vino bueno, el vino con cuerpo, el vino con paladar, el vino hecho… era más bien un vino ripiento, de hacérsete hoyuelos en los carrillos, arrugándosete los labios apenas lo llevaras a la boca.

No sé yo si aquellos hombres que pisaban arduamente las uvas y que no necesitaban llevar esterilización alguna en sus pies, arrastrarían en ellos algún tipo de bacteria o levadura capaz de transformar el oloroso mosto en un exquisito vino con una graduación más que excelente. El caso es que aquellos hombres agricultores, trabajadores esforzados amantes de un vasito de buen vino de propia cosecha, entraban y salían del lagar sin reparar en lavarse o sacudirse las pieles de uvas y bagazos que iban pegadas a sus pies y a sus piernas. Entretanto yo, con ojos de niña, pensaba que aquello era suciedad y no entendía la manera de andar descalzos tanto dentro como fuera en los alrededores del lagar; ellos sabían que nada malo podía sucederle al mosto, toda vez que vendría su fermentación posterior. Ellos cuidaban que el hervor no se paralizara, sabiendo que la temperatura interna del mosto procedente de aquella uva madura y dorada tendría que ser entre los 18 y los 20 grados, y que, encerrándolo en aquella vieja bodega fresca y olorosa, de paredes enjalbegadas y amarillentas por el paso del tiempo, de piso de tierra apisonada, el logro estaría conseguido. Yo, sin entender como de la relativa pringosidad de los pies saldría un néctar deseado para llevárselo a la boca; ellos, sabiendo lo que hacían, esperanzados de tener la mejor cosecha de la temporada. Yo, asumiendo, entendiendo y aprendiendo costumbres, ritos y enseñanzas; ellos, transmitiendo y practicando una vendimia que habían heredado, también ellos, como yo, cuando chicos, de sus ancestros. 
                                                                            Fotos Tanci   
               
                                                                                                                                                                                                                          
 
                               (Dedicado a mis hermanos Fidela y José Felipe fieles herederos de esta práctica ancestral)










domingo, 15 de octubre de 2017

Mi abuela, mujer rural




                                                                                                                                      Foto Tanci




Mi abuela era una mujer inquieta, de cabello fino y plateado y ojos azules del color del cielo. Era de cuerpo proporcionado, aunque no muy alta. De sonrisa fácil y abierta como abierta era la casa donde vivió tras casarse y donde pasé parte de la niñez.

Su pertenencia  a la tierra la hacía una mujer fuerte, con tesón  pero tierna y alejada de la rudeza que se le suele suponer a las campesinas. Albergaba mucha alegría y sobre todo era justa y cariñosa.

La conocí y la viví como las mujeres de antes, con vestimenta negra, de los lutos sucesivos, y sobre ella el delantal que cubría parte de su vestido. A la cabeza su pañuelo, a veces negro, a veces canelo y en los últimos años, en que la sociedad se había hecho algo más avanzada y liberal, llevándolo negro y blanco de cuadritos diminutos o blanco solamente.

Mi abuela era más de salir al campo que de quedarse en la casa a realizar las tareas domésticas rutinarias... Prefería salir junto a mi abuelo, bien temprano a los claros del día, después de que éste le llevara su café a la cama. Era el que oteaba desde la azotea qué tiempo iba a hacer… Poco usual esta costumbre de mimo hacia la mujer, donde ellas cumplían, generalmente, el cometido de servicio al hombre, aunque fuese su compañero. Pero en este caso no hubo nunca ninguna servidumbre.

Mucho trabajo, mucho esfuerzo paralelo y desde luego mucho consenso en sobrellevar la tarea de administrar terrenos y casa. Mi abuelo le llevaba veinte años a mi abuela, pero no fue ninguna desventaja para que mi abuela se sintiera siempre libre, hacedora, dispuesta y desde luego muy unida a la naturaleza. Al fin y al cabo era lo que le daba el sustento a los moradores de aquella casa familiar. Demasiado pronto enviudó mi abuela, no por los veinte años de diferencia que, en este caso fue una bella y absoluta bendición vivida en común; ¡qué lástima no haberme podido nutrir más de su paz y de su nobleza!, sino porque a mi abuelo lo asaltó una embolia cuando recogía sus aperos de labranza en el campo para regresar a la casa. Ahí poco se pudo hacer por el abuelo que, llegó muy cansado, se sentó en una silla y apoyó su cabeza sobre los brazos que descansaban sobre la mesa cubierta de hule decorado de flores de vivos colores. Se quitó su sombrero en un gesto de desahogo y luego ya ... nada. Recuerdo el movimiento de gente adulta a su alrededor. Silencio y voces que hablaban muy bajo.

