Un plato redondo, de color blanco roto y adornado con una pequeña cenefa a modo de cadeneta engarzada en azul y amarillo a lo largo de su circunferencia, estaba colocado en un extremo de la mesa familiar cubierta con un mantel de hule, decorado con vivos colores, ligeramente ajado. Sobre ese platillo de cerámica descansaban tres pequeños merengues o mimos perfectamente horneados y cuyos únicos ingredientes eran las claras de huevo, el azúcar y la ralladura de limón.
Estaban tan frescos y crujientes que todavía se podía mascar y paladear el chicle que permanecía en su interior.
La anciana de plateada cabellera se los llevó de uno en uno a su boca, en tres pasos distintos y diferenciados por un breve descansillo entre uno y otro. Los cogía delicadamente con sus dedos menudos y finos, avejentados por el paso del tiempo, saboreando cada uno de los diminutos manjares y diluyéndolos morosamente en la boca. Tanteaba el plato sin abrir sus ojos y se llevaba cada diminuta exquisitez hasta sus labios adivinando el recorrido.
Una vez hubo consumido aquellos tres pequeños y esponjosos merengues azucarados, dignos del paladar más exigente y derretidos en su boca, parecía como si se serenara más de lo habitual, sintiéndose, tal vez, cercana a una ancestral costumbre. Al término de este pequeño ritual, tanteó el plato vacío, lo acarició y rodeó con los dedos de su mano izquierda. Luego, ayudándose con su mano derecha, lo elevó temblorosamente intentando llevarlo hasta sus labios. Daba la sensación de que, en algún momento, fuera a dejarlo caer dado el temblor de sus menudas manos. Cuando logró colocarlo con dificultad cercano a su boca, lo succionó, intentó saborearlo, sacarle jugo, beberlo como si algún líquido pudiera contener aquel útil de cocina semiplano, de forma circular y que, repetidas veces, toca, palpa, acaricia, eleva y acerca… No tiene diferenciado si es plato o vaso. Si se come o se bebe. Si hay algo sobre él o no.