¿Regar las plantas de noche o de mañana temprano? Ambas se me antojan vivencias totalmente distintas. Mientras riego las plantas de noche, me viene el recuerdo de aquella casa del Barrio de La Salud con su gran patio interior en el que mi madre cuidaba un vergel, un espacio vital oxigenado. Ante la ausencia de huertas o campo cercanos a la casa terrera, ella centraba y cuidaba este espacio como parte de su necesaria cercanía a la naturaleza. No había veredas, caminos por los que discurrir diariamente, pero este espacio se convirtió en su santuario personal. Al mismo tiempo y pasados los años, soy consciente de que me lo comunicó ya que participaba activamente de su cuidado cuando ella lo requería.
El chapoteo del agua con los cubos distribuyendo, pacientemente, cierta cantidad a cada planta con un cazo de rabo, me transmitía alegría como si se tratara de un festejo cada cierto tiempo en aquel patio. Y me pregunto si este sentimiento de vivacidad grabado en mi infancia y que permanece a lo largo de los años, sería el mismo para los distintos seres vegetales que poblaban parte de aquel patio cuadrangular de losetas rojas y rodeado de ventanas. Por las ventanas del comedor, de la cocina, del baño y del pasillo al que daban nuestras habitaciones y la de mis padres, entraba la luz tenue de un único bombillo, proveniente del patio interior. Las cortinas y visillos hechos por la mano de mi madre, dejaban traspasar esa tímida iluminación a través de las figuras geométricas de los calados y de la blonda. Aquel halo amarillento procedente de bombillas de 125 vatios era una luz macilenta y se filtraba mientras yo escudriñaba detrás de aquellos visillos translúcidos los movimientos seguros de mi madre al rodar cada una de las macetas de lugar en un intento de organización casi militar. Las pequeñas crasas delante alineadas, la planta de salón con sus largas hojas lanceoladas verde botella, a modo de brazos detrás, para que no taparan a las más endebles. Los corales con sus delicados ramilletes de flores rosadas pegadas a las esbeltas varas, a los lados, en sendos macetones de tres patas. Colgada de una gran alcayata, que mi padre había colocado firmemente con un gran taco en la pared y en la esquina, estaba la esparraguera que vertía sus largas liñas con sus diminutas hojitas apiñadas a lo largo. A su vera, aunque colocada un poco más abajo, estaba la planta enredadera de la flor de la cera, que destaca una vez al año por sus diminutas florecillas blancas que se asemejan a flores de porcelana en cuyo centro hay un pequeño botón rojizo haciéndola realzar más, si cabe. Cada pequeña flor posee cinco pétalos, con la curiosidad de iniciarse en pequeños pentágonos regulares rosáceos hasta que se abren en flor. Estas florecillas, agrupadas, forman pompones similares a los realizados con madejas de colores.
En mi patio estas flores carnosas atraen a las abejas ya que desprenden un olor muy suave y también pequeñas gotitas de néctar que son de gran interés para estos pequeños insectos.
Esta noche me sentí feliz de una manera muy particular al salir al patio de madrugada a regar las mías, las que están a mi mano y a mi cuidado. Mientras me acariciaba el aire fresco en aquellas horas poco oportunas y se me colaba por mi cuello y escote, y mi casa se refrescaba, pensaba en la esparraguera herencia de mi madre colocada en otra esquina, pero igualmente altiva en el patio. La flor de la cera que ha sido podada y que poco a poco le van brotando pequeñas hojitas de color verde brillante. Herencia también de las manos de mi madre.
Instintivamente les paso la mano y las acaricio. Les paso la mano y las acaricio. También a las pequeñas plantas crasas que viajaron desde Tejina y que con tanta generosidad llegaron hasta mí, plantadas con buena tierra y con ganas de seguirme acompañando. Las pequeñas necesitan riego con regadera, a las grandes, como la gran helecha que se ha adaptado a sentir el apoyo del pilar central de madera como si le diera calor y seguridad, les va muy bien el chorro de agua directo de la manguera.
Hay tres plantas en este patio que se mantienen en agua sin necesidad de tierra; una es el orégano silvestre que tiene propiedades curativas para calmar la tos y el catarro, así como para mejorar la respiración y las otras dos son suculentas.
Regarlas de noche me supone sentirlas transpirar de forma más silenciosa que de día, pese al mismo chapoteo del agua. De día pareciera que reciben el agua de manera cantarina como a ritmo de jazz o de swing. Regarlas en la noche me sugiere un vals o un susurro adormecedor de una nana para no despertar a los vecinos.
A las dos de la madrugada y con la luz del patio encendida no pude evitar adentrarme en las habitaciones interiores de la casa donde sus ventanas se orientan al patio, al igual que sucediera con las ventanas de la casa de mi infancia. Y desde allí llenarme de esa cálida luz que traspasaba las cortinas para colmar las habitaciones de una luz similar a la de mi niñez, pero esta vez sin la presencia de mi madre, ni de la algarabía de su voz, ni el juego de mis hermanos, ni de la ayuda de mi padre en bajar la esparraguera de la alcayata. Sólo el discurrir del chorro de agua abierto a propósito sobre la capa de la reina para experimentar durante unos segundos que, pese a la ausencia, ella seguía allí y aquí, cerca de las plantas, del chorro de agua y del cazo de rabo de aluminio que hacía de regadera en su momento.
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