Usaba mi abuela unas medias gruesas de canalé de lana también de color oscuro, y que nunca entendí para qué las usaba tanto en verano como en invierno. Hace bien poco que supe la razón. Cuando venía de las huertas, se sentaba sobre la banqueta de tres patas que había en el exterior de la casa y, pacientemente, quitaba uno a uno o de puñadito en puñadito, los amores secos y pequeñas hierbecitas que estaban pegadas a esas medias. A su lado y de cuclillas en el suelo, con mis pequeñas manos yo la ayudaba, y ella permitía que terminara la tarea. De mayor experimenté y supe lo engorroso que es desprender de cualquier tela esos amores secos y esas hierbecillas…Al terminar con mi tarea, recibía de sus manos, algo curtidas por el trabajo,  su caricia suave y enternecedora, enredándose sus dedos en mi pelo encrespado. Me bastaba recibir su sonrisa a plena satisfacción para considerarla el mejor obsequio del mundo.

Nunca vi a mi abuela quejarse por lo duro del trabajo del campo. Asumía lo variable del tiempo, la escasez de agua en tiempo necesario y  decía muy sabiamente: “¿Contra quién nos ponemos? ¿Contra el tiempo?” A lo que ella respondía serenamente: “Contra el tiempo no nos podemos poner”  y esa aceptación es lo que la mantenía firme de convicciones y de estrategias.

Mi abuela se quedó viuda a una edad muy temprana, situación delicada para una mujer que además debía seguir avivando la granja familiar. Dos vacas, una yegua, varias cabras, una cochina negra, muchas gallinas de plumaje vivo y jabado y algunos gallos altaneros, varios conejos, un perro y bastantes gatos que entraban y salían libremente de la casa, componían el entramado diario de aquella casa. Muchas bocas para recibir el sustento diario.

En los veranos recogía mi abuela y algunos peones que la ayudaban, una gran cosecha de piñas de millo  que apilaba en la azotea de la casa. En mis pupilas tengo todavía  grabado el jeito de sus manos habilidosas y certeras para desgranar cada piña, ayudándose de un carozo para hacer más efectivo el desgranado. Los granos caían como cascadas pequeñas en tandas sobre cestas que se colocaban entre las piernas o bien al lado. De aquel grano maduro, amarillo, blanco o rojizo saldría, posteriormente, el gofio, sustento que no habría de faltar nunca. Se elegían noches de luna llena para desfajinar el millo y recuerdo que hacía terral, lo que era un tiempo seco, sin sereno o rocío, sin brisa ni fresco alguno.

Mi abuela supo estar al lado de la tierra y de la naturaleza. Plantó naranjeros y cirueleros, limoneros y manzaneros y me enseñó a coger las ciruelas de la mata sin desgajarle el pequeño pedúnculo. A no sobajarlas. A palparlas suavemente para diferenciar las verdes de las maduras.

Muchas veces me anunció el hallazgo de un gran tesoro: un nido de pájaros con huevos dentro, otras veces recién salidos los polluelos del cascarón, o bien vacío el nido, cuando sus crías habían levantado el vuelo.

Me llevaba cogida de la mano hasta el sitio donde estaba y con reverencia y levemente, iba apartando algunas ramas  muy cuidadosamente hasta dejar el nido visible a mis ojos. Allí me tomaba en brazos, me elevaba a la altura del nido para que yo viera tan lindo milagro de la naturaleza. Un mundo natural de enjambres, arañas, nidos y pájaros estaba oculto entre el follaje que alimentaba mi ternura, mi asombro y mi ilusión. Porque todo son regalos y milagros de la naturaleza. Escucharla es entenderla. Esa que nos envuelve y nos vuelve, si cabe, más flexibles y tolerantes. Esa naturaleza que nos atrapa, que nos arrulla, que nos mece... como cuando caía rendida en sueño por las noches rodeada de sus brazos, arropada y acurrucada en su regazo, a su lado.

