Nuestros juegos transcurrían entre las huertas sembradas de millo que estaban pegadas a la casa, los árboles frutales y el lagar. El lagar era nuestro refugio. Allí teníamos montado nuestro cuartel oficial. Nos gustaba barrer con la escoba que colgaba de una tacha desde la última vendimia, aunque normalmente al siguiente año se confeccionaba una nueva. Barríamos todo. Tierritas y piedritas que a lo largo del año iban cayendo del techo o que simplemente arrastradas por el viento, llegaban hasta el suelo y muros de la tanqueta del lagar. Éstas, junto con las arañas y telas que colgaban del techo, las encontrábamos, además, enrolladas a modo de bolitas en el suelo. Cuando apenas las tocábamos, corrían veloces a esconderse. Algunas tenían una cruz dibujada sobre sus espaldas. Nos decían nuestros mayores que esas eran venenosas y nosotros antes de que nos atacaran les poníamos el pie sobre ellas y las aplastábamos sin piedad alguna. Como no disponíamos de pala para recoger la basura, la íbamos echando con la escoba vieja de ramos de brezo a través de la biquera de la tanqueta, empujándola. Intentábamos que cayera todo aquel arsenal a la tina. Nosotros le dábamos un uso bien distinto a aquel caño de madera incrustado en el muro a ras del suelo. Nos recreábamos llenando pequeños cacharros o latas de agua a escondidas de la abuela, que transportábamos desde la atarjea no muy lejana hasta el lagar. Allí, dentro de la tanqueta sin racimos de uvas y con la gruesa viga de pino sobre nuestras cabezas, echábamos el agua a través de la canaleta con el mero propósito de verla salir por el otro extremo.Ver salir aquel diminuto hilo de agua nos parecía a nosotros estar justo al lado de la mayor cascada del mundo. Y lo que queríamos sobre todo era ver llenarse el agujero que estaba situado justo en el suelo y en medio de la tina. No nos bastaba con uno o dos cacharros de agua, dábamos los viajes que fueran necesarios para que aquel hoyo de un palmo de altura y dos de ancho, se llenara. Ese y no otro era el logro.
En época de vendimia nos asombraba cómo por aquel pasadizo se colaba un enorme chorro de líquido anaranjado que, junto con bagazos, pepitas y algún escobajo, iban a caer a la cesta que colgaba de una soga del saliente de la biquera ¡Era el mayor colador que jamás habíamos visto! ¡ Y era efectivo! Con rapidez, esta cesta se iba llenando del despojo o restos de la uva pisada y estrujada. Mientras, el enorme chorro de mosto se colaba entre las rendijas para ir a caer al interior de la tina.
No perdíamos detalle alguno y veíamos como, entre dos hombres, descolgaban aquella cesta llena de restos para vaciarla de nuevo sobre la tierra que esperaba en medio de la tanqueta. Para ese entonces, había una contraseña de los pisadores con los que se encargaban de descolgar la pesada cesta ¡Cierra! ¡Cierra yaaa! Y aquel agujero o biquera se tapaba con un amasijo de escobajos que, apretujados, impedían dejar pasar parte de aquella cascada del oloroso mosto.
Dentro, los pisadores con sus pantalones remangados hasta las rodillas, patinaban entre los bagazos y el mosto que esperaban ser colados hasta finalizar el trabajo.
A nosotros se nos permitía entrar con ellos a pisar la uva y nos elevaban por nuestros hombros por encima de aquellos gruesos muros hasta colocarnos sobre el suelo resbaladizo de la tina grande, dónde permanecía parte de la cosecha de ese año. Era una auténtica fiesta de baile y equilibrio al mismo tiempo, dónde aprendimos a danzar con nuestros mayores. No nos importaba mancharnos y estar pegajosos o estar sucios. Para nuestros pies desnudos estaba más que permitido.
Fotos Tanci
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