Hábil como era en leer parte del pensamiento ajeno, Ernesto
se atrevió a plantear a María lo que ésta callaba y no había sido capaz de
pedir por timidez, rumiando internamente y para sí, su ansiado deseo: conocer y
patear el lugar de sus antepasados.
Así que, jadeantes, llegaron a la loma que estaba coronada
por una gran pitera joven sin el maguén característico de estas plantas que
adornan algunas laderas. Justo al lado de ella, una gran chumbera cargada de
higos picos le daba compañía. Pararon y tomaron resuello después de la gran
caminata que ambos habían decidido realizar tras el acierto de Ernesto,
adivinando el sueño secreto de María.
Ernesto llevaba tiempo barruntando la idea de llegar al
agreste paraje a pie, tal y cómo lo habían hecho sus antepasados. Aficionado al
senderismo como era, sabía que no tendría mucho impedimento en sortear veredas
y caminos pobladas de zarzales, espinos y vegetación asilvestrada. En los tramos
por los que era prácticamente imposible de transitar, los obstáculos eran
apartados de manera delicada pero práctica por Ernesto, portador de una pequeña
navaja que le ayudaba a despejar malezas, al tiempo que avanzaban en su
recorrido.
Tenía el vago recuerdo de su infancia, en el que legumbres y
cereales se mezclaban con frutas y hortalizas y todos, al unísono, entraban a
formar parte de una danza singular de vívidos olores, sabores y colores.
Desde la lomada observaron el panorama que, otrora y de
pequeño, disfrutara y viviera en tiempo
estival, felizmente al amparo de sus mayores. Desde allí pudieron divisar la
gran barrera volcánica recortada de extremo a extremo, como si una gran franja
quemada se hubiera introducido en aquel paisaje. El gran barranco vertical
separaba los distintos caseríos que conformaban las blancas casitas de rojizos tejados, que salpicados sobre el
paraje alfombrado de distintas tonalidades de verdes y ocres, pintaban un
panorama en miniatura al más propio estilo naif.
Declinaba la tarde llenando el ambiente de una cierta
tonalidad ámbar, planteándose ambos la
necesidad de buscar alojamiento para esa noche…
No iban preparados, pero
confiaban en que alguna casa de las que aparecían frente a ellos y a lo lejos,
pudiera darles cobijo, al menos por esa noche.
Divisaron la figura pequeña, enjuta y algo encorvada de una
anciana que, tocada bajo un sombrero de paja de ala ancha, permanecía sentada
cercana al patio de la casa. A simple vista apañaba o apretaba algo con sus
manos en unas canastas que rodeaban la parte delantera de sus rodillas.
Bajando a trompicones la loma en la que habían estado observando
parapetados durante unos minutos, se fueron acercando hasta el lugar de la
casa. Frente a la anciana y dando las
buenas horas, sintieron como entre ambos y la anciana hubo una rápida conexión
visual a la vez que cierta complicidad benevolente de comunicación empática.
-Buenas tardes - dijo la pareja casi al unísono-.
-Buenas tardes les dé Dios - contestó la anciana del sombrero
alzando la mirada y retirándolo apenas un poco de su cara-.
Expectante, escudriñó con la mirada. Esperaba oír en boca de los recién llegados alguna pregunta
que pudiera despejar el interrogante que la mujer dejaba entrever en su rostro,
cruzado por un buen número de arrugas, bien definidas, que daban fé de bastantes
años acumulados en su haber.
-Sí…sí…
hemos venido hasta aquí buscando un lugar incierto…un sitio que no sabemos si
todavía permanece en pie… si existe aún, o si por el contrario ha desaparecido
de la faz de este paraje… o tal vez nunca existió… -manifestó Ernesto excitado-.
La vieja señora arqueó sus blancas y espesas cejas esperando un
mayor detalle de la explicación indecisa que había sido planteada por Ernesto. Sin
perder tiempo, éste abrió su mochila y, bajo la atenta mirada de María y una cierta desconfianza de la anciana, logró
extraer una vieja fotografía de entre las hojas de una agenda de tapas
duras cerrada por una banda elástica
negra.