Si cierro mis ojos todavía puedo ver sus manos en la mías recogiendo ramilletes ocres, rojos, amarillos y verdes. O pelando la fruta hábilmente con un pequeño cuchillo,  dándole vueltas a las ciruelas negras, dejándolas con su fibra brillante, jugosa y encarnada. Libres de su piel carnosa.

Mi abuela fue una mujer rural, de campo, monte y tierra fructífera. Que trabajó a destajo pero supo vivir con mucha coherencia.


(A mi abuela Constanza, que supo comunicarme el amor por lo bueno, por lo que crece y por lo que se mantiene. Amén de ser una mujer íntegra, de pies a cabeza.) 


                                                                                                                         Foto Tanci

lunes, 25 de septiembre de 2017

Carretera Vieja




                                                                                    Foto Tanci



Camino de La Guancha
van dos guancheros
por veredas de
barro y polvo
atravesando linderos.

Camino de La Guancha
miran al cielo.
Y una toca de algodón
se cruza  con ellos.

¡Qué yo la vi primero!
¡Qué no!
 ¡Qué fui yo
quien la divisó!

Camino de La Guancha
se posa  el sombrero,
empeñado en tapar
el Teide
en ese momento.

Allá van los guancheros
caminando por senderos,
buscando día a día...
 algo de sustento.

Camino de La Guancha
van dos guancheros...

El sombrero del Teide
queda a lo lejos.





                                                                                                    Foto Tanci     

viernes, 18 de agosto de 2017

Espontáneas


                                     Fotos Tanci
       

                   
               Flores mezcladas.
             Pegadas al naranjo,
              sin ser plantadas.








lunes, 7 de agosto de 2017

Oeste



                                               Foto Tanci
               



Frente a la isla
 espero el rayo verde
desde mi casa.

lunes, 31 de julio de 2017

Hogar





                                    Foto Tanci



Frente al camino
la vieja casa brilla.
Noche encendida.


                                Foto Tanci

jueves, 4 de mayo de 2017

Pintura

 
 

                                                                                                                   Foto Tanci
                       





         Detrás del muro
      todas las amapolas.
   ¡Qué gran boceto!

lunes, 13 de marzo de 2017

Aprendizaje



                                                                                                                     Foto Tanci
                                                                                                            



Llegó corriendo afligida hasta la vieja higuera. Su copa ancha y rastrera cubría más de la mitad de una de las huertas. De ramas gruesas y otras enclenques, unas alargadas y otras más retorcidas y enmarañadas como las redes de pesca o las cuerdas que se cruzan atadas a cualquier noray.

Eligió la rama más cercana a sus pies, y haciendo un cálculo intuitivo de peso por su parte y de grosor por parte del gajo escogido para que pudiera sostenerla, dio un gran salto y trepó a uno de sus tallos grises, ligeramente arqueado pero flexible.

A modo de balancín se mecía, empeñada, con ritmo y fuerza, pero con cierto amago de rabia y tristeza en su interior. Todo ese cúmulo de sentimientos y emociones      encontradas invadía su cuerpo desgarbado y larguirucho, haciéndole daño a sus entrañas y  también a su alma.

Sus ojos, color miel, brillantes y acuosos, la delataban; estaba a punto de romper el llanto.

Como si la rama fuera un cálido rincón donde acurrucada sintiera todo el calor y la protección deseada, se acunaba en ella. Aferrada y abrazada a lo largo del tronco no dejaba de mecerse, a la vez que utilizaba su propio peso para continuar el indómito vaivén del columpio, de arriba  abajo, apenas improvisado.

Desde su mirador y abatiendo la cabeza hacia el suelo, observaba la enorme alfombra  de color canelo y verde matizado, diseñada con hojas semisecas palmeadas y por las que se paseaba parsimonioso un arrogante lagarto verdino. El calor lo detenía de tramo en tramo, mientras que ella, no perdiéndole de vista, continuaba su gimoteo.

A unos cuantos metros del huerto y en el patio de la casa, su abuela la reclamaba a voz en grito insistiendo para que volviera a la reunión familiar. Pero no estaba dispuesta a sentirse humillada públicamente de nuevo, toda vez que los besos, caricias, halagos, mimos, elogios y lisonjas habían ido a parar exclusivamente a su primo apenas cuatro años menor que ella.

