Foto Tanci
Se movía ligera, sin perder tiempo alguno dando los últimos toques y remeneos al potaje de berros que tenía al fuego. Bajó la lumbre del fogón apartando un par de troncos encendidos del hogar de tres piedras donde se sostenía el caldero abombado. Su falda canela algo plisada acompañaba a un delantal de cuadros menudos blancos y negros que, junto a su blusa en tonos oscuros, cubría su cuerpo garboso. Iba tocada con el sempiterno pañuelo negro que le hacía de protección a sus finos cabellos grises y lacios. Calzada con sus lonas azules de tela gruesa con las ligas sujetas y cruzadas a media pierna, fue en busca de la talla. Así, de un lado para otro, sin cambiar el ritmo de su andar ligero, la abuela tomaba en sus manos aquel recipiente que llevaría al chorro municipal en busca de agua. Sin perder detalle de sus movimientos, yo esperaba ser invitada al paseo que dista entre la casa y la fuente de abastecimiento. Mi abuela sabía perfectamente que deseaba un recipiente pequeño para sentirme feliz ante la misma tarea de los adultos de acarrear el agua. Me entregó una lechera de aluminio con tapa y asa de madera, brillante por los incontables fregados y pulimentos con piedra pómez y que, durante largo tiempo, había sido utilizada para el acarreo de leche fresca. Dando tumbos de un lado para otro, esperaba pacientemente a que mi abuela hallara algo que no lograba encontrar. Veía con asombro cómo se desesperaba al tiempo que soltaba entre dientes un ¡Señor! ¿Será posible?¡ Pero si estaba por aquí! Vuelta pa, cá, vuelta pa, llá. ¡Pero si está de mis manos, yo sé que está de mis manos! Así seguía con su retahíla de palabras balbuceantes y entrecortadas apenas escuchadas por alguien que estuviera dos pasos más allá. Yo me preguntaba ¿qué busca? ¿qué es lo que no encontraba y qué le faltaba para estar presta para salir? Hasta que dando media vuelta sobre sí misma y enfocando su vista hacía el suelo y debajo de una silla, escondido y medio enrollado estaba la rodilla. Sí, la rodilla, ese pañuelo o trozo de tela alargada y que enrollada sobre sí misma, llevaría a la cabeza para amortiguar su carga. La talla podía llevar perfectamente unos 8 o 10 litros de agua. Mi abuela, una vez que había llenado su envase y después de hacer la correspondiente cola de cubos, garrafones, barriles y bernegales colocados unos detrás de otros según el orden de llegada, se dirigía hacia la casa diestra por la vereda con una habilidad y destreza increíble, con un sentido del equilibro asombroso para no perder ni una gota de agua de su talla. Ese ágil contoneo de caderas era muy común entre las mujeres que llevaban carga a la cabeza, ya fuera de agua, leña, hierba y muchas veces algún balayo con la comida para llevar a los terrenos en tiempos de cosecha. Yo la seguía detrás no perdiéndome el ritmo de su bamboleo. Para mí, acarrear una lata pequeña, una lechera de un litro o una botella de agua desde el chorro donde estaba la fuente hasta la casa nunca fue trabajo. Al contrario, compartía. Me sentía útil, sin entender todavía el significado de este vocablo.
Siempre el agua y su escasez. Aunque por aquellos pagos corría cantarina diaria y casi libremente por atarjeas de toscas, de piedras vivas y por canales abiertos, salpicando aquí y allá, y pese a que había galerías de agua que en su alegría brotaban como surtidores aparentando madejas de hilo blanco desfilachado.
Una vez en la casa, el agua se vertía en un depósito de uralita que estaba colocado en el patio empedrado, sobre una especie de torreta construida de barro, piedra y cal. Éste servía de soporte al recipiente dejándolo a una altura considerable para que el agua allí guardada, para su consumo, tuviera mayor caída hacia el exterior a través de una pequeña llave.