Foto Tanci
No había mala uva en aquella casa. No la hubo nunca. Como
tampoco la hubo, como consecuencia, en la vieja bodega en donde el vino tomaba
cuerpo ayudándose del entorno y precedido de una gran preparación, de un
trabajo laborioso y de un cuidado esmerado. Ese era lugar fresco y reservado, con
olores a mosto y a orujos acunado por una buena cosecha de racimos sueltos y no
apretados, de uva blanca, dorada, madura, de distintos tamaños, cultivadas en
terrenos concienzudamente abonados.
Ese entorno, ese trabajo y, al final, ese caldo resultante es
comparable al proceso de maduración del ser humano en el que se ha depositado
todas las expectativas y esperanzas de auge y crecimiento.
Por un lado, el lento y costoso trabajo de fermentación que
lo va amoldando, le va creando cuerpo, textura, sabor… lo hace más rico.
Y por el otro, le va añadiendo la paciencia y la espera para
que ese líquido, tosco en olor, turbio y poco claro todavía, enclenque y tambaleante,
se convierta en el ser vivo, sabio, aromatizado, oloroso, con cuerpo, pleno en
matices y llegando a ser hasta sedoso con la edad. En definitiva convirtiéndose
en ese ser excelso, amoroso y sereno que suele dar la madurez
Así, un buen vino siempre nos une y nos alegra el corazón.
Nos depara dicha y regocijo al compartirlo. Y al igual que la propia vida, hay
que tener los sentidos muy agudos, muy
sensibles diría yo, para, a través de nuestro olfato y de nuestro paladar,
conocer su fragancia, saber que no huele raro, que no está avinagrado o a punto
de virarse. A punto de picarse. Que no deja ese olor a rancio o podrido en el
paladar… en una palabra, que no está echado a perder. Por eso es bueno tantear
el vino conociéndolo, y saborearlo hasta
percibir el equilibrio que da, por fin, la sazón
Y para disfrutar un buen vino, uno se deja llevar
simplemente, cierra los ojos, intentas meter la nariz en el vaso y, al tiempo
de paladearlo, si no huele bien… tampoco tendrá buen sabor. Por eso hay que
hacerle caso al olfato, sentido que no nos engaña pues está muy cercano a las
emociones y a los recuerdos muchas veces conectados a la infancia.
Y hay que degustarlo lentamente, al tiempo que ese burbujeo
mínimo penetra en nuestra cavidad bucal y juega con nuestra boca, nuestra
lengua y nuestros cachetes. Así nuestra percepción crecerá de inmediato.
Si, en aquella casa de buenas vibraciones y en aquella bodega
discreta y silenciosa, la gran catadora de vinos, en época ancestral, fue una
mujer. Una mujer que, sin pertenecer a ningún club de vinos afamados, sabía
acercarse al paladeo, disfrute y gusto de un buen caldo, percibiendo, de manera
autodidacta y a través del manto de su profunda sensibilidad, la sensación y el
aroma de aquellos vinos artesanales con cierto rasgo y rango de malvasía
propios de aquellos pagos.
Nunca hubo arrogancia en su saber espontáneo, solo la
simple emoción del poder que da generalmente lo natural, lo sencillo y el buen
gusto. En este caso tan paralelo a su
olfato y a sus papilas gustativas.