Sin ser centro de atención en ese instante, quería que aquella especial delicadeza comunicada y regalada a su pequeño primo, le inundara también su corazón y, de paso también, le llenara su  menuda e inexperta sensibilidad. Así lloró, lloró y lloró y, para consolarse, soñó, soñó y soñó. Sintió que, tanto esa, como muchas realidades no deseadas, formaban parte de la propia vida. Mucho aprendizaje quedaría por delante.
 
 
                                                                                     Foto Tanci


viernes, 3 de marzo de 2017

La radio




                                                                                                       Foto Tanci



La antigua venta seguía todos los presupuestos al uso. El largo mostrador, con un espacio reservado para la "mañana" de los hombres, con los surtidores de petróleo y de aceite, incrustados; la báscula, roja, moderna ya, no precisaba de pesos externos; una fresquera de madera y rejilla plástica para el queso; una nevera, primero de hielo, luego de electricidad, para conservar verduras y, luego, incipientes congelados, y las gavetas. Las gavetas rodeaban la venta, debajo de las estanterías, y mantuvieron largamente la venta a granel de legumbres, cereales, café y azúcar, base del racionamiento de la época. Las gavetas, y las estanterías, de madera, estaban pintadas de un verde claro, lo que dotaba a la venta de un atractivo toque de frescor. Al fondo, frente al mostrador, estaban las gavetas preferidas por las dos hermanas. Allí, en un equilibrio imposible porque la tapa de las gavetas era inclinada, se sentaban ellas, las dos, cada mediodía, no bien llegaban de la sesión de mañana de la escuela. Invariablemente, como un ritual. 
Las dos hermanas eran muy distintas. Una delgada y desgarbada, la pequeña. La otra más gordita y más serena, la mayor. Una con el pelo ensortijado, la pequeña. La otra, la mayor, con el pelo lacio y algo más oscuro. Una más desinquieta y la otra más tranquila. 
En el ritual diario, ambas, sin moverse ni pestañear, permanecían impávidas escuchando el soniquete que se desprendía de aquel artefacto trapezoidal, recubierto de un forro de cuero color marrón, cosido por todos los extremos y colgado de una tacha por el asa fina y alargada que también estaba hecha del mismo material. Era un artefacto moderno para la época: una radio portátil, en una casa donde la radio era un artilugio casi indispensable y mágico. El por qué de la abstracción de las niñas, todos los días a la misma hora, era la emisión diaria de un espacio infantil: el cuento dedicado. A la una del mediodía se transmitían cada día distintos cuentos radiados a través de las ondas de Radio Juventud de Canarias.
Absortas escuchaban ambas niñas “Garbancito”, cuento muy popular entre la comunidad infantil.  La venta cerraba a la una y volvía a abrir a las cuatro. A la una se esperaba unos minutos, que coincidían con los del cuento, porque algunas clientes rezagadas hacían sus últimas compras. La última cliente de la venta entró un poco azorada por la hora, y cuando hubo pagado, después de haber hecho su compra y haberla depositado en su "sereta", deslizó la vista por la trasera de la venta, detrás del expositor de verduras. Las niñas, al modo de la época, estaban absortas no sólo por el cuento, sino porque a los niños no se les permitía incordiar. La señora, confundida, le preguntó al ventero por el precio de las muñecas. El tendero, cordial y con una sonrisa en su rostro, le contesta que no tenía muñecas a vender en su comercio, mientras que la señora señalaba aquellas dos, a su entender, muñecas que, a sus ojos, permanecían allí impertérritas,  atentas y estrechamente unidas a la escucha de la emisión del programa para niños, a través de las ondas retransmitidas.  Como siempre hicieron, por otro lado.
La amable anécdota de las muñecas siempre estuvo entre el cúmulo de historias de aquella ventita de barrio. Y es tan descriptiva de la bondad de una época, que hoy se las dejo por aquí.

