jueves, 11 de diciembre de 2025

Sacos

Cuando llovía, mi abuela y mi tía me hacían una especie de protector con un saco de arpillera, de los usados para las tareas agrícolas.

Estos sacos siempre estaban a mano en el pajero y eran de uso común para recoger papas, millo, judías o cualquier otro producto agrícola que se necesitara transportar desde las huertas hasta los graneros. Había, en aquella casa, de variados colores dentro de la tonalidad beige y de diversos tamaños. Dado su continuo uso, había que lavarlos de vez en cuando para que siguieran siendo útiles por mucho tiempo. Sin embargo, en las tareas de la vendimia, su uso era otro bien distinto. No teníamos paraguas, ni chubasqueros, ni gabardinas, y en aquel pago la lluvia era frecuente incluso en el inicio del verano, sobre todo, en el mes de julio, en el que bajaba la bruma desde la cumbre hasta las medianías y todo el ambiente quedaba envuelto en una posma fantasmal que te calaba si permanecías algún tiempo en el exterior. 

Si llovía antes de vendimiar era mal síntoma porque la uva, que ya estaba granada y empezando a amarillear, se podía pudrir. Entonces no había buena vendimia y por supuesto tampoco buen vino. Nada se podía hacer ante eso y el agricultor o cosechero rogaba para que ni lloviera ni bajara la posma. A mi abuela se le notaba en el semblante que aquella posma no la recibía de buen agrado.

Pero llegado el día de la vendimia, los grandes cestos se iban llenando de racimos de uva y se acarreaban desde las huertas próximas hasta el lagar, donde se iban depositando hasta llenar la tanqueta. Y así hasta dar por finalizada la recogida de todos los racimos.

No llovía ese día y, sin embargo, me llamaba la atención las capuchas a modo de gorro que se ponían los peones cuando cargaban en los hombros aquellos enormes y pesados cestos. Me gustaba verlos cubiertos con aquellos sacos de arpillera que, hábilmente, se transformaban en un gorro largo que iba desde la cabeza hasta la cintura aproximadamente, y que era la medida de uno de aquellos sacos. 

El simple hecho de hundir uno de los extremos en punta del saco hacia adentro y que quedara parejo con la otra punta, resultaba una especie de milagro o de magia a mis ojos, pues se convertía en una caperuza de color beige con una raya azul de extremo a extremo. Esta raya azul indicaba que el saco llevaba unos 50 kilos o poco más, una vez lleno. Yo me imaginaba ser Caperucita Roja cuando mi tía me cubría con uno de aquellos sacos cuando llovía. Incluso jugaba a ser reina por un día, danzando y bailando, cubierta con aquella capa rústica y áspera y que nada tenía que envidiar a las telas de terciopelo, raso y satén de las cortes imperiales.

A través de las rendijas de aquellos cestos de castaño y mimbre se escurría un hilillo de jugo de las uvas durante el transporte hasta el lagar. Así, el invento de este gorro tipo cucurucho hacía las veces de impermeable de tal manera que aquel líquido pegajoso y aromático que se colaba no llegara a manchar las cabezas o las espaldas de los peones. 

A mi abuela no le gustaba la lluvia por la vendimia y yo esperaba que apareciera en cualquier momento para coronarme con aquel invento para luego intentar saltar y brincar bajo la lluvia sabiendo que estaba bien cubierta y protegida.

Un saco como impermeable, ¡qué gran invento!




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