Foto Tanci
Era una noche muy oscura. Ni luna llena, ni cuarto creciente
ni menguante. Cuando está llena la luna, se ve de frente al rodear la casa. Su
luz fría y diáfana baja por los brezos, las higueras y las zarzas y se queda un
rato largo depositada en el patio empedrado. Durante ese tiempo se refleja en
los tejados, los pasamanos, las barandas y las esquinas. El suelo liso y
aplanado, de lajas agrisadas e irregulares, brilla ante la claridad y cualquier
movimiento es perceptible bajo semejante diafanidad… una lagartija, un
ratoncillo o incluso un conejo salvaje que, atrevido, se cuele a través de la
valla y llegue hasta el patio. Arriba,
desde las rugosas láminas de cristal de la persiana de la pequeña ventana del
baño, se podía otear todo ese panorama. Apenas una ligera brisa era suficiente
para ver moverse cualquier rama.
Esa noche cenó las lentejas sobrantes del almuerzo
acompañadas de tres lascas de queso blanco tierno y un trozo de pan que calentó
en el tostador. Remató la cena con un yogur.
Nada frugal, pensó, pero dado que el frío invernal ya hacía acto de
presencia, buscó entrar en calor e irse
a la cama de forma confortable.
Preparó el libro que leería ese fin de semana y revisó la
llave encajada en la cerradura de la puerta de entrada. Dejaba la llave
atravesada y perpendicular a la ranura de la cerradura. Se sintió segura, ya
que siempre había oído que así era imposible abrirla con una ganzúa o un
alambre desde fuera. Todo correcto. Ya
en la habitación principal se colocó su cálido pijama moteado y
afelpado. Encendió la lamparita que
estaba enganchada en el cabezal de la cama antigua de hierro y latón y abrió el libro por la
página que había dejado marcada. No habían pasado ni cinco minutos, cuando de
repente un chirrido corto y aflautado llegó hasta el fondo de la habitación. Se
le erizó el vello del cuello y notó en la garganta el latido de su corazón
acelerado. Depositó a un lado el libro
que tenía entre sus manos intentando no hacer ruido. Puso toda su atención y se
volvió a repetir ese sonido desconocido.
Contó los segundos entre chirrido y chirrido. Se repetían con intervalos de 2 o
3 segundos. Se oía y luego, el silencio.
Se volvía a oír y, de nuevo, el silencio. Era un chirrido lanzado con energía, como las
señales que se hacían los cuatreros de
las películas del oeste de su infancia, para darse avisos unos a otros y a una
determinada distancia. Sólo que éste era más agudo y similar al sonar de un
submarino en inmersión. Todas esas imágenes de recuerdos pasaron por su cabeza
en milésimas de segundos. ¿Y si había
alguien oculto entre las plantas ornamentales del patio? Tuvo el arrojo de
llegar hasta el baño y encender la luz, de tal manera que si había alguien con
mala fe en el exterior, supiera que la casa estaba habitada y bien habitada y
que desde dentro también estaban espiándolo. Pero nada más encender la tenue
luz del baño, el ruido estridente cesó. La apagó y miró a través de los
cristales del ventanillo. Esta vez
observó a oscuras, pero nada. No vio ni sintió absolutamente nada. Nada de
nada. Volvió a la habitación y se enredó entre las sábanas de franela y las
mantas. No habían pasado ni dos minutos
cuando el chirrido volvió a oírse repetidamente y esta vez más cercano al baño.
Con eco incluido. Era como si se hubiera desplazado al interior y sonara allí
dentro. Pensó encerrarse con llave en su cuarto e ignorarlo pero… ¿y si se
había colado lo quiera que fuera en el
interior de la vivienda? ¿Y si empezara, quienquiera que fuera, a romper los
cristales uno a uno con el afán de entrar? No, no podía ignorarlo. ¡Qué raro!
Nunca en su vida había oído este sonido nocturno tan estrepitoso como
espectacular. No sabía qué hacer. Ahora retumbaba cerca, muy cerca del baño…casi
dentro. Para ese entonces, el miedo
había invadido su cuerpo. Por su cabeza pasaron veinte mil imágenes conocidas y
por conocer… No, no era el ulular de un búho. A ese estaba más que
acostumbrada. A oírlo y hasta a verlo. Tampoco una coruja...
De pronto se le ocurrió una idea. ¿Y si buscaba en internet
algo relacionado con chirriar de aves? ¿Canto de aves tal vez? ¿Sonido de aves?
Sí, eso iba a hacer. Buscaría canto de aves nocturnas. Y dio con una página en
la que se habían reproducido los distintos tipos de aves nocturnas. Mientras
buscaba ansiosamente, el ruido no desaparecía, pero para ese entonces ya estaba
entretenida indagando sobre su procedencia. De entre todas las muestras de
sonido, empezó a escuchar cada uno de ellos. ¡Y ahí estaba! Le saltó un animalito pequeño de tamaño, como
de unos 20 centímetros, del tamaño de un mirlo aproximadamente, con plumaje
parduzco y unos penachos sobresalientes a modo de orejillas y ojos amarillentos
¡Un autillo! ¡Era un autillo! Un animalillo poco común en las Islas Canarias
pero muy habitual en Europa, la península Ibérica y Baleares. A los autillos
les gustan las fincas con frutales donde se mimetizan perfectamente con los
troncos de los árboles. Imposible de detectar, aún de día. Y, ¿por qué estaba allí? Al parecer, los
autillos sienten una enorme atracción por buscar almacenes o casas abandonadas
o en desuso para pasar alguna temporada. El caso es que ni almacén, ni casa
abandonada… eso sí, absolutamente oscura y rodeada de aparentes figuras
dantescas por la noche. Nada más oír el cántico que se reproducía en la página
encontrada y entender su procedencia, su adrenalina bajó a cero, el corazón
dejó de latirle aceleradamente y pudo con tranquilidad acercarse hasta la vieja
cocina a beber un vaso de agua. Esa noche pudo leer hasta las tres de la
madrugada. Ningún otro ruido la atormentaría.
Todo permanecía en absoluto silencio. Tal vez el autillo se desplazó a
otra casa con menor movimiento de luces. Y ahí, reconciliada con el diminuto
animal, en aquella casona solitaria a mucha distancia de cualquier forma de
vida, y perdido el miedo, se sorprendió añorando la efímera compañía del
pequeño merodeador.
1 comentario:
Precioso, me ha encantado. Besos.
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