domingo, 5 de febrero de 2017

La envoltura



                                                                                                        Foto Tanci


Cuando dirigió la mirada al viejo salero se le venían a la cabeza recuerdos entrañables, indelebles en la memoria aunque lejanos en el tiempo. Era un recipiente esmaltado, de color amarillo, decorado con manchas verdes asimétricas salpicadas, elegante del pie a la tapa, con forma de cuerpo femenino. Y recordó de pronto aquel papel basto de color canelo  que asomaba por los bordes de la boca del envase de manera irregular, como si de una cenefa simple y plisada se tratara. Nunca supo a santo de qué, su abuela recubría  el recipiente de la sal, interiormente, de ese papel de estraza, tosco al tacto, antes de colocar la sal gorda en él.
Hoy, preparando el almuerzo, sus manos repitieron el mismo acto que hacía la abuela, perpetuando la vieja costumbre, pese a que nunca tuvo  consciencia de la función a desempeñar por aquel papel feo y que  parecía sucio a sus ojos infantiles. Hoy recapacitaba pensando que aquel papel parecía basto, si, pero tenía la gran capacidad de absorber la humedad. Papel multiuso de posguerra, que servía tanto como soporte a patrones de corte y confección como para algún trabajo manual solicitado en la escuela. Pensaba todo esto mientras observaba de reojo sus propias manos, tan similares a las de su abuela no sólo en forma y color sino en las delicadas manchitas parecidas a las pecas a consecuencia del sol, y quizá también en gesto y calidez,
No hace mucho hubo la costumbre de poner granitos de arroz  dentro de los pequeños saleros que se utilizan para la sal fina. Sale la sal que está  triturada y sin embargo van quedando los granitos de arroz dentro del salero y cuya misión es la de mantener la sal fina seca y más suelta dentro del recipiente. No se apelmaza. A ella nunca le dio resultado alguno, cosa que si experimentó simplemente colocando el salero  a los rayos del sol.
La última vez que llegó a la casa familiar se encontró con ese problema; la sal estaba a punto de derretirse y pasar al estado líquido. Se vio, pues, en la necesidad de poner alguna solución ese día ya que el sol no apreció por ninguna parte. Y sin quererlo ni buscarlo,  repentinamente reflejó, como si de una película se tratara,  la misma costumbre que su abuela; esto es, protegiendo aquellos granos gruesos, medio transparentes y  algo más blancuzcos, de la humedad que respiraba la casa familiar en aquel momento. ¡Bendito papel de estraza!
Su mirada volvió atrás sin pretenderlo en aquel acto reflejo. El trozo de papel marrón que sobresalía a modo de faldilla rizada del salero incluso colocada la tapa encima, hizo  de inmediato entender aquella duda que, sin más complicación, le había acompañado siempre desde niña. Tampoco le dio por preguntar el porqué de ese extraño invento. En aquella casa de labranza  siempre hubo solución casera para casi todo con recursos inventados de manera artesanal para poner remedio que a cualquier imprevisto al momento. Y el papel estraza era un buen instrumento multiusos. Y echó de menos, una vez más, el sentido práctico e imaginativo de quienes la precedieron, dejando un legado imperecedero.



                                                                      Foto Tanci





jueves, 12 de enero de 2017

La contesta a la comadre




Querida comadre:


Por la presente le deseo que al recibo de ésta, usted se jalle bien de salud en compaña del compadre y demás personas de su agrado
Justo es que le conteste comadre, porque aviados estaríamos si no lo jiciera y perdone la tardanza porque aunque todavía no estoy jecha un arritranco, si es verdad que los huesos crujen y bien que se lamentan.


Todavía tengo jeito pa subirme a los árboles y apaño algún gajo que otro en donde uno se encarama pa´ llegar hasta la pericosa. No tengo más que escolumbrar un jigo regañado y allá arriba me voy con un gancho a jalarlo pa que no se me escape.


Usted sabe comadre que, al burro no se le ven las mataduras hasta que no le quiten la albarda y eso mismo pasó con mi primo que al decir verdad es un primo bastante lejano.
¡Ay comadre! Al olmo no se le puede pedir peras pues usted que lo conoce igualito que yo, sabe bien que anda como la caja del turrón. ¿Qué le pasa al demontre ese? Pues parece que tiene un amanecer sorumba y viene siempre de visitar altares y lo que jace es vivir lo comido por lo servido. Así ¿qué demonio de progreso tiene el rejechudo éste? Si se viera con la lengua fuera, otro gallo le cantaría, comadre.


Me tiene ascuada, aunque si le digo la verdad una cosa no quita la otra. El sotro día caminaba diestro después de haber trabado la hebra con Felicia, que tanto tiento tiene con él y figúrese usted que venía con una cargasera que pa, qué.