Al mostrarle la foto, la anciana dibujó una cálida sonrisa
abriendo sus chispeantes ojos casi de par en par. Esta vez ya no escondió su
rostro tras el sombrero de paja. Mas al contrario, lo dejó caer sobre sus
espaldas acomodándose con sus rudas manos el pañuelo de color negro que
permanecía sobre su cabeza, protegiendo de esta manera el abundante y
ensortijado cabello blanco que se dejaba entrever.
Como un ritual, hizo como si se limpiara en el delantal
canelo claro que protegía parte de su vestido negro, mientras deslizaba sus
deformadas manos por el delantal en un ademán de limpieza. Al tiempo, cogió la foto apenas por una esquina como no
queriendo ponerle ni un solo dedo encima con tal de no empañar el poco brillo que le quedaba al viejo retrato.
Caminó un par de pasos hasta la banqueta redonda de pino de
tres patas tallada toscamente y en la que, momentos
antes, había estado sentada durante bastante tiempo, colocando de manera
esmerada uno por uno los higos porretos*
que meses atrás habían sido secados al
sol.
Sujetó la foto delicadamente con sus dos manos, como
queriendo verla mejor, tratando de buscar nimiedades o pequeñas cosas que tal
vez se le hubieran escapado de haber sido real.
La estudió atentamente y volvió a sonreír sin pronunciar
palabra. Y con un semblante de satisfacción y vencedor les entregó la foto
asintiendo con la cabeza como si de algo conocido se tratara…
-Sí
existe aún… pero ya no se usa… ha quedado igual, tal cual. Piedra sobre piedra,
madera sobre madera, soga sobre soga… mallar
sobre mallar **… teja sobre teja…
muchas piedras fueron acarreadas con estas manos que ustedes ven retorcidas y
feas a consecuencia de los golpes recibidos en el acarreto. Como también muchos
de los muros de piedra volcánica que ustedes pueden ver en los alrededores de
la casa formando las pequeñas huertas, fueron
hechos mediante las piedras movidas por
estas y otras manos … todo igual … piedra sobre piedra, muro tras muro …
Aquellos muros de piedra formaban una especie de calado
alineado como si de festones y presillas se tratara en medio de aquel singular paisaje.
Se desplazaron caminando con paso lento como a unos cien o
ciento cincuenta metros retirados de la
casa. El antiguo lagar, de piedra vista y vetusta viga de tea dura y oscura,
estaba coronado por una sobreviviente y retorcida parra. Permanecía altivo, vigilando
la vivienda habitual de la anciana. Allí
estaba, retirado pero en pie firme, como un auténtico superviviente
de batallas vinícolas, de aromas dulces y sabores afrutados.
Para Ernesto y María fue un regalo haber podido llegar hasta
él y haber descubierto su localización, la que se habían obstinado en
encontrar, con el único dato que poseían: una vieja fotografía en blanco y
negro desteñida por el paso de los años. Había sido guardada por su abuela
materna dentro de una pequeña cajita de madera de color oscuro, decorada con
motivos chinescos. Esa fotografía junto
con otras tantas formaba parte de la historia familiar.
La vieja mujer, sabiendo pues la procedencia de la pareja,
les invitó amablemente a pernoctar esa noche en su casa. Desgranarían historias
ya lejanas en el tiempo, pero vivas en su memoria bajo un inmenso manto de cielo estrellado.
* Higos tunos o
chumbos pasados o secados al sol.
** Trozo de madera grueso y pesado de aproximadamente un
metro de largo que sirve tanto para picadero como para poner debajo de la viga
del lagar cuando se hace el pie y se exprime la uva.
(Relato dedicado a mi abuela Constanza, mujer sensible, cariñosa, sabia, coherente, honesta y amante de la naturaleza entre otras virtudes; que supo poner, cada día y poco a poco, una piedra más en su muro y en el de los demás, ayudando así a construir un mundo mejor)
2 comentarios:
Asi es. Sobre esa piedra, cultura. De la de verdad. Y cariño. Del de verdad.
Creo que no hay nada más poderoso que la autenticidad y el amor.Ambos formadores de un bonito y sencillo carácter... Y ambos muy pocas veces entendido y valorado, tal vez por la simpleza de sus acciones.Y en lo simple y en lo genuino está, tal vez, la verdadera filosofía de la vida.Gracias por venir y por dejar tu opinión. Un abrazo.
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