viernes, 30 de octubre de 2020

Intendencia

                               

                                                                              Fotos Tanci

El lugar no podía ser mejor para llevar a cabo nuestras incursiones. Los cuatro muros de piedra y barro bien rematados con cal y arena con una finísima capa exterior tanto por dentro como por fuera y sobre los muros rectangulares, daba un aspecto limpio y adecentado al sitio. No temíamos saltar esos muros de unos 60 cm de alto y unos 30 de ancho con tal de caer dentro de la inmensa tina. Allí dentro otro mundo era posible. De forma cuadrangular y atravesada la estancia a la mitad y en lo alto por una gruesa viga de madera de pino, nos protegíamos del exterior mientras nuestra imaginación volaba para alcanzar nuestros sueños. Simples y pueriles sueños.

Había que barrer el suelo de la casa que siempre acumulaba piedrecillas, tierritas caídas de sus laterales y alguna otra hoja depositada por el viento. Una vieja manta de listas de colores hacía de división de las dos viviendas. Allí, colgada y atada a la viga con badanas que hurtábamos de los manojos preparados por la abuela para atar la viña, allí éramos vecinas y vecinos. Las viejas latas vacías de sardinas  en aceite nos servían de calderos y los pequeños trozos de tejas rotas encontrados en los alrededores del horno, eran nuestros platos y nuestras tazas. Cuando encontrábamos, por un casual, algún trozo de plato vidriado con restos de florecillas pintados, lo empleábamos como vajilla de lujo. ¡Era un tesoro¡ No dudábamos en hacer un pequeño fuego con lascas de cañas rotas y hojas secas del cañaveral cercano. Sobre tres piedras bien dispuestas y que hacían de fogón en forma de triángulo, depositábamos nuestros calderos. El potaje era el menú principal. Se componía de trocitos de coles bien picadas, algunos trocitos de papas, unos granos de lentejas, agua y unos granos de sal. Nos bastaba con ver encendido el fuego y saber que el agua estaba tibia. Ese era el momento de apartar la lata de sardinas del fogón y probarlo. A nuestro paladar todo estaba bueno, aunque los granos de lentejas siempre quedaban duros. ¿Por qué sería? Todos conveníamos en que los potajes de la abuela sabían a gloria. A ella le quedaban de muy buen sabor, tiernos y comestibles.

Pero aquellos eran nuestros guisos, pese a que la abuela nos tenía prohibido jugar debajo de la viga del lagar. Nosotros nos escapábamos hasta allí donde colocábamos las frutas y las verduras sobre alguna tablilla  medio rota que encontrábamos en algún rincón del granero o del pajero. Unas piedras de base y sobre éstas unas tablas mal trazadas y ya teníamos la alacena armada. ¡Qué difícil era encontrar un mantel aparente para servir los platos con la comida! Nos la ingeniábamos con extender una gran hoja de col abierta sobre una piedra grande y alargada que hacía las veces de mesa. Sobre el mantel y hasta no servir la comida, permanecía un pequeño frasco de cristal de penicilina rematado con unas flores amarillas del oloroso hinojo.

¡Vecina ya tengo el potaje hecho!, venga “pa' cá” y lo prueba a ver qué le parece. Y la vecina daba unos cuántos toques sobre la manta de rayas de colores haciendo el tun, tun con la boca y apoyando los pequeños nudillos sobre la tela de lana que aleteaba por los toques. ¡Tun, Tun! ¡Pase, pase! Siéntese y ahora mismo le pongo un platito. Pero… ¿Qué es esto que trae? ¡Huevos! ¡Qué maravilla! Y sacando la vecina unas piedrecillas redondeadas de sus bolsillos los depositó presta sobre el mantel verde. -Si, si… di con el nido de la quícara-  -Fui tras ella hasta que la vi meterse detrás del peral de  peras canelas y allí, en la misma esquina donde se enmarañan unas varas de  viña rastrera, allí tenía el nido. Por poco no lo encuentro, si no llega a ser que ando diestra siguiéndole el paso  ¡Bien escondidos que los tenía!

No se vaya y comemos juntas, mañana haré una papitas fritas con dos huevos de esos.

Ahora pienso que, tal vez, había cierta connivencia entre la abuela y los nietos porque nunca apareció por el escenario de los juegos a ver qué se estaba cocinando allí. Pero cuando el atardecer llegaba y en el lagar no había luz para más juegos, regresábamos alrededor de ella. Solo en ese momento preguntaba  si habíamos hecho fuego y dónde habíamos andado en toda la tarde… Nosotros negábamos lo del fuego pero ella empleaba a fondo su nariz indicándonos que le llegaba cierto olorcillo a humo… Cabizbajos intentábamos salir del apuro contándole mil y una batallas inventadas, otras reales. Yo notaba como una sonrisa picarona y graciosa aparecía en el rostro de la abuela a la vez que se le achinaban sus ojos. Nosotros nada contábamos sobre el pequeño fuego. Pero ella remarcaba la pregunta ¿No habrán hecho fuego dentro del lagar? Y pese a que limpiábamos con agua los restos de la pequeña  fogalera, estoy más que segura que ella sabía lo que allí se cocía de cuando en cuando.

Tal vez, lo mejor era el aprendizaje que nos hacía medir hasta donde se podía prender fuego o apagarlo en su justo momento, hasta donde no nos cortábamos con la navaja, hasta donde manejábamos la escoba que era mayor que nosotros… Hasta donde el compartir, el agasajo y la camaradería eran nuestras señas de identidad, hoy mantenidas a perpetuidad.

¡Vecina! ¡Vecina! pase pa’dentro y descanse un rato.


miércoles, 21 de octubre de 2020

Tiempo extraño

 

                                                                                    Foto Tanci





Tienen color
las nubes de algodón. 
¿Habrá tormenta? 

domingo, 4 de octubre de 2020

Octubre


                                             Foto Tanci




Vieja ventana

de madera cariada. 

El sol de octubre.