Y ya sabe usted, que “tierra ruin no la lleva el barranco” y ella se la tenía jurada y usted ¿sabe? ella misma es de lengua muy larga y tiene el santo muy subido. Pero va y le tapó las faltas. ¡Ay, Señor! Miaparayeso…pero tantas veces que va el perro al molino que deja el rabo en el camino. Y no por falta de decírselo… pero este talludito es un zafado y se cree que todo es soplar y hacer botellas. Cuántas veces no le he dicho “todo el monte no es orégano”. Y por eso él piensa que tengo pena, no tengo maldita, que la mancha de una mora con otra verde se quita.
Y no le gustó al confiscado… menos mal que yo jace tiempo que solté la rabuja porque a éste de nada se le suben los jumos, además que se cree que soy una trafullera. Y él lo que es, es un tretero y un echante. !Fuerte un totufo!¡Santa Bárbara bendita me acompañe!


Yo siento una fatiga cada vez que veo que ella está con él, “santito donde te pondré”, pero le digo comadre, que esa, esa es de la cáscara amarga.Siempre andan que toma, que vira, que dale… ¡Semejante prejenio! Y ella por alcagüeta va y se le quema el caldo. ¡Ay Mería! Si por los lazos del demonio ellos se arrejuntan, ya verá ella que ese guanajo prometió más de lo que dio.
Y comadre, le digo, que para una talla vieja, no falta un jarro sin asa. Deje que se lleve un samagazo. El sotro día lo vi subido al nisperero ¿Pos no quería partir dos gajos llenitos de flores para agasajarla a ella? ¡Mal lo parta un rayo!


Le digo comadre, más vale comer coles a gusto que manjares a disgusto. Y ¿sabe que más le digo? A no querer, no rogar. Que donde las das, las llevas. Así que mejor que no se ponga tunante porque ésta que está aquí escribiendo con lápiz y papel, no le falta ni talla, ni catre ni jarro…y si me quiero echar una cana al aire, voy y me la echo con todo tiento. Que el pasmo hay que atajarlo a tiempo.
Bastante amarga me vide como los chochos pa´, estar detrás de él como si fuera la gallina que perdió el güevo.
Aunque ganas no me han faltado de estrallarlo como un siquitraque.


Dele saludos al compadre de mi parte. Ya sé que estuvo apañando unos buenos tunos por esos mundos de Dios.

Comadre, me despido de usted no sin antes pedirle la bendición.
Hasta más ver que son señas de volver.

Esta que siempre la recuerda y desea más verla que otra cosa.

Suya
 
 
 
 

sábado, 7 de enero de 2017

Magia, sudor y Reyes


                                                                                                          Foto Tanci

Remoloneaba de un lado para otro con la idea de no ir temprano a la cama. Aunque sabía que lo podrían estar viendo por un agujerito parecido a una mirilla de las puertas a través de las que se ve todo. Al final subió a su cuarto decidido a meterse en la cama donde permaneció quieto entre mantitas de algodón blanco de cuatro rayas azules. Su madre lo arropó, sugiriéndole que se durmiera pronto porque a sus “Majestades”, si llegaban más temprano de lo previsto, no les gustaba encontrar a los niños despiertos. El niño fue dócil y cerró sus enormes ojos negros, intentando conciliar el sueño bajo un hervidero de nervios controlados a su beneficio.

De repente, y desde la puerta de entrada, tras sentirse unos cuantos golpes secos en la madera, se oyó una voz masculina, impostada y ronca, que decía: ¿algún niño no se ha dormido todavía en esta casa?

Mientras el Rey Mago simulaba arrastrar sus  pasos a través del pasillo acercándose a la habitación del niño y continuaba diciendo: ¡Voy a dejar los juguetes, espero que todos los niños estén dormidos a esta hora de la noche!, todo era audible a través de la puerta del cuarto, que la madre había dejado entreabierta.

La madre, aún en el cuarto del niño, miró hacia la pequeña figura recién arropada.  Y descubrió dos pequeñas y brillantes gotitas transparentes que se deslizaban en bajada, patinando, a través de sus sienes.

El encantamiento mezclado con el nerviosismo en esa noche estaba servido. Y para los tíos y para la madre, la noche de reyes estará por siempre relacionada con la magia de la espera, unos ojos negros nerviosos e ilusionados, el arrastrar de los pies por un pasillo y dos pequeñas y transparentes gotas de sudor rodando por las sienes de un niño.


                                                                                Foto Tanci